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lunes, 22 de diciembre de 2014

Rosa Townsend: La venganza del petróleo

Lo que no han podido lograr ni la diplomacia ni las estrategias económicas o militares lo está consiguiendo el petróleo: un nuevo reordenamiento de la geopolítica mundial y, paralelamente, una de las mayores transferencias de riqueza de la historia.

La drástica caída del precio del crudo –un 40% en los últimos seis meses– reduce los ingresos del grupo de países exportadores, entre ellos Rusia y Venezuela, en 1.5 trillones de dólares anuales; que a su vez se transfieren a las arcas de los países consumidores, como China, Japón, Estados Unidos o la Unión Europea.

En este nuevo mapa de redistribución de riqueza EEUU es, de lejos, el gran beneficiado. Y por partida doble, como consumidor y como productor a bajo costo de casi 10 millones de barriles diarios, gracias a la innovadora técnica de fracking (fractura hidráulica). Cantidad que lo sitúa al mismo nivel que Arabia Saudita. ¡Quién lo hubiera dicho hace tan sólo tres años!

El boom de petróleo made in the USA es el principal responsable de la bajada de precios, lo cual le convierte en el país de referencia mundial desplazando a la poderosa OPEP, que desde hacía medio siglo dictaba los precios ajustando oferta y demanda. La cuota de mercado de la OPEP ha descendido al 33% y se puede erosionar bastante más si continúa la sorpresiva y sorprendente “revolución del fracking”.

Ante esa posibilidad, el cartel petrolero ha reaccionado con una táctica más sorprendente todavía. En vez de recurrir al clásico recorte de producción para estabilizar precios se ha lanzado a una guerra suicida: mantener su ritmo de extracción, saturar el mercado y provocar la caída de precio para ver si así se hunden las empresas americanas del fracking. Es como tomarse un veneno y esperar que sea otro el que se muera.

Aparentemente no han leído los informes de la Agencia Internacional de la Energía sobre el petróleo de EEUU, según los cuales sólo un 4% de las nuevas petroleras del fracking se verán afectadas porque son las que necesitan un precio del barril a $80 para financiar sus operaciones (el barril está ahora alrededor de $61). El resto puede darse el lujo de que baje hasta $42.

Mientras que de los 12 miembros de OPEP, salvo Arabia Saudita –que tiene unas reservas de ahorro de $900,000 millones–, las economías de los demás se verán seriamente impactadas, en particular Venezuela, que depende del petróleo para sobrevivir y ya ha perdido el 35% de sus ingresos y la inflación se ha disparado al 63%.

Aún peor es la situación de Rusia, que financia la mitad de su presupuesto nacional con la venta de petróleo y este año va a perder $100,000 millones. Por eso Putin ya está preparando a la población para tiempos difíciles. “Es catastrófico” advirtió en su última alocución al país. La economía rusa ha entrado en recesión y el rublo ha caído un 38% frente al dólar. ¿Qué va a hacer ahora Putin con sus planes de expansionismo imperialista? ¿Le van a abandonar los oligarcas petroleros, o sea, la cleptocracia que le ha mantenido en el poder?

Retroceder en sus ambiciones y resignarse a perder su capacidad de influencia internacional no parecen estar en el manual político putinesco. Es más previsible que recurra a la confrontación como ha venido haciendo. Además, curiosamente ése es un patrón habitual en muchos países petroleros, según varios expertos que han analizado la correlación entre belicosidad y petróleo. Uno de ellos, el profesor Hendrix Cullen, de la Universidad de Denver, explica que “los países exportadores tienden a ser un 30% más propensos a involucrarse en disputas, sean militares o no”.

Hay otra trágica correlación y es que el petróleo financia en muchos países la maquinaria corrupta y represiva. Ejemplos sobran. Además de los ya mencionados estarían en la lista Irak, Libia, Angola, Nigeria, Monarquías del Golfo, etc.

Y por supuesto Irán, que es el otro gran perdedor de la caída del crudo. El 60% de su presupuesto procede de las exportaciones y para equilibrarlo necesita que el barril suba a $142. Esa y no las sanciones es la principal causa de la dura recesión económica que atraviesa. E incluso un levantamiento de las sanciones sería un arma de doble filo, porque su regreso a los mercados de petróleo impulsaría los precios a la baja.

En contraste con estos golpes económicos a adversarios de EEUU (cuando no enemigos), este país ha logrado un grado de independencia energética que le hace mucho menos vulnerable –política, económica y militarmente– y cambia las reglas del juego geopolítico internacional. Los otros dos grandes beneficiados que podrían hacerle sombra, China y la Unión Europea, atraviesan por dificultades económicas y carecen de autosuficiencia energética.

Las implicaciones son enormes y casi todas positivas para el futuro. La balanza de poder global comienza a inclinarse de nuevo, fuerte y favorablemente, hacia EEUU. Para empezar, la economía recibirá una inyección anual de $230,000 millones, si se mantiene el precio del crudo actual. Los beneficios repercutirán en los bolsillos de todos nosotros. Sólo la bajada de la gasolina equivale a un 2% de aumento de salario. Vayan abriendo el champán.


