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viernes, 24 de febrero de 2012

En defensa del neoliberalismo/Paul Johnson/2005

No se puede negar que Europa sea una entidad enferma y que la Unión Europea como institución se encuentre en crisis. Pero ninguno de los remedios actualmente en discusión pudiera remediar esto. Lo que debía deprimir a los partidarios de la unidad europea tras el rechazo de su propuesta constitución por Francia y Holanda no es tanto el naufragio de este ridículo documento sino la respuesta que ha dado la dirección a la crisis, especialmente en Francia y Alemania.

Jacques Chirac reaccionó nombrando como Primer Ministro a Dominique Villepin, un frívolo playboy que nunca ha sido electo para nada, y es más conocido por su opinión de que Napoleón debió de haber ganado la batalla de Waterloo y seguir gobernando Europa. Gerhard Schroeder de Alemania simplemente incrementó su retórica antiamericana. Lo que es notoriamente evidente en la elite de la UE no es sólo la falta de capacidad intelectual sino una obstinación y una ceguera rayana en la imbecilidad. Como dijera el gran poeta europeo Schiller: “Hay un tipo de estupidez con el que hasta los dioses luchan en vano.”

Hay tres debilidades fundamentales que la UE tiene que superar si quiere sobrevivir. En primer lugar, ha tratado de hacer demasiado, demasiado rápidamente y en demasiado detalle. Jean Monet, arquitecto de la Comunidad del Carbón y el Acero, el modelo original de la UE, siempre dijo: “Eviten la burocracia. Guíen, no dicten. Reglas mínimas.” Se había criado y había aprendido a detestar la Europa del totalitarismo, en la que el comunismo, el fascismo y el nazismo competían para tratar de regular cada aspecto de la existencia humana. El reconocía que el instinto totalitario yace profundo en la filosofía y la mentalidad europea – en Rosseau y Hegel así como en Marx y Nietzche – y tiene que ser combatida con toda la fuerza del liberalismo, que él sabía estaba enraizado en el individualismo anglosajón.

En realidad, durante toda una generación, la UE ha estado marchando en la dirección opuesta y ha creado su propio monstruo totalitario que vomita literalmente millones de regulaciones invadiendo todo rincón de la vida económica y social. Los resultados han sido nefastos: Una inmensa burocracia en Bruselas, cuyos departamentos están clonados en todas las capitales miembros. Un enorme presupuesto que enmascara una corrupción sin precedentes que nunca ha sido examinada por auditores, y que ahora es fuente de resentimiento por parte de los países que pagan más de lo que reciben. Y, sobre todo, la reglamentación de las economías nacionales en una escala totalitaria.

La filosofía de la UE, en la medida en que tiene una, está sintetizada en la palabra “convergencia.” El objetivo es hacer todas las economías nacionales idénticas a un modelo supuestamente perfecto. Esto es, en realidad, la fórmula perfecta para el estancamiento. Lo que hace funcionar al sistema capitalista, lo que mantiene dinámicas sus economías es precisamente lo nuevo, lo insólito, lo excéntrico, lo innovador que surge de la inagotable creatividad de la naturaleza humana. El capitalismo prospera en la ausencia de reglas o en la capacidad de darles la vuelta.

De aquí que no sea sorprendente que Europa, que creció rápidamente en los años 60 y 70, antes de que la UE entrara a andar, haya ido perdiendo fuerza desde que Bruselas tomó su dirección e impuso la convergencia. Ahora está estancada. Las tasas de crecimiento de 2% son raras, con la excepción de Gran Bretaña que fue Thatcherizada en los años 80 ha seguido desde entonces el modelo americano del libre mercado. Un crecimiento lento o casi nulo, agravado por el poderío de los sindicatos, encaja bien con el sistema de Bruselas e impone ulteriores restricciones al dinamismo económico. Las pocas horas de trabajo y los enormes costos de la seguridad social han producido un elevado desempleo, más de 10% en Francia y todavía más alto en Alemania, más alto que en ningún momento desde la Gran Depresión que trajo a Hitler al poder.

