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lunes, 9 de junio de 2014

LA VENGANZA DEL PESIMISMO O EN BUSCA DEL OPTIMISMO CIVIL / Luis Castro Leiva*

     Con obcecada insistencia solemos los venezolanos visitar nuestro pasado para hallar en él causas de orgullo o humillación que puedan explicar la limi­tada y frustrante factura que, por costumbre perceptiva, parece brindamos nuestro trato diario con el presente. En esto, con todo y no ser originales, sí lo somos en alguna medida.
     Una serie de lugares comunes en la historia de la retórica y en la historia del mundo occidental se han establecido en la historiografía de nuestros anales —los cuales hemos convenientemente anidado en la «ensayística», su género literario preferido— para acostumbrarnos a cultivar un gusto, algo morboso, por cierto, de creernos o sabernos inmersos en perpetuo «estado de crisis» como individuos, personas y república. 
    Por ejemplo, en 1937 (un año antes de la publicación del folleto de Mijares), las élites de poder, los intelectuales venezolanos, el país entero, todos amanecieron, se nos dijo, perplejos y desconcertados, envueltos en una «crisis de hombres». Retrospectivamente no deja de ser irónico que el epicentro moral de aquella crisis fuese de «virilidad». La ironía luce obvia: para esa fecha estaban frescas en la conciencia colectiva y en la vida políti­ca las huellas que dejara el dictador —el supermacho— recién muerto luego de casi tres décadas de paz «benemérita». Sólo así, sugiero, se hace más que comprensible que culturalmente la «hombría» de emularlo, sucederlo y reemplazarlo —como mito, realidad política y moral— fuese un peso enorme para una élite integrada, en su mayoría, por los devotos servidores de aquel gran muerto de botas puestas18. 
     Por más disposición que aquella élite tuviese para romper con su pasado de seguridad, miedo y oprobio, que disfrutó la paz de aquella hombría, no parece sorprendente, dice uno hoy, que se percibiese una carencia de hombres de aquella misma talla capaces de enrumbar el país hacia una paz civil como antes lo hiciera por la fuerza el «taita».
     Mario Briceño-Iragorry, en su Mensaje sin destino, vióse obligado a aten­der el poder de la alarmante «crisis de hombres» que expresara el general López Contreras. La respuesta del ensayista, «moralizante», fue la de argüir que no era aquella una crisis de «capacidades» sino, por lo contrario, la expresión de una quiebra de responsabilidades de los funcionarios públicos del momento. Éstos, dijo, no tenían «sentido de responsabilidad». Y así, desarrollando sus ideas, Briceño-Iragorry llegó a amontonar crisis tras crisis: a una de «hombres» y otra de «sentido de responsabilidad», les sobreimpuso una suplementaria. Asistíamos a otra crisis mayor, acaso una más grave que todas las demás: la «crisis de pueblo»19.
Dábase entonces con la médula del «pesimismo»: cuando el pueblo está enfermo, la soberanía también20.
     Pero acaso consciente de los abusos que el recurso a tanta «crisis» supo­nía, y valiéndose de ello, Briceño-Iragorry profirió este lamento: « ¡Cuántas veces tendré necesidad de escribir la palabra y de exponer el concepto de cri­sis!»21. Cincuenta y un años después, esa necesidad retórica no parece perder su fuerza. A juzgar por la «opinión pública», la república luce «sentimental­mente» igual y el cansancio que causa la invocación de crisis sigue tan patente en su persistente inutilidad persuasoria; la percepción de vivir en «crisis» es el pan retórico de cada día.
     Pareciera entonces que nuestra cultura tiene costumbre de querer vivir en crisis, por lo común siempre la «peor» o la «única» de la historia. Tanto hemos aprendido a abusar del concepto —al cual recurrimos con fruición y regamos de exageraciones— que rara vez consentimos en pensar y afirmar que ya no estamos en crisis o que habríamos superado alguna, digamos la que se nos habría atravesado de última en el camino22.. Así, al igual que mis ascen­dientes, he visto invocar una proliferación de crisis tal que si la suma de algunos de sus efectos acumulados fuese la mitad de lo terrible que reclama la vehemencia puesta en su denuncia, tal vez Venezuela fuese la Atlántida.
     Las especies de crisis son variadas, las hay de las generaciones, del capi­talismo, de la religión católica, de la burguesía venezolana, del marxismo, de la revolución, de la identidad nacional, de la universidad, de nuestra lengua, cultura, sanidad, agricultura, deporte, ecología, hasta llegar a la más reciente de todas, la de la democracia y su sistema político. ¿Exageración? No, sim­plemente hábitos de cultura indicativos y tal vez de indolencia espiritual; todo lo cual quizás sea un rasgo revelador tanto de las prácticas culturales de nuestra sociedad como de un modo preferido de identidad individual en ella: el esplendor de una ambición romántica.
     Pero no abogo aquí por eliminar el uso de la expresión «crisis»; ni trato de erradicar las posibilidades que ofrece en historiografía. Tampoco intento prescribirle públicamente al entendimiento nacional el «buen uso» del con­cepto. Mi propósito es sencillo, apenas sugerir dos cosas:
     Primero, colocar en perspectiva histórica el uso de aquel expediente retórico, señalando así el confuso alcance que tiene la reiteración del tópico y sugerir con ello cómo el recurso es parte del «estilo argumentar» de nues­tra «ensayística» moral; cómo en ocasiones la literatura sirve para orientar, otras para confundir, y casi siempre para adornar de patetismo el «moralismo» que hallo preponderante en nuestra cultura23.. Unas veces se lo emplea para resolver problemas morales y políticos de alguna monta, otras para crear «prejuicios» en contra del uso razonable de nuestras facultades mentales en historia, otras para exaltar el sinsentido, la desmesura o la sinrazón.
