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lunes, 16 de julio de 2012

EL REMEDIO QUE MATA


El Estado representa el bien común frente a los intereses privados que sólo buscan su propio enriquecimiento.

¡Qué bien suena esta afirmación! El perfecto idiota latinoamericano la propaga en foros y balcones suscitando inmediatos aplausos. Y realmente, a primera vista, parece un concepto plausible. Le permite, además, al idiota latinoamericano presentarse como un hombre de avanzada, haciendo suya una idea cara al populismo de este continente: si la pobreza es el resultado de un inicuo despojo perpetrado por los ricos; si los pobres son cada vez más pobres porque los ricos son cada vez más ricos; si la prosperidad de éstos tiene como precio el infortunio de los primeros, nada más natural que el Estado cumpla el papel justiciero de defender los intereses de la inmensa mayoría de los desposeídos frente a la inaudita voracidad de unos cuantos capitalistas. A fuerza de repetir esta aseveración, que vibra como una meridiana verdad en el aire febril de las plazas públicas, el perfecto idiota termina creyéndosela. Si la dijese sin considerarla cierta, sería un cínico o un oportunista, y no simplemente un idiota refutado contundentemente por la experiencia concreta.

Toda la historia de este siglo, en efecto, confirma a este respecto un par de verdades. En vez de corregir desigualdades, el Estado las intensifica ciegamente. Cuanto más espacio confisca a la sociedad civil, más crece la desigualdad, la corrupción, el despilfarro, el clientelismo político, las prebendas de unos pocos a costa de los gobernados, la extorsión al ciudadano a base de altas tributaciones, tarifas costosas, pésimos servicios y, como consecuencia de todo lo anterior, la desconfianza de este mismo ciudadano hacia las instituciones que teóricamente lo representan. Es ésta una realidad palpable en la mayor parte de nuestros países.

Si el idiota repite un postulado desmentido por los hechos, es sólo porque está embrujado por una superstición ideológica. Los males del Estado son para él sólo coyunturales: se remediarían poniendo aquí y allá funcionarios honestos y eficientes. No es un problema estructural. El Estado debe hacer esto o lo otro, repite a cada paso utilizando generosamente ese verbo, el verbo deber, con lo cual expresa sólo un postulado, una quimera, quizás una alegre utopía. El perfecto idiota no acaba de medir toda la distancia que existe entre el verbo deber y el verbo ser, la misma que media entre el ser y el parecer. Nos pinta al Estado como un Robin Hood, pero no lo es. Lo que les quita a los ricos se lo guarda y lo que les quita a los pobres, también.

Lee el Capitulo V del Manual del perfecto idiota latinoamericano / 1996

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