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martes, 26 de junio de 2012

Suum cuique tribue

El bien en política es la justicia[1] y la  definición de Ulpiano  de la justicia, que se ha convertido en tradicional dentro de la corriente clásica del pensamiento es: “Dar a cada uno lo suyo.” (“Suum cuique tribue”). La democracia nació en el Ática y Aristóteles la consideró como hija de una idea fecunda, pero acechada por grandes peligros. “Las dos bases fundamentales de la democracia” son “la libertad y la igualdad”. Y Aristóteles saca como conclusión, que, “cuanto más completa sea esta igualdad en los derechos políticos, tanto más se mantendrá la democracia en toda su pureza”.[2] Introduce el concepto de Ley y  la define como algo que depende “del dictamen de la mayoría” precisando que justamente, eso es lo que caracteriza a un sistema de gobierno cuya constitución sea “democrática”.[3] “La ley reina soberanamente”, pero traspasa la soberanía a la multitud, que remplaza a la ley; porque entonces la decisión popular, no la ley, resuelve todo. Esto es debido a la influencia de los demagogos”.[4]
Por lo tanto se podría argumentar, que Aristóteles ya habla de la importancia de un gobierno limitado. Y que él considera que la única forma de preservar al otro valor de la democracia, es decir, a la libertad, es por medio de la ley.
  “En efecto, en las democracias en que la ley gobierna, no hay demagogos, sino que corre a cargo de los ciudadanos más respetados la dirección de los negocios. Los demagogos sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía.


[1] Aristóteles, “La Política”, Ediciones Universitarias –Bogotá, Libro Tercero, cap. VII, “Continuación de la teoría de la soberanía”, p. 104.
[2] Aristóteles, op. cit. Libro sexto, cap. IV, “Especies diversas de democracia”, p. 182.
[3] Ibídem.
[4] Ibídem.

jueves, 21 de junio de 2012

LA GLOBALIZACIÓN

La globalización es la expansión humana sobre la Tierra y sus consecuencias étnicas, culturales, económicas, sociales y políticas. La globalización es un fenómeno natural, compromete la totalidad del mundo y es irreversible. Su influencia define la modernidad y abre paso a la posmodernidad. La globalización es el más amplio marco de referencia en que se desenvuelve el género humano en la actualidad. 

En el mundo contemporáneo los 6.300 millones de habitantes experimentamos la globalización. Las comunicaciones, la guerra, la justicia, el terrorismo, la publicidad, la propaganda, la liberación femenina, la moda, la trata de blancas, la economía, el hambre, la miseria, el lujo ostentoso, están globalizados. 

Las Naciones Unidas y la Comisión Jurídica son expresiones, política y jurídica, de la globalización; constituyen parte de un gobierno mundial, comprometen a todas las naciones del planeta. Estamos obligados a apoyar esas instituciones y contribuir a elevarlas al más alto grado de eficiencia. Para hacerlo disponemos de una red mundial de comunicaciones instantáneas y de refinada tecnología de transporte. Podemos incitar a la población a dar un paso renovador y entrar resueltamente a la posmodernidad entendida como el cambio de fondo de cuestiones básicas de la modernidad. 

La globalización promueve la homogenización de las culturas. Pero, al tiempo, las obliga a ser más nítidas, a diferenciarse más, a acentuar los contrastes. Los pueblos están llamados a profundizar sus identidades culturales. (Alberto Mendoza Morales)




“Se ha globalizado todo menos nuestra voluntad. La democracia ha sido confinada sola al estado nación. Permanece en la frontera nacional, maleta en mano, sin pasaporte.” (George Monbiot 2003:1)

sábado, 9 de junio de 2012

Muerte y Política / Aníbal Romero

Es inhumano manipular la muerte, tanto el empeño de un individuo en hacer de la muerte un rito colectivo como el intento de muchos para procurar el ocultamiento, convirtiendo la muerte en una herramien­ta dirigida a asegurar el poder, asegura Aníbal Romero, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Simón Bolívar. 

El cadáver del Cid Campeador fue montado a caballo para ganar una batalla. Mucho más tarde, en nuestra tierra, se decía que la novedad del fallecimiento de Juan Vicente Gómez fue escondida por unos días, para anunciarla un 17 de diciembre y vincularle de algún modo a la muerte de Bolívar. Y los totalitarismos socialistas del siglo XX nos acostumbraron a los embalsamamientos, a la manera de los faraones egipcios. Lenin, Mao, Ho Chi Minh, y Kim Li Sung yacen en mausoleos, preservando la memoria de sus desmanes.

En todos esos y otros casos se aplican las reflexiones que hizo un gran pensador alemán, Martin Heidegger, en su extraordinario libro de 1927, Ser y Tiempo. Por un lado, Heidegger insiste que cada ser humano debe asumir el morir "por sí mismo". La muerte, escribe, "en la medida que ella es”, es por esencia cada vez la mía". Por otra parte añade: "Es cierto que la muerte se nos revela como pérdida, pero más bien como una pérdida que experimentan los que quedan".

La muerte es un episodio hondamente personal, de cada individuo. Algunas muertes tienen un significado amplio, pero ello no elimina su esencia última para cada cual. Y lo interesante de los ejemplos mencionados es que nada sabemos acerca de lo que experimentaron esos personajes; tan sólo tenemos indicios sobre la perdida que sintieron los que quedaron y aún quedan.

Es inhumano manipular la muerte y es inhumano jugar con la vida. Lo que hoy contemplamos en Venezuela es doblemente condenable desde un punto de vista ético. Merece condena el empeño de un individuo en hacer de la muerte un rito colectivo, sin tomar en cuenta la responsabilidad que en efecto tiene hacia una ciudadanía que le trasciende, y que permanecerá después de que él ya no esté. Merece igualmente condena el intento de muchos para procurar el ocultamiento, convirtiendo la muerte en una herramien­ta dirigida a asegurar el poder.

