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miércoles, 3 de julio de 2013

EL LIBERALISMO COMO RESPETO AL PRÓJIMO Alberto Benegas Lynch (h)

Two worlds exist side by side. In one the struggle for power continues almost as it always has done. In the other it is not power that counts, but respect.

Theodore Zeldin/Senior Fellow, Oxford University/1994

Todos los seres humanos somos distintos desde el punto de vista anatómico, fisiológico, bioquímico y, sobre todo, psicológico. Tenemos distintas vocaciones, distintas inclinaciones y distintos proyectos de vida. Para que podamos convivir en una sociedad civilizada se hace imperioso el sistema pluralista, es decir, la aceptación de distintas valoraciones, distintos gustos y distintas preferencias siempre y cuando no se lesionen derechos de terceros. No se requiere que compartamos ni siquiera que comprendamos los proyectos de vida del prójimo, se necesita, eso sí, que se los respete. No cabe aquí el uso de la expresión “tolerancia” puesto que se trata de una extrapolación ilegítima del campo de la religión al del derecho. Los derechos no se toleran, se respetan. El recurrir a la expresión “tolerancia” implica cierto tufillo a arrogancia y presunción del conocimiento. Trasmite la idea de que algunos poseen la certeza y la verdad absoluta y deben tolerar los errores de otros.
La columna vertebral del liberalismo siempre fue el respeto irrestricto al prójimo desde que Adam Smith utilizó por primera vez esa expresión. Desde luego que esta corriente de pensamiento se basó en el método socrático, en la noción del derecho en Roma, en los escritos de Cicerón, y especialmente en la escolástica tardía y las obras de John Locke. De más está decir, que a partir de Adam Smith fueron muchas las teorías y los enfoques nuevos que enriquecieron y siguen enriqueciendo esa columna vertebral de respeto irrestricto al prójimo. La revolución marginalista de 1870 (especialmente a través de los trabajos de Carl Menger y Eugen Böhm-Bawerk) amplió notablemente el horizonte de los estudios de aquello que genéricamente puede llamarse liberalismo. Por esto es que no resulta procedente el recurrir al término “neoliberalismo” puesto que esto implicaría el sinsentido del neo-respeto. El ángulo de donde el liberal mira el conocimiento resulta especialmente importante. Nos encontramos en un mar de ignorancia y los pocos conocimientos que tenemos debemos someterlos a procesos permanentes de refutación y corroboraciones provisorias en un arduo camino que no tiene término. Probablemente la expresión que mejor ilustre la mente abierta del liberal es el lema de la Royal Society de Londres: nullius in verba, un pensamiento resumido de Horacio que significa que no hay última palabra ni hay entre los mortales autoridad final. Del hecho de sostener que debemos estar alertas a refutaciones y corroboraciones siempre provisorias no se sigue una postura relativista o escéptica. Muy por el contrario, ambas posturas filosóficas se contradicen a si mismas. El afirmar que todo es relativo convierte a esa afirmación también en relativa y el sostener que nuestra mente no es capaz de aprehender la realidad, la declara incapaz para sostener esto último. Una cosa es sostener que existe la verdad y que una proposición verdadera significa la concordancia entre el juicio y el objeto juzgado y otra bien distinta es la postura de aquel que afirma poseer con certeza la verdad absoluta. El racionalismo constructivista ha hecho un enorme daño al pretender que el hombre puede diseñar lo que ha dado en llamarse la ingeniería social . Un proverbio latino ayuda a ilustrar la posición liberal de quien no tiene la certeza de la verdad absoluta y por ende deja margen para el debate y la refutación: ubi dubium ibi libertas, es decir, donde hay duda (conciencia de la propia ignorancia) hay libertad; por esto es que el espíritu totalitario cierra todo resquicio y todos los grifos del espíritu libre y la discusión abierta porque siempre “tiene la precisa” e impone sus valores “para bien de los demás”. Tal vez no haya advertencia más sabia que la expuesta en el Génesis en cuanto a los peligros de pretender el reemplazo de Dios por los hombres. Es una advertencia sobre los peligros que encierra la soberbia. Más aún, muchas veces afirmamos que no se debe “jugar a Dios”, pero en realidad se pretende ser más que Dios ya que ha puesto en nuestra naturaleza el libre albedrío que permite la salvación o la condena.


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