Es natural que un alto y crónico desempleo genere una cólera depresiva que encuentra muchas expresiones. En la Europa de hoy, algunas de ellas son es el antisemitismo y el antiamericanismo. Otra es un índice de nacimientos excepcionalmente bajo, más bajo en Europa que en ninguna otra aparte del mundo con la excepción de Japón. Si esta tendencia se mantiene, la población de Europa (excluyendo a las Islas Británicas) será inferior a la de Estados Unidos para mediados de siglo: menos de 400 millones, con un tercio de esa cifra compuesta por mayores de 65 años.

El ascenso del antiamericanismo, una forma de irracionalismo deliberadamente estimulada por los señores Schroeder y Chirac, que creen que les gana votos, es particularmente trágico porque las tempranas etapas de la UE tuvieron sus raíces en la admiración por la forma americana de hacer las cosas, y la gratitud por la manera en que EEUU había salvado a Europa primero del nazismo y luego (bajo el presidente Harry Truman) del Imperio Soviético, gracias al Plan Marshall en 1947 y la creación de la OTA en 1949.

Los padres fundadores de Europa - el mismo Monnet, Robert Schumannen Francia, Alcide de Gasperi en Italia y Honrad Adenauer en Alemania – era todos fervorosamente pro-americanos y estaban ansiosos por hacer posible que los pueblos europeos disfrutaran de los niveles de vida de Estados Unidos. Adenauer en particular, asistido por su brillante ministro de Economía Ludwig Erhard, reconstruyó la industria y servicios alemanes, siguiendo el modelo más liberal posible. Este fue el origen del “milagro económico” alemán en el que las ideas americanas jugaron un papel determinante. El pueblo alemán floreció como nunca antes en su historia, y el desempleo bajó a niveles sin precedentes. La decadencia del crecimiento alemán y el actual estancamiento datan de cuando sus líderes le dieron la espalda a EEUU y siguieron el modelo francés de “mercado social.”

Todavía hay otro factor fundamental en el malestar europeo. Europa no sólo le ha vuelto la espalda a EEUU y al futuro del capitalismo sino también a su propio pasado histórico. Europa fue esencialmente una creación del matrimonio entre la cultura greco-romana y el Cristianismo. Bruselas los ha rechazado a ambos. No hay mención de los orígenes cristianos de Europa en la lamentable constitución, y el Parlamento Europeo en Estrasburgo ha insistido en que un católico prácticamente no puede ocupar el cargo de Comisionado de Justicia de la UE.

De igual manera, lo que más choca al observador sobre el funcionamiento de Bruselas es su asfixiante e insufrible materialismo, El último estadista europeo que captó el contexto histórico y cultural de la unidad europea fue Charles de Gaulle. El quería “la Europa de las Patrias” (L’Europe des patries)” y en una de sus conferencias de prensa recuerdo haberlo oído referirse a “L'Europe de Dante, de Goethe et de Chateaubriand.” Lo interrumpí: “Et de Shakespeare, mon General?” Estuvo de acuerdo: “Oui! Shakespeare aussi!”

Ningún dirigente de la elite de la UE usaría ese lenguaje en la actualidad. La UE carece de contenido intelectual. Los grandes escritores no tienen ningún papel que jugar en ella, ni siquiera indirectamente, ni grandes pensadores o científicos. No es la Europa de Aquino, Lutero o Calvino, o la Europa de Galileo, Newton e Einstein. Hace medio siglo, Robert Schumann, el primero de los padres fundadores, frecuentemente se refería en sus discursos a Kant o a Thomas More, a Dante y al poeta Paul Valery. Para él – lo dijo explícitamente – construir Europa era “una gran tarea moral.” Hablaba de “El Alma de Europa.” Esos pensamientos y expresiones no encuentran eco en la Bruselas de hoy.