Opinión |el Nuevo Herald 

martes, 11 de noviembre de 2014

SENTIDO Y PORVENIR DEL ESTADO LIBERAL / AUGUSTO MIJARES/ 1938

A fines del siglo XVIII Libertad y Revolución llegan a ser sinónimos; así como hoy una minoría enloquecida cree que las aspiraciones de justicia social no podrán realizarse sino a través de una transformación radical y punitiva de toda la sociedad.
    Fue en aquellos momentos, y es en los actuales, el triunfo del jacobinismo: jacobinismo en los hechos, sanguinario y repugnante, o sólo en las ideas y en la prédica, igualmente penetrado de una terrible credulidad.
    Jacobinismo, del cual es inútil buscar causas individuales, pues es el extremo inevitable de toda renovación ideológica minoritaria, en su primera fase de combatividad.
    El problema de hoy es el de superar este nuevo choque anárquico de las corrientes renovadoras y de la resistencia tradicional, así como en el siglo XIX logró un orden político en que la libertad llegó a ser sinónimo de tolerancia y de convivencia constructiva después de haber sido sinónimo de jacobinismo y de anarquía.
    A fines del siglo XVIII y principios del XIX pareció que sólo los republicanos podían exhibirse como insospechables a los ojos de los amigos del pueblo. Defender, a la vez, la Monarquía y los derechos del ciudadano, era posición casi inconcebible; a lo menos, muy sospechosa.               
    Se reclamaban también definiciones políticas irrevocables y ruidosas. Ni el propio Mirabeau, a pesar de su «divinidad», hubiera podido hacer aceptar esta verdad, tan sencilla sin embargo, con que trataba en cierta ocasión de reducir a Robespierre: «Joven, la exaltación de los principios no es lo sublime de los principios».
    Para las «izquierdas» liberales no se podía obtener la renovación social sin romper totalmente con el pasado, armar las masas, entregarle todo el poder al  pueblo y rehacer el Estado bajo el imperio de leyes radicales, que limitaran sin contemplaciones el poder público y aseguraran la renovación popular de  todos los depositarios.
    Para las «derechas» monárquicas ese programa conduciría fatalmente a la demagogia, y no veían otro remedio que la conservación intransigente del  absolutismo y la represión por la fuerza de toda innovación.
    Una experiencia, llena de dolor y de sangre, se encargó de reducir ambos extremos. Dolor y sangre en las revoluciones temerarias, que casi siempre terminaron por una regresión al pasado y la pérdida de todos los sacrificios. Dolor y sangre también, aunque disimulados, en los regímenes absolutistas,  puesto que no era posible ya arrebatarle a los pueblos el ideal de mejoramiento y de propia dignificación con que se habían familiarizado.
    Y en ambos casos una misma inseguridad, igual forcejeo lleno de odios; anarquía manifiesta en las revoluciones, y anarquía latente, aunque no menos angustiosa, bajo el despotismo.