     Segundo, mostrar cómo la recurrencia obsesiva de la idea de crisis —sal­vando la exageración o la ignorancia que pudiera haber en su empleo— expresa un desasosiego genuino, un rasgo de paranoia y deseo de catarsis cultural que tal vez tenga algo que ver con un anhelo profundo de moral y política en el «alma del venezolano» para articular sus menesterosidades humanas: la necesidad de sentirnos capaces de confiar en nuestra identidad política y moral para determinarnos en la hechura de nuestra propia historia, la confesión de que tal vez no podemos hacerlo y la convicción de que ello lo debemos hacer de un solo golpe de mano o de suerte, o de ambas cosas.
     Desde hace mucho tiempo en Venezuela, en Latinoamérica, en la América española, la historia, sea como «arte» o disciplina científica, habría estado llamada a servir de «fuente» o «fanal» para suministrar razones, motivos y causas, justas o injustas, en la conducción de nuestras vidas24. El orgullo y la vergüenza, la conciencia de esa pasión poderosa y la conciencia de aquel complejo sentimiento reflexivo, respectivamente, nos siguen animando, en moral y política, para causar «pesimismo» u «optimismo» en nuestros esta­dos de ánimo colectivos o individuales. Basta cualquier frustración cotidiana —por ejemplo, la más ligera espera ante una oficina pública o una alteración de la paz de carácter menor, el funcionamiento errático de algún semáforo—, para que el putativo ciudadano que tenemos a flor de piel, ese Catón que siempre llevamos por dentro, despierte rugiendo su «moralismo» en la ira santa de un civismo contenido. Pero esa ira inicial, explosiva, pronto se tro­ca en resentimiento. Y una vez allí, combinadas en tal estado de ánimo moral la idea de justicia y la conciencia de vergüenza visceral, en una fu­sión moral y políticamente «jazzística», nos hacemos los intérpretes de una sed de justicia universal. Clamamos por ella ante el semáforo vacilante y delatamos, denunciando con nuestra frustración, una falla esencial de nues­tra polis: la ausencia de leyes y civilidad humanas de nuestras costumbres. De esta forma y desde los muros de la idea de esta ciudad atemporal que moralmente anhelamos y que vemos como trascendente y desmentida en la realidad, liberamos, acompasada y sucesivamente, la ejecución percutante y enloquecida del «poder censor» y el «poder catárquico» de que he hablado en desgarrado intento por erradicar la profundidad de miles de males conjura­dos por la percepción de nuestra historia.
    El poder censor llueve improperios sobre las circunstancias, reclama justicia, condena malhechores y se ufana de conocer la trama oculta de la negligencia criminal. Luego, poco a poco, apaga su incendio sagrado hasta caer en un spleen basado en la condena que el afectado fatídicamente atribuye a la fibra moral del pueblo, a nuestro destino: todo lo que debe ser y pudiera así haber sido no fue, no es ni lo será nunca; simplemente no servi­mos. El conductor hace colapsar su destino ante el impávido parpadeo del semáforo de su vergüenza. 
     La ocasión se hace entonces propicia para inventar definiciones acerca de nosotros mismos, «esencias» que, vituperando, proferimos en contra de no­sotros mismos apelando al testimonio y presencia imaginaria de un «especta­dor universal» ubicado en otro espacio y tiempo («en cualquier país civilizado esto no sería así», «en otros países más desarrollados esto no ocurre», etc.).
     A la inversa, y a veces para compensar estos descensos tan profundos al infierno depresivo de nuestra fatídica condición inmoral, no faltan exaltados partidarios de un espíritu totalmente contrario al descrito. El mismo «espec­tador universal», como lo llamara Adam Smith, que ayer contemplaba insen­sible nuestra miseria humana ante la perfidia escondida en un semáforo, deviene ahora en celoso y entusiasta vocero de glorias patrias universales. La patria o su ciudadano, contemplados desde esta perspectiva triunfal, se ven realizando res gestae ante las gradas del juicio universal, a la espera de su consecuente reconocimiento.
   Una y otra actitud, la censora —denigratoria— y la exultante —exculpatoria— se alternan en nosotros como los contrarios de un pesimismo y optimismo político y moral. No obstante, puestos a comparar entre ambas actitudes, quizás podamos convenir en que la actitud pesimista es, con todo, la más común.
     Como se puede deducir, es claro que nuestros esfuerzos y logros, y la relación que éstos tienen con nuestra identidad política y moral (lo que equi­vale a decir nuestra concepción de la práctica humana) dependen, a su vez, de las prácticas culturales de evaluación que han entronizado en el tiempo esos mismos estados de ánimo en nuestra conciencia colectiva y representa­ciones sociales. ¿Por qué es ello así? ¿Qué razones históricas e historiográficas podríamos aducir para considerar reflexivamente estas creencias que expresan tan marcada tendencia al «odio» a nosotros mismos (siendo el caso que parece ser más o menos «natural» que uno se ame a sí mismo y ame la fuente de su identidad política y moral, su república)? El asunto es decisivo para apreciar los grados de humanidad de nuestra cultura; su calidad espiri­tual deriva de ello.

