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martes, 23 de julio de 2013

Bolívar era venezolano

Este hecho evidente y simple tiene muchas implicaciones significativas para lograr entender mejor su mentalidad y su carácter. Era un venezolano de muy vieja data, su primer abuelo llegó a la recién fundada Caracas cuando el siglo XVI desarrollaba lentamente sus últimos lustros. Puede decirse, literalmente, que su familia creció con el país y estuvo directamente mezclada a su historia. Gente de casas, solares y tierras de cultivo en los grandes valles cercanos a la capital de la provincia, en los campos de Aragua y en Barlovento, que abre su costa al mar de los contrabandistas. Fueron desde los inicios gente de Cabildo, encomienda y función de gobierno La primera vez que la pobre y olvidada provincia, se atreve a enviar un procurador ante la sacra y real majestad de Felipe II designa a Simón de Bolívar, a quien nuestros historiadores para distinguirlo de su hijo llaman el Viejo. Este Bolívar no era nativo del país, pero tiene mucho saber de premonición que la primera vez que la olvidada Gobernación va a presentar sus reclamos y esperanzas ante el señor de El Escorial este servicio lo haya prestado con toda propiedad y oficio el primer Simón Bolívar que aparece en nuestra historia.

De allí en adelante, la familia crece mezclada estrechamente a la provincia. Son dos siglos que transcurren en medio de todas las alternativas de la historia de la provincia hasta que nace el otro Simón Bolívar.

Pertenecían a la orgullosa casa de los blancos criollos, con viejos papeles de hidalguía de su origen vizcaíno y con fundadas aspiraciones a un título de nobleza. Parte fundamental del quehacer de tantas generaciones consistió en ocuparse del cultivo de la tierra en sus campos, de la vida política en el Cabildo, de las ceremonias de aparato en las grandes fechas, del trato diario con todas las formas de vida y de trabajo de la vasta tierra despoblada, con esclavos con indios, con peninsulares y canarios recién llegados, criados y formados en la rica y contrastada mezcla de las tradiciones españolas y las peculiaridades de la nueva tierra y sus habitantes. Eran leales súbditos del lejano rey, celosos de sus prerrogativas y privilegios, de sus grados de milicia, de su puesto en las ceremonias, pero hechos también al trato con los negros, los indios y los pardos, en las haciendas, en los vastos patios de las casas y en la intimidad del juego, la familiaridad y el trato diario. Hijos legítimos de criollas claustradas en sus hogares, entregadas a rezos y murmuraciones, y también de las ayas negras, iletradas, que les transmitían el tesoro de consejas, ritmos y saberes tradicionales que les eran propios.

Con todo lo que tenían de semejante y común las distintas partes del Imperio Español, estaba lejos de ser lo mismo haberse formado en Caracas que en Lima, en México o aun en Bogotá. Bastaría señalar dos hechos importantes para advertir la diferencia: la escasa presencia del indígena y contacto continuo y fácil con las colonias de ingleses, franceses y holandeses en el Caribe. En la Venezuela colonial no sólo no era visible la presencia de un imponente pasado indígena en monumentos sino que el elemento indígena puro era minoritario y en gran parte se había disuelto en un abierto proceso de mestizaje con el resto de la población. El contacto con las Antillas, que abarcaba todas las formas de cambio clandestino, desde el contrabando de mercancías hasta el de libros y desde la imitación de costumbres extranjeras hasta la diseminación rápida de noticias, ideas y novedades de toda clase provenientes directamente de los grandes centros de renovación cultural y política que eran París y Londres, Amsterdam y los recién formados Estados Unidos.

Todo esto creaba una circunstancia peculiar, que no se dio en igual grado en ninguna otra posesión continental de la corona española. Los viajeros que visitaron la Caracas de fines de siglo XVIII y comienzos del XIX, es decir aquella en que se formó Bolívar, aluden reiteradamente y de modo significativo al estado de ánimo de los habitantes de Caracas, a su gusto por la política, a su conocimiento de las novedades de Europa y a su deseo de estar al día en los grandes acontecimientos mundiales.

Todas esas peculiaridades locales marcaron a Bolívar y moldearon buena parte de su carácter. Al través de su correspondencia y de los testimonios de sus contemporáneos queda clara esta identificación con el medio natal y particularmente con Caracas. Advenía y revelaba, en el largo contacto con los criollos de media América, las diferencias de carácter y actitud que lo diferenciaban.

Había también en Bolívar, como en todo hombre creador, una perspectiva, un ángulo de visión, un juego de referencias y de condicionamientos que le venían de sus años de formación. De la condición de un caraqueño muy arraigado de fines del siglo XVIII, estas peculiaridades aparecen en sus acciones y reacciones, en todo lo que en él no es elaboración intelectual y cultura común.