    Por esa vía el espíritu europeo alcanzó en el siglo XIX una de sus más hermosas conquistas espirituales: la tolerancia política.
    No exagero. También la tolerancia religiosa comenzó por ser un simple hecho, impuesto por crueles disyuntivas; y ha llegado a ser un principio moral superior. Apareció como una simple tregua exterior; y se convirtió  despues  en signo de depuración íntima, unido a las nociones más arraigadas de la dignidad individual y pública; un fanático del siglo xv la hubiera considerado como una claudicación; hoy sentimos que en ella hay más contenido religioso que en la ciega intransigencia con que la pasión humana creía defender la idea de Dios.
    Y la tolerancia política es en resumen sentido político, puesto que la  política en su acepción aristotélica de pacífica convivencia legal, tiene que ser eso: limitación recíproca.
    Según la expresión de nuestro Libertador saber considerar no solo lo que  es justo y lo que es útil, sino también lo que es oportuno.
    Pero la tolerancia política fue, además, un nuevo triunfo de las características fundamentales de la civilización occidental: concepto de que la vida es,  a la vez, progreso y orden; disciplina para la acción gradual, adecuada y efectiva; capacidad práctica, que supo encontrar frente a las nuevas realidades políticas, un mecanismo eficiente de adaptación progresiva.
    Esas son las conquistas y las condiciones esenciales de la cultura occidental que de nuevo están hoy en peligro.
    Su enemigo íntimo es el concepto antioccidental de las realizaciones mesiánicas; la esperanza mística de que un sistema político, un hombre, o determinada clase social, pueden redimir al mundo de la noche a la mañana y realizar el ideal de una nueva Humanidad.
    «Los judíos, dice San Pablo, piden para creer milagros, y los griegos razonamientos. El pueblo judío ha producido la religión y el pueblo griego la ciencia. Ha sido preciso dos razas diferentes para desenvolver principios de creencia tan opuestos.»
    Es una observación de Taine; y al aplicarla a las consideraciones que venimos haciendo, diríamos que la política durante el siglo XIX quiso ser ciencia, a la manera occidental; y después de la crisis espiritual de la gran guerra, ha adquirido el contenido de esperanzas y de transportes místicos de una nueva religión.
    Por eso —y en contradicción rotunda con las minuciosas previsiones del materialismo histórico— no fue el pueblo más industrializado, sino la Rusia, semiasiática, caótica y atormentada, la que inició esa desbandada trágica del misticismo político fuera del ágora crítico heredado de los griegos.
    Y los primeros en seguirla fueron los pueblos donde predominaban iguales características espirituales de vehemencia milagrera —España, en la misma línea; Italia, aparentemente en la opuesta— y la nación donde el sentido realista de la política estaba profundamente oscurecido por el viejo ideal casi religioso —sacrílego— de una misión universal y sobrehumana, Alemania.
    Por eso, también, la verdadera oposición al comunismo no está en las otras doctrinas totalitarias, sino en el régimen liberal, que representa el triunfo de la mesura, del espíritu crítico y del sentido práctico, característicos de la cultura occidental.
    Señalar tales o cuales defectos o deficiencias a los regímenes liberales y querer por ello condenar irrevocablemente el ideal del estado liberal, es la crítica más estúpida que puede hacerse.
    Porque, precisamente, la esencia del liberalismo consiste en no proponer dogmas políticos definitivos; en buscar lo mejor dentro de lo posible y lo oportuno; no es un régimen que ofrece milagros; nunca ha querido aparecer como perfecto, sino simplemente como perfectible.
    La comparación más adecuada que puede encontrársele entre las conquistas de nuestra civilización, es la del método experimental aplicado a las ciencias.
    Lo mismo que éste, representa la reacción del realismo analítico contra los abusos del dogmatismo racionalista y de la autoridad; y su posición inatacable es la de la prudencia reflexiva, que se dirige a un progreso gradual pero seguro.
    No siempre logrará el método experimental descubrir la verdad; pero sí puede, con relativa seguridad, excluir el error. No es un instrumento infalible para la conquista del conocimiento; pero representa el único camino que puede seguir el espíritu humano para libertarse de sus propias exageraciones y de ilusiones funestas.
    Errores, exageraciones de la soberbia e ilusiones de la imaginación, que en el campo de la política y dentro de los regímenes totalitarios —de izquierda o de derecha— son los que han convertido al mundo en un campo caótico de zozobras, de inconsecuencias y de crímenes.
    Es imposible prever hasta dónde pueden llegar un hombre o una doctrina, cuando se creen depositarios de la verdad política y autorizada para emplear toda la fuerza del Estado en realizar su pretendida misión.
    Aparte de que se despierta igual violencia entre los contrarios, y entonces hasta el propio lenguaje humano pierde todo sentido.
    Se abandona el régimen liberal de equilibrio —orden social de acción y reacción— y se acepta la quimérica estabilidad política de la fuerza y del personalismo. El dogmatismo sectario exige no solamente el servilismo, sino también la glorificación del servilismo. Las promesas más insensatas son valederas: la tiranía de una sola clase social, la tiranía de un solo Estado; sobre toda la humanidad, sobre todos los intereses humanos.
    Tiene que ser conscientemente desleal la crítica que ha querido hacerse del liberalismo político a base de un equívoco insostenible con el liberalismo económico, y tomando como esencia de éste su expresión literal más escueta: el laissez faire, laissez passer.
    De allí se pretende deducir que el Estado liberal, siglo xix, es anacrónico, porque resultaría impotente frente a la complejidad moderna de los problemas económicos.
    Para refutar en teoría ese equívoco, bastaría observar que el concepto de la propiedad como función social puede poner, por sí solo, en manos del Estado liberal una prerrogativa de intervención económica, tan eficaz como se quiera, sin que por eso sea preciso llegar a una reconstrucción totalitaria del Estado.
    En la práctica, los ensayos de Roosevelt en EE.UU. representan el abandono del liberalismo económico, conservando, sin embargo, completa fidelidad al liberalismo político.
    Y tenemos el caso de naciones vigorosas y prósperas —Suecia, Holanda, para no citar sino las europeas-— donde el liberalismo político no ha debilitado, en absoluto, la capacidad del Estado frente a las nuevas exigencias de la economía mundial.
    Claro que esto nos parece muy lejano y muy vago. Sí; porque leemos con avidez, todos los días, sobre los problemas económicos de Rusia, y discutimos encarnizadamente si somos o no somos «partidarios» de Franco o de Mussolini; pero nos interesa muy poco el estudio de los países donde comunistas y fascistas no se baten en escena. A pesar, sin embargo, de que es en esos países donde se decide el verdadero porvenir del mundo, porque las conquistas que ellos logren serán las únicas que podrán ofrecerse a los demás países hermanos como terreno firme de reconciliación y como posibilidades efectivas de justicia social.
    En cuanto al Estado liberal considerado como mero espectador de las luchas sociales y políticas, sin acción alguna sobre ellas —testigo pusilánime y ridículo— es otro equívoco a base de una definición literal que nunca se ha realizado. El objetivo es estrechar al liberalismo en esa posición pasiva para destruirlo a mansalva.
    Pero bastaría recordar que la creación liberal más típica y más fecunda del siglo xix —la que presidió Cavour en Italia— se hizo a la vez contra el despotismo tradicional de los pequeños Estados italianos y contra el republicanismo romántico de Garibaldi. Las derechas se apoyaban en la fuerza de un pasado multisecular y las izquierdas en un prestigio efectivo de heroísmo y desprendimiento. Sin embargo derechas e izquierdas fueron vigorosamente reducidas y se logró armonizarlas.
    Rescatemos del pasado esta realidad: libertad dirigida: ni las fórmulas simplistas de la credulidad judía, ni los poderes sobrehumanos y sacrílegos del mito germánico; la vida política —la vida toda— aceptada sin mutilaciones bochornosas y organizada por la imposición cotidiana de la acción inteligente; perfectibilidad aprovechada día a día.
    Esas realizaciones sí representan el espíritu europeo en su momento más feliz de lucidez; ese espíritu subsiste y lentamente reanudará su continuidad, inseparable ya del destino de la propia civilización occidental.
    No es cierto que todo el mundo se haya incorporado a la lucha insensata que las minorías totalitarias —valga el contrasentido— sostienen hoy en el viejo continente.
    Una gran parte de Europa y la América sajona prosiguen esforzadamente sus ensayos de renovación social y política, sin sacrificar las libertades adquiridas.
    La propia Francia, a pesar de todas las apariencias adversas, saldrá victoriosa de la lucha. Uno de sus más altos espíritus ha escrito «El Regreso de Rusia». Ese título será simbólico y augural: regresa de Rusia el espíritu occidental, y regresa con nostalgia —que es casi un arrepentimiento— de volver «a apreciar la inapreciable libertad de pensamiento de que todavía se disfruta en Francia... y de que a veces se abusa», según las propias palabras del autor.
Regreso del espíritu occidental hacia sí mismo: a la verdadera libertad, que es, sobre todo, objetivismo crítico, mesura valerosa y equilibrio.
    Por su parte, la América latina guarda un recuerdo muy reciente y muy trágico de lo que es el despotismo; y luchó mucho durante el siglo pasado por el gobierno deliberativo; no es fácil que lo sacrifique ahora, voluntariamente, en pos de nuevas promesas providencialistas.
Muchos de estos países saben, además, que a la vuelta de cualquier veleidad anárquica, pueden regresar a uno de esos devastadores personalismos, cuya experiencia es todavía, sobre sus carnes, llaga viva.

