La cultura de la negación del otro es un problema de larga data. La relación histórica con el otro-distinto-de-sí-mismo ha sido de constante negación: nació con la Conquista, mutó durante la Colonia, y se prolongó de diversas formas con la República y con las distintas fases históricas que vivieron las sociedades latinoamericanas.
Esta negación tiene varias facetas: por un lado, las élites diferencian al otro de sí mismas y lo desvalorizan proyectándolo como inferior (mujer, indio, negro mestizo, marginal urbano, campesino, etc.); también, el otro puede ser un extranjero, percibido como amenaza desde “afuera” a la propia identidad (aunque, paradójica mente a la vez que las élites niegan a ese otro exterior, también se han identificado con él de manera acrítica y emuladora, en especial cuando este es europeo o norteamericano). Desde el punto de vista del “negado”, este vínculo también se vive con más de una faceta: a veces este introyecta dicha negación y cercena su propia identidad; otras, la vive como una asimilación deseada, pero nunca plenamente realizada. Pero también se construye una identidad en los conflictos, en la resistencia y la asimilación crítica. Gran parte de los movimientos de afirmación cultural comparten esta última tendencia.
Esta negación de la diferencia ha sido el principal límite cultural a la paz, la democracia y la plena vigencia de los derechos humanos en América Latina. Ha obstaculizado un proyecto integrador de la modernidad, en tanto se introyecta en su versión más restringida: como descalificación de las culturas no secularizadas, no católicas, no modernizadas y no blancas. La comunidad construida a partir del proyecto ilustrado primero, y modernizador después, está poblada de discriminaciones internas que impiden la difusión universal en el ejercicio de la ciudadanía (y con ello, la plena vigencia de los derechos humanos). En gran medida esta mecánica excluyente de la modernización se explica por su precedente: la negación del otro fue construida de modo sistemático en la Conquista, la evangelización y la Colonia, y no se resolvió por completo con las revoluciones republicanas.
La contracara de la negación del otro es un amplio y variado tejido multicultural latinoamericano, producto de un largo proceso histórico de resistencia y creación. Las diversas identidades y sus organizaciones de distintas fuentes –pueblos originarios, afrolatinoamericanos, eurolatinoamericanos, y de diferentes partes del mundo– han constituido una fuerza cultural que, en interacción con ellas mismas, conformaron un tejido multicolor y diverso, principal patrimonio de nuestras sociedades. Se trata de una compenetración intercultural, una suerte de “asimilación creativa” de la modernidad precisamente desde este patrimonio cultural genuino. Hoy este tejido enfrenta nuevos conflictos y desafíos. Nuestra hipótesis es que la principal barrera para superar, bajo la democracia, la dialéctica de la negación del otro consiste en superar los patrones actuales e históricos de desigualdad.
La desigualdad y la exclusión social encuentran un precedente cultural en la negación del otro, pero además la incorporan en los efectos excluyentes de las políticas económicas ejecutadas durante décadas. Desde el punto de vista conceptual, la desigualdad y la exclusión se complementan y refuerzan con una desigualdad compleja que en códigos de la política constructivista se traduce en la construcción de un nuevo campo de conflictos originado por la búsqueda de un orden más plural y justo.
En esta perspectiva, la igualdad es fruto de una evaluación de las relaciones sociales preexistentes en una sociedad. La igualdad y la noción misma de justicia son el resultado de una construcción colectiva de la comunidad política, siendo precisamente la propia sociedad deliberante, en sus múltiples diversidades, la que interpreta y da sentido a esta igualdad. En otras palabras, sólo en deliberación cobra sentido una visión y una práctica de la igualdad. Si bien se reconoce que en muchos planos y aspectos existe desigualdad social fruto de las características de la lógica misma del poder, en el plano de la política existiría una comunidad de ciudadanos que por lógica tienden a la igualdad. Dicho de otro modo, se busca que los actores deliberantes sean conscientes de sí mismos como sujetos capaces para tomar decisiones con otros sobre el tipo de orientaciones que pueda tener la sociedad (Miller y Walzer, 1995; Walzer, 1998).
