El Estado representa el bien común frente a los intereses
privados que sólo buscan su propio enriquecimiento.
¡Qué bien suena
esta afirmación! El perfecto idiota latinoamericano la propaga en foros y
balcones suscitando inmediatos aplausos. Y realmente, a primera vista, parece
un concepto plausible. Le permite, además, al idiota latinoamericano
presentarse como un hombre de avanzada, haciendo suya una idea cara al populismo
de este continente: si la pobreza es el resultado de un inicuo despojo
perpetrado por los ricos; si los pobres son cada vez más pobres porque los
ricos son cada vez más ricos; si la prosperidad de éstos tiene como precio el
infortunio de los primeros, nada más natural que el Estado cumpla el papel
justiciero de defender los intereses de la inmensa mayoría de los desposeídos
frente a la inaudita voracidad de unos cuantos capitalistas. A fuerza de
repetir esta aseveración, que vibra como una meridiana verdad en el aire febril
de las plazas públicas, el perfecto idiota termina creyéndosela. Si la dijese
sin considerarla cierta, sería un cínico o un oportunista, y no simplemente un
idiota refutado contundentemente por la experiencia concreta.
Toda la historia de
este siglo, en efecto, confirma a este respecto un par de verdades. En vez de
corregir desigualdades, el Estado las intensifica ciegamente. Cuanto más
espacio confisca a la sociedad civil, más crece la desigualdad, la corrupción,
el despilfarro, el clientelismo político, las prebendas de unos pocos a costa
de los gobernados, la extorsión al ciudadano a base de altas tributaciones,
tarifas costosas, pésimos servicios y, como consecuencia de todo lo anterior,
la desconfianza de este mismo ciudadano hacia las instituciones que
teóricamente lo representan. Es ésta una realidad palpable en la mayor parte de
nuestros países.
Si el idiota repite
un postulado desmentido por los hechos, es sólo porque está embrujado por una superstición
ideológica. Los males del Estado son para él sólo coyunturales: se remediarían
poniendo aquí y allá funcionarios honestos y eficientes. No es un problema
estructural. El Estado debe hacer esto o lo otro, repite a cada paso utilizando
generosamente ese verbo, el verbo deber, con lo cual expresa sólo un postulado,
una quimera, quizás una alegre utopía. El perfecto idiota no acaba de medir
toda la distancia que existe entre el verbo deber y el verbo ser, la misma que
media entre el ser y el parecer. Nos pinta al Estado como un Robin Hood, pero
no lo es. Lo que les quita a los ricos se lo guarda y lo que les quita a los pobres,
también.
Lee el Capitulo V del Manual
del perfecto idiota latinoamericano /
1996