Este ensayo  apareció en la primera edición de La interpretación pesimista de la sociología hispanoame­ricana. Caracas: Coop. De Artes Gráficas, 1938, pp. 77-83

sábado, 27 de septiembre de 2014

Recogiendo los frutos del “populismo petrolero”

Somos perezosos, temperamentales, impulsivos, irresponsables, botarates, desorganizados, incultos e irrespetuosos de las leyes. En contrapartida nos atribuimos el ser generosos, hospitalarios, alegres, inteligentes y no explotadores (Montero; 1984, p.106)
60% de una muestra representativa nacional está de acuerdo con la afirmación “El venezolano es flojo por naturaleza” (Gaither; 1982, p.39)

¿Por qué no cambiamos?
Somos huérfanos de un proyecto de país. Siempre hemos sido gobernados a corto plazo y lo hemos aceptado. En el futuro siempre creamos la ilusión de desarrollo con planes y proyectos irrealizables, y el estado paternalista, bueno y dueño de todo, reparte los recursos a un pueblo débil y pedigüeño que siempre quiere más
 
Necesitamos inventar un proyecto que llegue más allá del próximo martes en la tarde…. (Alberto Rial en La Variable Independiente; 1997, p. 314-315)
 
No somos un país rico, a pesar de nuestros recursos, porque la gente no se está desarrollando ni prosperando.
 
¿Qué nos inmoviliza e impide cambiar?
Las quejas y las protestas de los sectores, grupos y personajes que se oponen al cambio: los empresarios enchufados que no quieren competir y aspiran a seguir trabajando ineficientemente y protegidos; los sindicatos que desean seguir haciéndole el juego al gobierno y a las influencias, en lugar de emprender el viaje hacia la capa­citación y la excelencia; los clientes del gobierno que quieren seguir ganándose la vida agasajando funcionarios y prepa­rando guisos; los caudillos estadales y municipales que pretenden gobernar indefi­nidamente, sin oposición ni disidencias; los manejadores del poder; los corruptos, en todas sus variantes; los incompeten­tes; los personajes que suspiran por un pasado fácil y estable; los que se han beneficiado de un sistema de selección que premia a los panas y se olvida de los que hacen su trabajo; los dirigentes que no tienen más activos personales que sus conexiones o su falta de escrúpulos; los demagogos, los in­dolentes, los controladores, los mandamás y muchos más que como observaras están listos para defender, con todas las armas a su alcan­ce, el esquema bajo el cual han hecho su vida, sus privilegios o su fortuna, a costa de la sociedad y de los recursos de todos… (Alberto Rial en La Variable Independiente; 1997, p. 323)

 

lunes, 21 de julio de 2014

José Antonio Páez: Manifiesto de Maracay 1846.


"Los apóstoles de la anarquía y de la disociación llevaron la infausta misión hasta imprimir en la dócil credulidad de nuestras masas la lisonjera cuanto extravagante idea de que iban a poseer lo que jamás les había pertenecido ni podía pertenecerles sino bajo la más absurda e injusta usurpación. La propiedad adquirida por justos títulos, la abundancia que sólo nace con el trabajo y con la probidad; todas estas ideas conservadoras y eminentemente sociales se han pretendido desvanecer y aun arrancar de la cabeza de los proletarios, reemplazándolas con el cebo de una universal usurpación de la propiedad.... Dolorosamente así lo hemos experimentado con la muy extraña en­seña de Oligarcas y Liberales con que se ha querido dividir a los venezolanos, sin que pueda descubrirse la propiedad y justicia de semejantes denominacio­nes; porque al fin llegó a negarse hasta la capacidad de optar al honroso título de liberal a todo aquél que no opinase y sostuviese la anhelada elevación a la Presidencia de la República de persona determinada. Tan extrañas y temera­rias han sido las calificaciones que se ha llamado oligarcas a los que sacrificaron en las aras de la patria la riqueza de sus antepasados, todas sus preemi­nencias sociales y hasta los títulos y timbres de su antigua nobleza, para contribuir eficazmente al mejor suceso de la libertad americana". 

(José Antonio Páez: Manifiesto de Maracay 1846. En: Pensamiento Conservador o.c. pág. 13
   