Para comprenderlo mejor y explicarse muchas de sus respuestas al destino habría que partir de esa situación original y previa que no llega a desaparecer nunca, ni aun en las más inesperadas y remotas circunstancias.

Del prólogo de Arturo Uslar Pietri a  “El Libertador” de Augusto Mijares ( Edición de Petróleos de Venezuela, 1983)

miércoles, 3 de julio de 2013

EL LIBERALISMO COMO RESPETO AL PRÓJIMO Alberto Benegas Lynch (h)

Two worlds exist side by side. In one the struggle for power continues almost as it always has done. In the other it is not power that counts, but respect.

Theodore Zeldin/Senior Fellow, Oxford University/1994

Todos los seres humanos somos distintos desde el punto de vista anatómico, fisiológico, bioquímico y, sobre todo, psicológico. Tenemos distintas vocaciones, distintas inclinaciones y distintos proyectos de vida. Para que podamos convivir en una sociedad civilizada se hace imperioso el sistema pluralista, es decir, la aceptación de distintas valoraciones, distintos gustos y distintas preferencias siempre y cuando no se lesionen derechos de terceros. No se requiere que compartamos ni siquiera que comprendamos los proyectos de vida del prójimo, se necesita, eso sí, que se los respete. No cabe aquí el uso de la expresión “tolerancia” puesto que se trata de una extrapolación ilegítima del campo de la religión al del derecho. Los derechos no se toleran, se respetan. El recurrir a la expresión “tolerancia” implica cierto tufillo a arrogancia y presunción del conocimiento. Trasmite la idea de que algunos poseen la certeza y la verdad absoluta y deben tolerar los errores de otros.
La columna vertebral del liberalismo siempre fue el respeto irrestricto al prójimo desde que Adam Smith utilizó por primera vez esa expresión. Desde luego que esta corriente de pensamiento se basó en el método socrático, en la noción del derecho en Roma, en los escritos de Cicerón, y especialmente en la escolástica tardía y las obras de John Locke. De más está decir, que a partir de Adam Smith fueron muchas las teorías y los enfoques nuevos que enriquecieron y siguen enriqueciendo esa columna vertebral de respeto irrestricto al prójimo. La revolución marginalista de 1870 (especialmente a través de los trabajos de Carl Menger y Eugen Böhm-Bawerk) amplió notablemente el horizonte de los estudios de aquello que genéricamente puede llamarse liberalismo. Por esto es que no resulta procedente el recurrir al término “neoliberalismo” puesto que esto implicaría el sinsentido del neo-respeto. El ángulo de donde el liberal mira el conocimiento resulta especialmente importante. Nos encontramos en un mar de ignorancia y los pocos conocimientos que tenemos debemos someterlos a procesos permanentes de refutación y corroboraciones provisorias en un arduo camino que no tiene término. Probablemente la expresión que mejor ilustre la mente abierta del liberal es el lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba, un pensamiento resumido de Horacio que significa que no hay última palabra ni hay entre los mortales autoridad final. Del hecho de sostener que debemos estar alertas a refutaciones y corroboraciones siempre provisorias no se sigue una postura relativista o escéptica. Muy por el contrario, ambas posturas filosóficas se contradicen a si mismas. El afirmar que todo es relativo convierte a esa afirmación también en relativa y el sostener que nuestra mente no es capaz de aprehender la realidad, la declara incapaz para sostener esto último. Una cosa es sostener que existe la verdad y que una proposición verdadera significa la concordancia entre el juicio y el objeto juzgado y otra bien distinta es la postura de aquel que afirma poseer con certeza la verdad absoluta. El racionalismo constructivista ha hecho un enorme daño al pretender que el hombre puede diseñar lo que ha dado en llamarse la ingeniería social . Un proverbio latino ayuda a ilustrar la posición liberal de quien no tiene la certeza de la verdad absoluta y por ende deja margen para el debate y la refutación: ubi dubium ibi libertas, es decir, donde hay duda (conciencia de la propia ignorancia) hay libertad; por esto es que el espíritu totalitario cierra todo resquicio y todos los grifos del espíritu libre y la discusión abierta porque siempre “tiene la precisa” e impone sus valores “para bien de los demás”. Tal vez no haya advertencia más sabia que la expuesta en el Génesis en cuanto a los peligros de pretender el reemplazo de Dios por los hombres. Es una advertencia sobre los peligros que encierra la soberbia. Más aún, muchas veces afirmamos que no se debe “jugar a Dios”, pero en realidad se pretende ser más que Dios ya que ha puesto en nuestra naturaleza el libre albedrío que permite la salvación o la condena.


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