Hace mil años existió un monarca que se llamaba Canuto, que fue sucesivamente rey de Dinamarca y de Inglaterra, que realizó algunas cosas importantes, pero que ha quedado en la memoria de los hombres por un insólito episodio. El rey Canuto, como hombre de su tiempo, tenía una concepción mágica y animista del mundo y de la naturaleza, y poca o ninguna idea de que pudieran existir leyes que rigen los fenómenos naturales. El caso es que cierto día, por motivos que pueden ser debatidos, el rey Canuto decidió poner fin al daño que las altas mareas ocasionaban en algunos pueblos ribereños. Para ello se trasladó con su corte a la orilla del mar a la hora de la marea baja, levantó su trono, se sentó en él y, con el cetro en la mano y la corona en la cabeza, ordenó al mar que permaneciera en la baja marea. Varias horas estuvo el rey Canuto en su insólita ceremonia hasta que la marea ascendente llegó a los pies del trono, cubrió la silla y los cortesanos, asustados, tuvieron que sacar al rey en andas chorreando agua. De esta manera estrafalaria aprendió Canuto que había leyes naturales que para nada toman en cuenta la voluntad de los reyes.
Hoy sabemos mucho más de lo que hace mil años sobre las leyes naturales y hemos empezado a aprender bastante sobre esas otras oscuras leyes que rigen la conducta de los hombres en sociedad y que, en buena parte, son producto de su propia naturaleza.
El súbito y descomunal fracaso del sistema comunista en el mundo ha servido para poner de manifiesto que, como lo señalaron los economistas clásicos, existen también ciertas relaciones naturales que rigen la actividad de los hombres en sociedad, si no con la inquebrantable perfección de la gravitación universal, por lo menos con una innegable tendencia a permanecer y repetirse.
La actividad económica que describió Adam Smith con tanta penetración a fines del siglo XVIII revelaba a los ojos de los observadores ciertos mecanismos, ciertas relaciones necesarias, ciertas dependencias, que bien podían asimilarse a la condición de leyes naturales. Los economistas clásicos descubrieron que el mercado, ese lugar real o ideal donde los compradores y los vendedores se encuentran, tiende a establecer formas de equilibrio, continuamente corregidas, que permiten a mediano término la relación más justa entre compradores y vendedores. Esas leyes generales de la oferta y la demanda se pueden reducir a tres: a) el precio tiende a subir cuando a un nivel dado la demanda excede a la oferta. Inversamente, tiende a bajar cuando la oferta excede a la demanda; b) un alza en el precio tiende a disminuir la demanda y a aumentar la oferta. Inversamente, una baja en el precio produce el efecto contrario de aumentar la demanda y disminuir la oferta; y, por último, c) el precio tiende a situarse a un nivel en que la demanda es igual a la oferta o se acerca lo más posible a ese punto. Estas leyes son las piedras angulares de la teoría económica y el haberlas ignorado deliberadamente es una de las causas mayores del fracaso del modelo soviético.
Como el rey Canuto, los planificadores centrales de los países socialistas tuvieron que toparse continuamente con la tenaz resistencia de las realidades sociales y con la dura verdad de que los precios no pueden ser fijados, sino que deben ser el resultado de las fluctuaciones de la oferta y la demanda, aun en condiciones imperfectas.
No va a ser fácil que los países latinoamericanos, que por decenios desdeñaron la economía libre y se afiliaron en muchas formas al modelo planificado soviético, no encuentren serias dificultades para alcanzar una rectificación a fondo en su política económica. El contraste entre los países de economía de mercado, generalmente prósperos, y los de economía intervenida y planificada, generalmente en dificultades, no permite ninguna duda y lo aconsejable es hacer a tiempo las reformas necesarias para no encontrarse, en alguna forma, en el ridículo caso del rey Canuto
Arturo Uslar Pietri / Golpe y Estado en Venezuela / 1992