lunes, 9 de junio de 2014

LA VENGANZA DEL PESIMISMO O EN BUSCA DEL OPTIMISMO CIVIL / Luis Castro Leiva*

     Con obcecada insistencia solemos los venezolanos visitar nuestro pasado para hallar en él causas de orgullo o humillación que puedan explicar la limi­tada y frustrante factura que, por costumbre perceptiva, parece brindamos nuestro trato diario con el presente. En esto, con todo y no ser originales, sí lo somos en alguna medida.
     Una serie de lugares comunes en la historia de la retórica y en la historia del mundo occidental se han establecido en la historiografía de nuestros anales —los cuales hemos convenientemente anidado en la «ensayística», su género literario preferido— para acostumbrarnos a cultivar un gusto, algo morboso, por cierto, de creernos o sabernos inmersos en perpetuo «estado de crisis» como individuos, personas y república. 
    Por ejemplo, en 1937 (un año antes de la publicación del folleto de Mijares), las élites de poder, los intelectuales venezolanos, el país entero, todos amanecieron, se nos dijo, perplejos y desconcertados, envueltos en una «crisis de hombres». Retrospectivamente no deja de ser irónico que el epicentro moral de aquella crisis fuese de «virilidad». La ironía luce obvia: para esa fecha estaban frescas en la conciencia colectiva y en la vida políti­ca las huellas que dejara el dictador —el supermacho— recién muerto luego de casi tres décadas de paz «benemérita». Sólo así, sugiero, se hace más que comprensible que culturalmente la «hombría» de emularlo, sucederlo y reemplazarlo —como mito, realidad política y moral— fuese un peso enorme para una élite integrada, en su mayoría, por los devotos servidores de aquel gran muerto de botas puestas18. 
     Por más disposición que aquella élite tuviese para romper con su pasado de seguridad, miedo y oprobio, que disfrutó la paz de aquella hombría, no parece sorprendente, dice uno hoy, que se percibiese una carencia de hombres de aquella misma talla capaces de enrumbar el país hacia una paz civil como antes lo hiciera por la fuerza el «taita».
     Mario Briceño-Iragorry, en su Mensaje sin destino, vióse obligado a aten­der el poder de la alarmante «crisis de hombres» que expresara el general López Contreras. La respuesta del ensayista, «moralizante», fue la de argüir que no era aquella una crisis de «capacidades» sino, por lo contrario, la expresión de una quiebra de responsabilidades de los funcionarios públicos del momento. Éstos, dijo, no tenían «sentido de responsabilidad». Y así, desarrollando sus ideas, Briceño-Iragorry llegó a amontonar crisis tras crisis: a una de «hombres» y otra de «sentido de responsabilidad», les sobreimpuso una suplementaria. Asistíamos a otra crisis mayor, acaso una más grave que todas las demás: la «crisis de pueblo»19.
Dábase entonces con la médula del «pesimismo»: cuando el pueblo está enfermo, la soberanía también20.
     Pero acaso consciente de los abusos que el recurso a tanta «crisis» supo­nía, y valiéndose de ello, Briceño-Iragorry profirió este lamento: « ¡Cuántas veces tendré necesidad de escribir la palabra y de exponer el concepto de cri­sis!»21. Cincuenta y un años después, esa necesidad retórica no parece perder su fuerza. A juzgar por la «opinión pública», la república luce «sentimental­mente» igual y el cansancio que causa la invocación de crisis sigue tan patente en su persistente inutilidad persuasoria; la percepción de vivir en «crisis» es el pan retórico de cada día.
     Pareciera entonces que nuestra cultura tiene costumbre de querer vivir en crisis, por lo común siempre la «peor» o la «única» de la historia. Tanto hemos aprendido a abusar del concepto —al cual recurrimos con fruición y regamos de exageraciones— que rara vez consentimos en pensar y afirmar que ya no estamos en crisis o que habríamos superado alguna, digamos la que se nos habría atravesado de última en el camino22.. Así, al igual que mis ascen­dientes, he visto invocar una proliferación de crisis tal que si la suma de algunos de sus efectos acumulados fuese la mitad de lo terrible que reclama la vehemencia puesta en su denuncia, tal vez Venezuela fuese la Atlántida.
     Las especies de crisis son variadas, las hay de las generaciones, del capi­talismo, de la religión católica, de la burguesía venezolana, del marxismo, de la revolución, de la identidad nacional, de la universidad, de nuestra lengua, cultura, sanidad, agricultura, deporte, ecología, hasta llegar a la más reciente de todas, la de la democracia y su sistema político. ¿Exageración? No, sim­plemente hábitos de cultura indicativos y tal vez de indolencia espiritual; todo lo cual quizás sea un rasgo revelador tanto de las prácticas culturales de nuestra sociedad como de un modo preferido de identidad individual en ella: el esplendor de una ambición romántica.
     Pero no abogo aquí por eliminar el uso de la expresión «crisis»; ni trato de erradicar las posibilidades que ofrece en historiografía. Tampoco intento prescribirle públicamente al entendimiento nacional el «buen uso» del con­cepto. Mi propósito es sencillo, apenas sugerir dos cosas:
     Primero, colocar en perspectiva histórica el uso de aquel expediente retórico, señalando así el confuso alcance que tiene la reiteración del tópico y sugerir con ello cómo el recurso es parte del «estilo argumentar» de nues­tra «ensayística» moral; cómo en ocasiones la literatura sirve para orientar, otras para confundir, y casi siempre para adornar de patetismo el «moralismo» que hallo preponderante en nuestra cultura23.. Unas veces se lo emplea para resolver problemas morales y políticos de alguna monta, otras para crear «prejuicios» en contra del uso razonable de nuestras facultades mentales en historia, otras para exaltar el sinsentido, la desmesura o la sinrazón.
     Segundo, mostrar cómo la recurrencia obsesiva de la idea de crisis —sal­vando la exageración o la ignorancia que pudiera haber en su empleo— expresa un desasosiego genuino, un rasgo de paranoia y deseo de catarsis cultural que tal vez tenga algo que ver con un anhelo profundo de moral y política en el «alma del venezolano» para articular sus menesterosidades humanas: la necesidad de sentirnos capaces de confiar en nuestra identidad política y moral para determinarnos en la hechura de nuestra propia historia, la confesión de que tal vez no podemos hacerlo y la convicción de que ello lo debemos hacer de un solo golpe de mano o de suerte, o de ambas cosas.
     Desde hace mucho tiempo en Venezuela, en Latinoamérica, en la América española, la historia, sea como «arte» o disciplina científica, habría estado llamada a servir de «fuente» o «fanal» para suministrar razones, motivos y causas, justas o injustas, en la conducción de nuestras vidas24. El orgullo y la vergüenza, la conciencia de esa pasión poderosa y la conciencia de aquel complejo sentimiento reflexivo, respectivamente, nos siguen animando, en moral y política, para causar «pesimismo» u «optimismo» en nuestros esta­dos de ánimo colectivos o individuales. Basta cualquier frustración cotidiana —por ejemplo, la más ligera espera ante una oficina pública o una alteración de la paz de carácter menor, el funcionamiento errático de algún semáforo—, para que el putativo ciudadano que tenemos a flor de piel, ese Catón que siempre llevamos por dentro, despierte rugiendo su «moralismo» en la ira santa de un civismo contenido. Pero esa ira inicial, explosiva, pronto se tro­ca en resentimiento. Y una vez allí, combinadas en tal estado de ánimo moral la idea de justicia y la conciencia de vergüenza visceral, en una fu­sión moral y políticamente «jazzística», nos hacemos los intérpretes de una sed de justicia universal. Clamamos por ella ante el semáforo vacilante y delatamos, denunciando con nuestra frustración, una falla esencial de nues­tra polis: la ausencia de leyes y civilidad humanas de nuestras costumbres. De esta forma y desde los muros de la idea de esta ciudad atemporal que moralmente anhelamos y que vemos como trascendente y desmentida en la realidad, liberamos, acompasada y sucesivamente, la ejecución percutante y enloquecida del «poder censor» y el «poder catárquico» de que he hablado en desgarrado intento por erradicar la profundidad de miles de males conjura­dos por la percepción de nuestra historia.
    El poder censor llueve improperios sobre las circunstancias, reclama justicia, condena malhechores y se ufana de conocer la trama oculta de la negligencia criminal. Luego, poco a poco, apaga su incendio sagrado hasta caer en un spleen basado en la condena que el afectado fatídicamente atribuye a la fibra moral del pueblo, a nuestro destino: todo lo que debe ser y pudiera así haber sido no fue, no es ni lo será nunca; simplemente no servi­mos. El conductor hace colapsar su destino ante el impávido parpadeo del semáforo de su vergüenza. 
     La ocasión se hace entonces propicia para inventar definiciones acerca de nosotros mismos, «esencias» que, vituperando, proferimos en contra de no­sotros mismos apelando al testimonio y presencia imaginaria de un «especta­dor universal» ubicado en otro espacio y tiempo («en cualquier país civilizado esto no sería así», «en otros países más desarrollados esto no ocurre», etc.).
     A la inversa, y a veces para compensar estos descensos tan profundos al infierno depresivo de nuestra fatídica condición inmoral, no faltan exaltados partidarios de un espíritu totalmente contrario al descrito. El mismo «espec­tador universal», como lo llamara Adam Smith, que ayer contemplaba insen­sible nuestra miseria humana ante la perfidia escondida en un semáforo, deviene ahora en celoso y entusiasta vocero de glorias patrias universales. La patria o su ciudadano, contemplados desde esta perspectiva triunfal, se ven realizando res gestae ante las gradas del juicio universal, a la espera de su consecuente reconocimiento.
   Una y otra actitud, la censora —denigratoria— y la exultante —exculpatoria— se alternan en nosotros como los contrarios de un pesimismo y optimismo político y moral. No obstante, puestos a comparar entre ambas actitudes, quizás podamos convenir en que la actitud pesimista es, con todo, la más común.
     Como se puede deducir, es claro que nuestros esfuerzos y logros, y la relación que éstos tienen con nuestra identidad política y moral (lo que equi­vale a decir nuestra concepción de la práctica humana) dependen, a su vez, de las prácticas culturales de evaluación que han entronizado en el tiempo esos mismos estados de ánimo en nuestra conciencia colectiva y representa­ciones sociales. ¿Por qué es ello así? ¿Qué razones históricas e historiográficas podríamos aducir para considerar reflexivamente estas creencias que expresan tan marcada tendencia al «odio» a nosotros mismos (siendo el caso que parece ser más o menos «natural» que uno se ame a sí mismo y ame la fuente de su identidad política y moral, su república)? El asunto es decisivo para apreciar los grados de humanidad de nuestra cultura; su calidad espiri­tual deriva de ello.