18. Como se ha observado con agudeza recientemente, el Gómezalato no se puede explicar por el mero terror o miedo al autócrata. Es precisa una explicación cultural y socialmente más densa de esa larga dominación. Sobre esto véase Femando Coronil, The Magical State, University of Chicago Press, 1997.
19. Mario Briceño-Iragorry, Mensaje sin destino, ensayo sobre nuestra crisis de pueblo. Caracas, Tipografía Americana, 1951.
20. La misma crisis la observa el mismo autor en pleno proceso político y antes de la llamada Revolución de Octubre. Véase Mario Briceño-Iragorry, «El perfeccionamiento de la vida integral de pueblo», en Palabras
de humanismo. Biblioteca de Temas y Autores Trujillanos, Caracas, 1983, pp. 250-251.
21. Briceño-Iragorry, ob. cit., p.10.
22. Manuel Caballero, Las crisis de la Venezuela contemporánea. E. Monte Ávila     Editores, Caracas. 1998 (en imprenta).
23. Por «moralismo» entiendo algo muy especial: una forma específica de concebir la moral, centrada en la pro­fusión y el riguroso imperativo cumplimiento de deberes, usualmente cívicos, provenientes, en su mayoría, de un «republicanismo» cívico-humanista, diluidamcnte estoico, cuando no kantiano, en sus exigencias de cumpli­miento. No resulta extraño, en este sentido, que el «heroísmo» individual o colectivo sea un tópico privilegiado para mostrar el carácter sublime que supone actuar de conformidad con ese ideario. Sobre esto véase, por ejem­plo. Luis Castro Leiva, Ese Octubre nuestro de todos los días. Caracas, Fundación celarg, Caracas, 1995.
24. Sobre esto y el variado uso de metáforas que historiográficamente han sido empleadas en el pasado y en el presente, véase Luis Castro Leiva (comp.), Usos y abusos de la historia en la teoría y en la práctica política, Colección Idea, Caracas, 1988.


*Luis Castro Leiva en el prólogo de “La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana” del maestro Augusto Mijares pp. XV-XIX

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