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miércoles, 1 de mayo de 2013

PARLAMENTO / Fernando Savater


En más de una ocasión se ha dicho que un parlamento democrático es algo semejante a la representación teatral – y por tanto incruenta – de una guerra civil. Lo propio del parlamento es el debate, la polémica, la crítica sin contemplaciones, el sarcasmo, incluso en ocasiones los malos modos, porque allí se enfrentan intereses sociales contrapuestos y visiones diferentes de lo que puede ser mejor para la comunidad. La unanimidad en ese foro es sospechosa de falta de libertad, salvo cuando se refiere a cuestiones esenciales del mantenimiento del sistema democrático mismo (respecto a los cuales, en efecto, el margen de libertad es bastante reducido). Claro que también debería ser el espacio público en que se demostrase con toda nobleza la disposición esencialmente democrática de la persona educada para convivir, es decir, la de resultar tan capaz de ser persuadido como de persuadir. ¡Qué magnífico sería escuchar a un parlamentario, dirigiéndose a su adversario: “Me ha convencido usted. Cambio el sentido de mi voto”! Pero supongo que la civilización (y la disciplina de partido, ese espejo de maniqueísmo detestable) aún no ha llegado a tanto… 

A veces se oyen en los medios de comunicación y en boca de los políticos recomendaciones de “diálogo” (por lo general para ser mantenido con organizaciones terroristas que entienden el diálogo como respuesta cortés a las amenazas) y se asegura que con diálogo se pueden resolver todos los problemas. Evidentemente, elogiar el diálogo en un régimen parlamentario es como cantar alabanzas de la natación a los peces. También es obvio que el diálogo no puede resolver todas las dificultades políticas porque precisamente hay problemas causados por quienes no quieren dialogar sino intimidar e imponer. Por lo común, se confunde “dialogar” con “negociar”. El diálogo es igualitario y amistoso, basado en el intercambio de ideas y en la persuasión; en cambio, la negociación se mantiene con adversarios, competidores o enemigos y se basa en el “¿qué me das tú para que yo te dé?” y en el “si tú no me haces daño, yo no te lo haré a ti”. Poco que ver lo uno con lo otro, desde luego. Es evidente que el Estado de Derecho no puede “dialogar” con terroristas, porque no están en su mismo plano político ni moral; ni siquiera puede “negociar” con ellos, salvo que asuman su renuncia definitiva a la violencia y abandonen el chantaje que practican contra la ciudadanía (véase TERRORISMO). Negarse a tales remedos de parlamentarismo supone precisamente mantenerse fiel a lo que significa la libertad parlamentaria de expresión. 

Por supuesto, es evidente que en sede parlamentaria no debe haber representantes de ningún partido que apoye la lucha armada o no la repudie claramente, es decir, gente que a la vez goce de los beneficios de la representación incruenta de la guerra civil de baja intensidad contra sus adversarios ideológicos. Tal es el sentido en España de la Ley de Partidos, que algunos se obstinan en no entender como democrática. Dicen éstos que las ideas no delinquen y que todas deberían estar representadas en las Cortes. Falso. Ciertas ideas (la inferioridad de unas razas o sexos frente al resto, por ejemplo, la licitud de la falsedad en documentos públicos o la “comprensión” de la lucha armada para defender proyectos políticos que sin tal coacción obtendrían poco respaldo público) no son ni legales ni aceptables en el debate institucional democrático. Quien no comprende esto no entiende de la misa la media (o sólo media misa, la que a él le beneficia) del juego parlamentario… y ello aunque sea catedrático de Derecho Constitucional. Los ciudadanos con entendimiento propio harán bien en no dejarse influenciar por tales cantos desafinados de sirena al respaldar sus opciones políticas.

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