18. Como se ha observado con agudeza recientemente, el Gómezalato no se puede explicar por el mero terror o miedo al autócrata. Es precisa una explicación cultural y socialmente más densa de esa larga dominación. Sobre esto véase Femando Coronil, The Magical State, University of Chicago Press, 1997.
19. Mario Briceño-Iragorry, Mensaje sin destino, ensayo sobre nuestra crisis de pueblo. Caracas, Tipografía Americana, 1951.
20. La misma crisis la observa el mismo autor en pleno proceso político y antes de la llamada Revolución de Octubre. Véase Mario Briceño-Iragorry, «El perfeccionamiento de la vida integral de pueblo», en Palabras
de humanismo. Biblioteca de Temas y Autores Trujillanos, Caracas, 1983, pp. 250-251.
21. Briceño-Iragorry, ob. cit., p.10.
22. Manuel Caballero, Las crisis de la Venezuela contemporánea. E. Monte Ávila     Editores, Caracas. 1998 (en imprenta).
23. Por «moralismo» entiendo algo muy especial: una forma específica de concebir la moral, centrada en la pro­fusión y el riguroso imperativo cumplimiento de deberes, usualmente cívicos, provenientes, en su mayoría, de un «republicanismo» cívico-humanista, diluidamcnte estoico, cuando no kantiano, en sus exigencias de cumpli­miento. No resulta extraño, en este sentido, que el «heroísmo» individual o colectivo sea un tópico privilegiado para mostrar el carácter sublime que supone actuar de conformidad con ese ideario. Sobre esto véase, por ejem­plo. Luis Castro Leiva, Ese Octubre nuestro de todos los días. Caracas, Fundación celarg, Caracas, 1995.
24. Sobre esto y el variado uso de metáforas que historiográficamente han sido empleadas en el pasado y en el presente, véase Luis Castro Leiva (comp.), Usos y abusos de la historia en la teoría y en la práctica política, Colección Idea, Caracas, 1988.