Es condenable que un ser humano enarbole el desafío personal con la muerte como si se tratase de un teatro en el que, presuntamente, él no es sino otro actor que más tarde, acabada la función, se despojará del maquillaje e irá por la vida como si nada hubiese pasado. Y es condenable que los seguidores del protagonista principal hagan lo posible por impedir que su despedida del mundo sea "cada vez, la suya", y no la de los ambiciosos que pretenden prolongarse en el mando.

Adolfo Hitler hizo de su muerte un teatro, pero la asumió con decisión y sin plegarías públicas. Con otro gesto que expuso la oscuridad de su alma, quiso destruir en esa etapa final lo que quedaba de su nación, para que nada le sobreviviese. Salvando las distancias, en nuestro país observamos un manifestacion parecida de voluntad por encima de las instituciones, de las tradiciones, de los intereses y valores de un pueblo que aspira a la paz y la reconciliación, pero que está sujeto a los vaivenes de un proceso en el que representa un papel secundario, como un títere inerme dentro de una sombría escenografía sin sentido ni rumbo.

Más allá de las ambiciones y el miedo, lo que ahora vive Venezuela es poco digno, pues pone de manifiesto un profundo irrespeto hacia que es fundamental en el ser humano: la posibilidad de que su paso por el mundo culmine como "cada vez el mío". Y es indigna la actitud de los presuntos sucesores del régimen, que hacen tras bastidores movidas en nombre de una "revolución" cuya vacie­dad, mediocridad, esterilidad elocuente y dolorosa quedarán inequívocamente de manifiesto, una vez que el viento se lleve la polvorienta hojarasca de estos tristes días.


Publicado en EL NUEVO PAÍS, Sábado 09/Junio/2012

lunes, 4 de junio de 2012

SEPARACION DE PODERES / Fernando Savater

La ventaja política de la democracia sobre los demás sistemas de gobierno no consiste en que los dirigentes elegidos democráticamente sean siempre mejores que los demás, sino en que mandan menos. Es decir, que nunca mandan en solitario y sin cortapisa posible porque tienen su poder limitado por otros poderes no menos legítimos que pueden obstaculizar o incluso frenar sus decisiones. La democracia es el sistema político que institucionaliza la desconfianza en los líderes y la vigilancia sobre ellos por distintos medios. El más importante de todos es la separación de los poderes ejecutivo (gobierno), legislativo (parlamento) y judicial, cuyo primer teorizador fue Montesquieu en el siglo XVIII. Cada una de estas instancias tiene su función propia, pero las dos últimas pueden y en muchos casos deben funcionar como cortapisas de la primera. Y en teoría la tercera, el poder judicial, no tiene como función decidir el camino a seguir por la comunidad ni decretar las normas a las que todos deben atenerse, sino simplemente aplicar imparcialmente el reglamento del juego democrático. Es decir ejercer como árbitros. 

Algunos son muy críticos con los jueces, diciendo que es el único de los tres poderes no sometido a elección democrática sino a cooptación profesional. Pero también es cierto que los jueces son los únicos que deben poseer una preparación específica para su cargo, lo que no ocurre con los gobernantes ni con los parlamentarios. Es decir, cualquiera puede ser ministro o miembro del parlamento (o votante en las elecciones generales, si vamos a eso), pero hacen falta determinados estudios y pruebas para llegar a ser juez. Por supuesto, este profesionalismo no garantiza su imparcialidad, pero en principio debería garantizar una vía distinta que la meramente ideológica para llegar al puesto. Sin duda los jueces tendrán cada cual su propia forma de pensar y también su carácter, con los vicios propios de la humanidad: vanidad, venalidad, ambición y todos los demás. Son seres humanos no mejores que los demás, pero tampoco peores: y es preciso recordar que los humanos estamos siempre en manos de nuestros semejantes, para bien y para mal. 

Uno de los males indudable de muchas democracias – entre ellas la española – es que los cargos de las más altas instancias judiciales dependen a fin de cuentas de imposiciones o pactos fruto del reparto parlamentario de escaños: en el Tribunal Supremo o en el Tribunal Constitucional los miembros han sido propuestos por los diferentes partidos y se muestran generalmente sumisos a su viciado origen, es decir, los que vienen propuestos por las izquierdas apoyan lo que desean las izquierdas y los que son deudores de la derecha se comportan como la derecha quiere. Un escándalo… aceptado como lo más normal del mundo. ¡La independencia de los jueces es de tal calaña que se sabe lo que van a decidir en cada caso antes de que se pronuncien! Y para colmo, en España, el ejecutivo tiene la atribución de nombrar al Fiscal General, lo cual – dada la habitual docilidad de los designados para este puesto, tanto por los gobiernos de derechas como de izquierdas – se convierte en una forma de manipular las iniciativas del poder judicial. Si alguna reforma institucional es necesaria en nuestro país, será sin duda la que corrija en la medida de lo posible esta esclavización de lo judicial a lo legislativo y ejecutivo. Y ello a pesar de que los políticos no dejen de decir que los jueces no deben meterse en política…, sobre todo cuando contrarían alguna de las políticas por ellos propuestas. 

En una palabra: sin árbitros, no hay juego posible. Y en el juego democrático, para gran parte de las cuestiones esenciales, los jueces son los árbitros necesarios. Lo difícil es instrumentar las medidas a fin de que sea lo más difícil posible “comprarlos” ideológicamente… 

FERNANDO SAVATER: DICCIONARIO DEL CIUDADANO SIN MIEDO A SABER. Ariel (Barcelona), 2007, 88 páginas.

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