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lunes, 23 de julio de 2012

El caudillismo



El origen de la palabra es latino —el diminutivo de caput, cabeza—, pero entre nosotros eso quiere decir alguien que ejerce un liderazgo especial por sus condiciones personales. Generalmente el caudillo surge cuando la sociedad deja de tener confianza en las instituciones. Es ese político concreto, con una cara y una voz, que aparece cuando «falla» el sistema. Es alguien al que le atribuimos un liderazgo que lo pone por encima de nuestras instituciones y leyes porque la esencia del caudillismo es precisamente ésa: no son iguales ante las normas. Pueden saltarse los reglamentos a la torera porque ésa es la demostración de su singularidad. Por otra parte, los caudillos pesan mucho más que sus propios partidos. Pesan tanto, que a veces los aplastan…

…otra modalidad de caudillo -con un amplio respaldo popular- es el electo democráticamente. Es decir, una figura autoritaria a la que el pueblo, con cierta dosis de irresponsabilidad, le entrega el Estado a sabiendas de que no respetara la Constitución vigente ni tendrá en cuenta los derechos de las minorías. Incluso, es probable que para eso mismo le dieran sus votos, para que gobernara a su antojo, pues ésa es la función de los caudillos: tomar personalmente y de manera inconsulta las decisiones que afectan al conjunto de la sociedad; sustituir la voluntad popular por la de una persona a la que se le atribuyen todas las virtudes y talentos, y en cuyo beneficio la mayoría o una sustancial cantidad de ciudadanos abdica de sus facultades de pensar por cuenta propia.

¿Por qué los caudillos son «fabricantes de miseria»? En primer término, porque al no tener frenos constitucionales, inevitablemente confunden los bienes públicos con los propios y disponen de ellos con absoluta impunidad… 

Todos los caudillos latinoamericanos, en mayor o menor medida, han actuado de forma similar, dilapidando insensiblemente los recursos del Estado al carecer de cualquier clase de control… Sin embargo, acaso el más «caro» —el que más le ha costado a su pueblo— de todos los caudillos latinoamericanos ha sido Fidel Castro, siempre con sus faraónicos proyectos en el bolsillo de la chaqueta verde oliva, sin importarle el costo o la factibilidad real de sus fantasías. Nada menos que cien mil millones de dólares le entregó la URSS en forma de subsidios a lo largo de treinta años —una suma ocho veces mayor que el Plan Marshall con que Estados Unidos reconstruyó Europa tras la Segunda Guerra Mundial—, y con ese dinero Moscú y Castro sólo lograron que Cuba se convirtiera en uno de los países más pobres del continente.

FABRICANTES DE MISERIA (1998) / Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa

lunes, 16 de julio de 2012

EL REMEDIO QUE MATA


El Estado representa el bien común frente a los intereses privados que sólo buscan su propio enriquecimiento.

¡Qué bien suena esta afirmación! El perfecto idiota latinoamericano la propaga en foros y balcones suscitando inmediatos aplausos. Y realmente, a primera vista, parece un concepto plausible. Le permite, además, al idiota latinoamericano presentarse como un hombre de avanzada, haciendo suya una idea cara al populismo de este continente: si la pobreza es el resultado de un inicuo despojo perpetrado por los ricos; si los pobres son cada vez más pobres porque los ricos son cada vez más ricos; si la prosperidad de éstos tiene como precio el infortunio de los primeros, nada más natural que el Estado cumpla el papel justiciero de defender los intereses de la inmensa mayoría de los desposeídos frente a la inaudita voracidad de unos cuantos capitalistas. A fuerza de repetir esta aseveración, que vibra como una meridiana verdad en el aire febril de las plazas públicas, el perfecto idiota termina creyéndosela. Si la dijese sin considerarla cierta, sería un cínico o un oportunista, y no simplemente un idiota refutado contundentemente por la experiencia concreta.

Toda la historia de este siglo, en efecto, confirma a este respecto un par de verdades. En vez de corregir desigualdades, el Estado las intensifica ciegamente. Cuanto más espacio confisca a la sociedad civil, más crece la desigualdad, la corrupción, el despilfarro, el clientelismo político, las prebendas de unos pocos a costa de los gobernados, la extorsión al ciudadano a base de altas tributaciones, tarifas costosas, pésimos servicios y, como consecuencia de todo lo anterior, la desconfianza de este mismo ciudadano hacia las instituciones que teóricamente lo representan. Es ésta una realidad palpable en la mayor parte de nuestros países.

Si el idiota repite un postulado desmentido por los hechos, es sólo porque está embrujado por una superstición ideológica. Los males del Estado son para él sólo coyunturales: se remediarían poniendo aquí y allá funcionarios honestos y eficientes. No es un problema estructural. El Estado debe hacer esto o lo otro, repite a cada paso utilizando generosamente ese verbo, el verbo deber, con lo cual expresa sólo un postulado, una quimera, quizás una alegre utopía. El perfecto idiota no acaba de medir toda la distancia que existe entre el verbo deber y el verbo ser, la misma que media entre el ser y el parecer. Nos pinta al Estado como un Robin Hood, pero no lo es. Lo que les quita a los ricos se lo guarda y lo que les quita a los pobres, también.

Lee el Capitulo V del Manual del perfecto idiota latinoamericano / 1996

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