*Luis Castro Leiva en el prólogo de “La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana” del maestro Augusto Mijares pp. XV-XIX

martes, 27 de mayo de 2014

DECRETO DE INSTRUCCIÓN PÚBLICA GRATUITA Y OBLIGATORIA DE 1870

Decreto del 27 de Junio de 1870, estableciendo gratuitamente la Instrucción Primaria, en virtud de la obligación designada en el Nº 12, articulo 14 de la Constitución y reformando virtualmente la Ley de 1854 Nº 880, que es la 1ª del Código de Instrucción Pública.

ANTONIO GUZMÁN BLANCO
General en Jefe del Ejército Constitucional de la Federación
 

CONSIDERANDO:
 

1º Que todos los asociados tienen derecho a participar de los trascendentales beneficios de la instrucción.
 

2º Que ella es necesaria en las Repúblicas para asegurar el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de los deberes del ciudadano.
 

3º Que la instrucción primaria debe ser universal en atención a que es la base de todo conocimiento ulterior y toda perfección moral, y
 

4º Que por la Constitución federal el poder público debe establecer gratuitamente la educación primaria,
 


 
Dado, firmado de mi mano y refrendado por el Secretario de Fomento en Caracas, a
27 de Junio de 1870.-7º y 12º.- Firmado.
 

GUZMÁN BLANCO.


Refrendado, El Secretario de Fomento, Martín J. Sanabria.
Es copia.- El Subsecretario de Fomento,
Eduardo Castro.



Fuente: Archivo Histórico del Estado Zulia: Recopilación de Leyes y Decretos de Venezuela. Tomo V, Año: 1874. Pp.: 58-65.

lunes, 10 de marzo de 2014

Del Libro George Orwell: A Life in Letters

Para Noel Willmett
18 de mayo de 1944
10ª Mortimer Crescent NW6
Querido Sr. Willmett,
Muchas gracias por su carta. Usted pregunta si el totalitarismo, la adoración al líder, etcétera, están en ascenso y propone que aparentemente no están creciendo en este país ni en Estados Unidos.
Debo decir que creo, o temo, que, tomando al mundo en conjunto, estos elementos se están expandiendo. Hitler, sin duda, desaparecerá pronto, pero sólo a expensas del fortalecimiento de (a) Stalin, (b) los millonarios anglo-americanos y (c) todas las clases de pequeños fuhrers como De Gaulle. Todos los movimientos nacionales en el mundo, incluso los que se originan en resistencia a la dominación alemana, parecen tomar formas no democráticas, para agruparse alrededor de un fuhrer superhumano (Hitler, Stalin, Salazar, Franco, Gandhi, De Valera son varios ejemplos) y adoptar la teoría de que el fin justifica los medios. En todas partes, el mundo se mueve hacia economías centralizadas, las cuales pueden “trabajar” en un sentido económico pero que no están organizadas en un sentido democrático y que tienden a establecer un sistema de castas. A la par van los horrores del nacionalismo emocional y la tendencia a desconfiar de la existencia de la verdad objetiva porque todos los hechos tienden a encajar con las palabras y profecías de un fuhrer infalible. Ahora la historia ha dejado de existir, por ejemplo, no existe tal cosa como una historia de nuestros tiempos que pueda ser aceptada universalmente, y las ciencias exactas están en peligro debido a que la necesidad de los militares deja de mantener a la gente dentro de los límites. Hitler puede decir que los judíos comenzaron la guerra, y si sobrevive escribirá la historia oficial. Él no puede decir que dos más dos son cinco, porque para los fines de, digamos, la balística, tienen que ser cuatro. Pero si se realiza el tipo de mundo al que le temo, un mundo de dos o tres superestados que son incapaces de conquistarse el uno al otro, dos más dos podrían ser cinco si el fuhrer así lo quisiera. Ésa, según veo, es la dirección en la que nos estamos moviendo, y, por supuesto, el proceso es irreversible.
En cuanto a la inmunidad comparativa de Estados Unidos y Gran Bretaña. Cualquier cosa que los pacifistas, etc., puedan decir, no nos hemos vuelto totalitarios aún y este es un síntoma muy saludable. Creo profundamente, como he explicado en mi libro El león y el unicornio y otros ensayos, en el pueblo inglés y en su capacidad de centralizar su economía sin destruir su libertad en el proceso. Pero uno debe recordar que Gran Bretaña y Estados Unidos no han sido realmente puestos a prueba, no han conocido la derrota o el sufrimiento extremo, y hay malos síntomas para equilibrar los buenos. Para empezar, tenemos la indiferencia general ante la decadencia de la democracia. ¿Se da cuenta de que, por ejemplo, que nadie en Inglaterra menor de 26 años ha votado y que hasta ahora nadie haya podido ver a la gran masa de gente de esta edad a la que no le importa un carajo esto? Luego, está el hecho de que los intelectuales son más totalitarios en comparación con la gente normal. En conjunto, la intelligentsia inglesa se ha opuesto a Hitler, pero sólo al precio de aceptar a Stalin. La mayoría de ellos están perfectamente preparados para los métodos dictatoriales, policía secreta, falsificación sistemática de la historia, etcétera, siempre y cuando no sientan que eso está de “nuestro” lado. En efecto, la declaración de que no hemos tenido un movimiento fascista en Inglaterra quiere decir que los jóvenes, en este momento, están buscando a su fuhrer en otro lado. Uno no puede estar tan seguro de que eso no cambiará; tampoco de que la gente común no pensará en diez años como los intelectuales piensan ahora. Espero que no lo sean, confío en que no lo sean, pero si es así, lo será al precio de un conflicto. Si uno simplemente proclama que todo es en pos de lo mejor y no señala los siniestros síntomas, uno sólo ayuda a la llegada del totalitarismo.
Usted también me pregunta si pienso que la tendencia del mundo es hacia el fascismo, ¿por qué apoyo la guerra? Es una elección de males —Me imagino que toda guerra es eso. Sé suficiente del imperialismo inglés para que no me guste, pero lo preferiría antes de apoyar el nazismo o el imperialismo japonés, como el mal menor. De manera similar, apoyaría a la Unión Soviética contra Alemania porque creo que la Unión Soviética no puede del todo escapar de su pasado y retiene suficientes ideas originales de la Revolución para transformarla en un fenómeno un poco más esperanzador que la Alemania Nazi. Yo pienso, y he pensado desde que la guerra comenzó, en 1936 aproximadamente, que nuestra causa es mejor, pero que tenemos que mantenerla mejor, lo que involucra constante criticismo.
Suyo sinceramente,
Geo Orwell
Lee online o descarga  1984 

domingo, 26 de enero de 2014

Hace 22 años...