En síntesis, la UE no es cuerpo vivo, con espíritu y alma. Y, a no ser que encuentre esas dimensiones inmateriales pero esenciales, pronto será un cuerpo muerto, el simbólico cadáver de un continente agónico.


lunes, 20 de febrero de 2012

Octavio Paz/La casa de la presencia/Apéndices/

Ningún prejuicio más pernicioso y bárbaro que el de atribuir al Estado poderes en la esfera de la creación artística. El poder político es estéril, porque su esencia consiste en la dominación de los hombres, cualquiera que sea la ideología que lo enmascare. Aunque nunca ha habido absoluta libertad de expresión —la libertad siempre se define frente a ciertos obstáculos y dentro de ciertos límites: somos libres frente a esto o aquello—, no sería difícil mostrar que allí donde el poder invade todas las actividades humanas, el arte languidece o se transforma en una actividad servil y maquinal. Un estilo artístico es algo vivo, una continua invención dentro de cierta dirección. Nunca impuesta desde fuera, nacida de las tendencias profundas de la sociedad, esa dirección es hasta cierto punto imprevisible, como lo es el crecimiento de las ramas del árbol. En cambio, el estilo oficial es la negación de la espontaneidad creadora: los grandes imperios tienden a uniformar el rostro cambiante del hombre y a convertirlo en una máscara indefinidamente repetida. El poder inmoviliza, fija en un solo gesto —grandioso, terrible o teatral y, al fin, simplemente monótono— la variedad de la vida. «El Estado soy yo» es una fórmula que significa la enajenación de los rostros humanos, suplantados por los rasgos pétreos de un yo abstracto que se conviene, hasta el fin de los tiempos, en el modelo de toda una sociedad. El estilo que a la manera de la melodía avanza y teje nuevas combinaciones, utilizando unos mismos elementos, se degrada en mera repetición.

Nada más urgente que desvanecer la confusión que se ha establecido entre el llamado «arte comunal» o «colectivo» y el arte oficial. Uno es el arte que se inspira en las creencias e ideales de una sociedad; otro, el arte sometido a las reglas de un poder tiránico. Diversas ideas y tendencias espirituales —el culto de la polis, el cristianismo, el budismo, el Islam, etc. — han encarnado en Estados e Imperios poderosos. Pero sería un error ver el arte gótico o románico como creaciones del Papado o la escultura de Mathura como la expresión del imperio fundado por Kanishka. El poder político puede canalizar, utilizar y —en ciertos casos— impulsar una corriente artística. Jamás puede crearla. Y más: en general su influencia resulta, a la larga, esterilizadora. El arte se nutre siempre del lenguaje social. Ese lenguaje es, asimismo y sobre todo, una visión del mundo. Como las artes, los Estados viven de ese lenguaje y hunden sus raíces en esa visión del mundo. El Papado no creó el cristianismo, sino a la inversa; el Estado liberal es hijo de la burguesía, no está de aquél. Los ejemplos pueden multiplicarse. Y cuando un conquistador impone su visión del mundo a un pueblo —por ejemplo: el Islam en España— el Estado extranjero y toda su cultura permanecen como superposiciones ajenas hasta que el pueblo no hace suya de verdad esa concepción religiosa o política. Y sólo entonces, es decir: hasta que la nueva visión del mundo no se Convierte en creencia compartida y en lenguaje común, no surgen un arte o una poesía en las que la sociedad se reconoce. Así, el Estado puede imponer una visión del mundo, impedir que broten otras y exterminar a las que le hacen sombra, pero carece de fecundidad para crear una. Y otro tanto ocurre con el arte: el Estado no lo crea, difícilmente puede impulsarlo sin corromperlo y, con mis frecuencias, apenas trata de utilizarlo lo deforma, lo ahoga o lo convierte en una máscara.

domingo, 5 de febrero de 2012

¿Hacia un capitalismo popular? / René Sédillot / 1967



El dinero es el nervio de la vida, aun antes de ser el de la guerra. Y si, desde que existe, obsede el espíritu del hombre y el de la mujer, porque con su poder abarca todo lo necesario y todo lo superfluo de la existencia material (Evelyne Sullerot)



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