Se trata de la construcción de una acción colectiva argumentativa que permita optimizar el logro de intereses particulares en la medida en que se amplían al conjunto social. Es un proceso cuyos resultados serán más efectivos cuanto mayor sean las oportunidades de una vasta gama de actores. El bien común, en tanto se construye con otros en espacios públicos deliberativos, es algo que beneficia a todos. En consecuencia, es un procedimiento que da sentido a la práctica política porque es legítimo y eficiente para tomar decisiones (Sen, 1999).
La política constructivista entre distintos actores puede ser entendida como una práctica que permite intercambiar aspiraciones e intereses a partir de valores democráticos compartidos en el marco de una institucionalidad que despierte confianza y compromiso por parte de los actores. Este proceso supone que los diálogos e intercambios simbólicos se den en la búsqueda de un bien común que se sustente en la igualdad entre los deliberantes. Es decir, la agenda y el procesamiento de conflictos están orientados por una deliberación pública entre los participantes. Los problemas, desde esta óptica, se resuelven de manera colectiva a través de la argumentación y contraargumentación entre los involucrados, y por la capacidad de transformar tales ejercicios de discusión en agendas y resultados prácticos evaluables en conjunto. Esto cobra especial sentido en la región en las experiencias locales de deliberación y consenso más que en experiencias nacionales o globales.
La desigualdad priva de los derechos sociales básicos, tales como el derecho al trabajo, a una remuneración justa, y a la satisfacción de necesidades básicas de nutrición, vivienda y salud. No es de extrañar, pues, la emergencia de conflictos violentos al calor de un desarrollo tan inequitativo. Por el lado de los sectores más desfavorecidos, el escepticismo generado por las promesas incumplidas provoca tendencias a la frustración, a la anomia y a la violencia.
Como argumenta Galtung, cuando no se puede reconocer a un agresor lo que hay es violencia estructural, como la pobreza que produce sufrimiento y muerte prematura y es fruto de un modo de organizar la sociedad y de distribuir recursos y oportunidades o el recorte de libertades políticas, que no es una fatalidad sino una injusticia. […] La violencia cultural es una forma de daño que se expresa en creencias, valores, modos de pensar y de dirigir las acciones, que suelen convertirse en “sentidos comunes” e invitan a la violencia directa y/o intentan legitimar la violencia estructural. Es el caso del racismo, del machismo, del etnocentrismo, del odio religioso etc., que pueden ocasionar la destrucción del tejido social (Galtung, citado en UNIR, 2010).
Por el lado de los beneficiarios del progreso, esta violencia se asocia con la defensa de los beneficios de clase o de elite. Los golpes de Estado que de manera sistemática interrumpieron períodos de alta movilización social y pugna distributiva siempre han sido alentados, cuando no promovidos, por los grupos económicos de mayores ingresos. En este sentido, América Latina ostenta una triste historia en la que se entrelazan el terror de Estado y la preservación de sociedades estamentales. La violación de los derechos humanos no es pues sólo cosa de ideologías de la muerte o prevalencia de medios sobre fines, sino también la defensa a cualquier costo de los privilegios de minorías opulentas sobre mayorías populares. La facilidad con que estas minorías han apoyado regímenes de facto para preservar el statu quo también se liga con la larga tradición de exclusión cultural y negación del otro. Sin embargo, el resultado más penoso no sólo es el miedo cotidiano (del distinto o incluso a “sí mismo”) como rasgo estructural, sino la creación de una base social importante que reclama más violencia para mantener umbrales mínimos de seguridad ciudadana.
El autoritarismo y el miedo en América Latina no sólo se dan entre las élites sino que también están arraigados en la cultura de la sociedad. El autoritarismo es el producto de décadas de negación.