UN ACUERDO NACIONAL

Venezuela vive momentos de la mayor importancia y de inmensas consecuencias para el futuro. Lo que está en juego, simplemente, es salvar el sistema democrático y hacer las rectificaciones necesarias para enmendar errores y asegurar el funcionamiento de un régimen eficiente de libertades y derechos. 

La crisis no es solamente política, aunque, tal vez, en este aspecto se manifieste de manera más dramática y percep­tible, sino que combina otros muchos aspectos, acaso más difíciles de resolver, que abarcan la estructura del Estado, la economía, la ejecución del presupuesto y la moral pública. Es necesario lanzar una mirada al pasado inmediato para entender las razones y características de esta situación crítica. 

La inmensa riqueza producida por la explotación del petróleo en un país de modestas proporciones por su población y por su economía, como era la Venezuela de comienzos de este siglo, produjo inmensas distorsiones y la pérdida total de la noción de los parámetros dentro de los cuales una sociedad puede crecer y desarrollarse sanamente. La situación legal hizo que esa inmensa riqueza quedara enteramente en manos del Estado y que los presupuestos nacionales, sobre todo a partir de los años 70, pudieran multiplicarse por millares de veces de una manera delirante. Los gobiernos a los que les correspondió enfrentar este grave problema de la abundancia no ganada ni producida por el trabajo nacional sucumbieron a la tentación del gasto fácil y del providencialismo gubernamental. El Estado sustituyó, literalmente, a la nación. Podría decirse, paradójicamente, que en Venezuela el Estado no vivía de la nación sino que la nación llegó a vivir del Estado. La malhadada coincidencia de esta súbita y aparentemente inagotable riqueza con una filosofía política predominante que era, por esencia, estatista, intervencionista, populista y vagamente socializante, determinó que la nación entera dependiera económicamente del Estado y que el Estado, a su vez, representara el papel de un pródigo e improvidente distribuidor de dinero fácil. 

En una u otra forma, todas las actividades del país terminaron por estar subsidiadas al través del Estado por la riqueza petrolera. Esto provocó la fatal alteración de los factores del proceso económico. Los costos y los precios dejaron de ser los reguladores del mercado, de la producción y del empleo para ser sustituidos por infinitas formas de subsidio, por las que el consumidor terminaba pagando menos del costo real y el productor se compensaba con los subsidios y protecciones que le otorgaba el Estado. Esto condenaba a la economía y a la sociedad venezolanas a una fragilidad mortal. Un descenso significativo y prolongado del ingreso petrolero podría significar el colapso económico y social del país. 

Fue esto, precisamente, lo que ocurrió cuando hace pocos años los precios del petróleo dejaron de subir continuamente y se inició un descenso que todavía no parece detenerse y que en el caso de Venezuela se puede definir en términos simples y trágicos: el ingreso petrolero por cabeza de habitante, que llegó a ser de la magnitud de 1700 dólares, ha descendido en un proceso rápido al nivel de 400 dólares. 

La abundancia exponencial de la riqueza petrolera no sólo adulteró todos los mecanismos de la economía sino que, al mismo tiempo, creó una realidad política y social sobre bases falsas. Los partidos que controlaron al Estado todopoderoso cayeron fatalmente en un clientelismo desenfrenado y en la pérdida casi total de la noción de las bases ciertas de la vida económica y del proceso social. Junto a eso, en una inextricable mezcla, tenía que aparecer en mil formas el fenómeno de la corrupción; un Estado imprevisor, para quien los costos y los resultados económicos significaban muy poco y que podía compensar con nuevas dádivas y aportes las continuas pérdidas no podía estar preparando para encarar adecuadamente las nuevas exigencias que la realidad económica había planteado de manera urgente. 

Lo que está planteado en Venezuela en esta hora es una grande y difícil empresa nacional de reforma y rectificación, que va a exigir mucha comprensión de todos los sectores sociales y no poca voluntad de sacrificio. En este cuadro tan negativo, que podría llevar a las más pesimistas conclusiones, ha surgido, igualmente, un hecho positivo de la más alta significación. En las manifestaciones públicas, en los sondeos de opinión, en los planteamientos que han venido haciendo los distintos sectores sociales aparece, como nota constante, la voluntad reiterada y firme de sostener y defender un régimen genuinamente democrático. Nadie ha propuesto soluciones de violencia, ningún sector ha asomado siquiera la posibilidad de patrocinarlas y, como las voces de un coro unánime, lo que surge de todo el conjunto es el firme deseo de que, por un acuerdo nacional, se evite la ruptura violenta y se llegue a la adopción de medidas prontas y eficaces de efectiva rectificación. 

Si los dirigentes políticos no se percatan de la excepcional significación y de la extraordinaria oportunidad que esta situación representa y no aportan sinceramente toda su colaboración para ese acuerdo, estarían asumiendo la inmensa responsabilidad de las soluciones de fuerza, que pudieran surgir si este estado de cosas se prolongara peligrosamente.

Arturo Uslar Pietri, 1992 (Golpe y Estado en Venezuela)

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