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martes, 11 de noviembre de 2014

SENTIDO Y PORVENIR DEL ESTADO LIBERAL / AUGUSTO MIJARES/ 1938

A fines del siglo XVIII Libertad y Revolución llegan a ser sinónimos; así como hoy una minoría enloquecida cree que las aspiraciones de justicia social no podrán realizarse sino a través de una transformación radical y punitiva de toda la sociedad.
    Fue en aquellos momentos, y es en los actuales, el triunfo del jacobinismo: jacobinismo en los hechos, sanguinario y repugnante, o sólo en las ideas y en la prédica, igualmente penetrado de una terrible credulidad.
    Jacobinismo, del cual es inútil buscar causas individuales, pues es el extremo inevitable de toda renovación ideológica minoritaria, en su primera fase de combatividad.
    El problema de hoy es el de superar este nuevo choque anárquico de las corrientes renovadoras y de la resistencia tradicional, así como en el siglo XIX logró un orden político en que la libertad llegó a ser sinónimo de tolerancia y de convivencia constructiva después de haber sido sinónimo de jacobinismo y de anarquía.
    A fines del siglo XVIII y principios del XIX pareció que sólo los republicanos podían exhibirse como insospechables a los ojos de los amigos del pueblo. Defender, a la vez, la Monarquía y los derechos del ciudadano, era posición casi inconcebible; a lo menos, muy sospechosa.               
    Se reclamaban también definiciones políticas irrevocables y ruidosas. Ni el propio Mirabeau, a pesar de su «divinidad», hubiera podido hacer aceptar esta verdad, tan sencilla sin embargo, con que trataba en cierta ocasión de reducir a Robespierre: «Joven, la exaltación de los principios no es lo sublime de los principios».
    Para las «izquierdas» liberales no se podía obtener la renovación social sin romper totalmente con el pasado, armar las masas, entregarle todo el poder al  pueblo y rehacer el Estado bajo el imperio de leyes radicales, que limitaran sin contemplaciones el poder público y aseguraran la renovación popular de  todos los depositarios.
    Para las «derechas» monárquicas ese programa conduciría fatalmente a la demagogia, y no veían otro remedio que la conservación intransigente del  absolutismo y la represión por la fuerza de toda innovación.
    Una experiencia, llena de dolor y de sangre, se encargó de reducir ambos extremos. Dolor y sangre en las revoluciones temerarias, que casi siempre terminaron por una regresión al pasado y la pérdida de todos los sacrificios. Dolor y sangre también, aunque disimulados, en los regímenes absolutistas,  puesto que no era posible ya arrebatarle a los pueblos el ideal de mejoramiento y de propia dignificación con que se habían familiarizado.
    Y en ambos casos una misma inseguridad, igual forcejeo lleno de odios; anarquía manifiesta en las revoluciones, y anarquía latente, aunque no menos angustiosa, bajo el despotismo.

    Por esa vía el espíritu europeo alcanzó en el siglo XIX una de sus más hermosas conquistas espirituales: la tolerancia política.
    No exagero. También la tolerancia religiosa comenzó por ser un simple hecho, impuesto por crueles disyuntivas; y ha llegado a ser un principio moral superior. Apareció como una simple tregua exterior; y se convirtió  despues  en signo de depuración íntima, unido a las nociones más arraigadas de la dignidad individual y pública; un fanático del siglo xv la hubiera considerado como una claudicación; hoy sentimos que en ella hay más contenido religioso que en la ciega intransigencia con que la pasión humana creía defender la idea de Dios.
    Y la tolerancia política es en resumen sentido político, puesto que la  política en su acepción aristotélica de pacífica convivencia legal, tiene que ser eso: limitación recíproca.
    Según la expresión de nuestro Libertador saber considerar no solo lo que  es justo y lo que es útil, sino también lo que es oportuno.
    Pero la tolerancia política fue, además, un nuevo triunfo de las características fundamentales de la civilización occidental: concepto de que la vida es,  a la vez, progreso y orden; disciplina para la acción gradual, adecuada y efectiva; capacidad práctica, que supo encontrar frente a las nuevas realidades políticas, un mecanismo eficiente de adaptación progresiva.
    Esas son las conquistas y las condiciones esenciales de la cultura occidental que de nuevo están hoy en peligro.
    Su enemigo íntimo es el concepto antioccidental de las realizaciones mesiánicas; la esperanza mística de que un sistema político, un hombre, o determinada clase social, pueden redimir al mundo de la noche a la mañana y realizar el ideal de una nueva Humanidad.
    «Los judíos, dice San Pablo, piden para creer milagros, y los griegos razonamientos. El pueblo judío ha producido la religión y el pueblo griego la ciencia. Ha sido preciso dos razas diferentes para desenvolver principios de creencia tan opuestos.»
    Es una observación de Taine; y al aplicarla a las consideraciones que venimos haciendo, diríamos que la política durante el siglo XIX quiso ser ciencia, a la manera occidental; y después de la crisis espiritual de la gran guerra, ha adquirido el contenido de esperanzas y de transportes místicos de una nueva religión.
    Por eso —y en contradicción rotunda con las minuciosas previsiones del materialismo histórico— no fue el pueblo más industrializado, sino la Rusia, semiasiática, caótica y atormentada, la que inició esa desbandada trágica del misticismo político fuera del ágora crítico heredado de los griegos.
    Y los primeros en seguirla fueron los pueblos donde predominaban iguales características espirituales de vehemencia milagrera —España, en la misma línea; Italia, aparentemente en la opuesta— y la nación donde el sentido realista de la política estaba profundamente oscurecido por el viejo ideal casi religioso —sacrílego— de una misión universal y sobrehumana, Alemania.
    Por eso, también, la verdadera oposición al comunismo no está en las otras doctrinas totalitarias, sino en el régimen liberal, que representa el triunfo de la mesura, del espíritu crítico y del sentido práctico, característicos de la cultura occidental.
    Señalar tales o cuales defectos o deficiencias a los regímenes liberales y querer por ello condenar irrevocablemente el ideal del estado liberal, es la crítica más estúpida que puede hacerse.
    Porque, precisamente, la esencia del liberalismo consiste en no proponer dogmas políticos definitivos; en buscar lo mejor dentro de lo posible y lo oportuno; no es un régimen que ofrece milagros; nunca ha querido aparecer como perfecto, sino simplemente como perfectible.
    La comparación más adecuada que puede encontrársele entre las conquistas de nuestra civilización, es la del método experimental aplicado a las ciencias.
    Lo mismo que éste, representa la reacción del realismo analítico contra los abusos del dogmatismo racionalista y de la autoridad; y su posición inatacable es la de la prudencia reflexiva, que se dirige a un progreso gradual pero seguro.
    No siempre logrará el método experimental descubrir la verdad; pero sí puede, con relativa seguridad, excluir el error. No es un instrumento infalible para la conquista del conocimiento; pero representa el único camino que puede seguir el espíritu humano para libertarse de sus propias exageraciones y de ilusiones funestas.
    Errores, exageraciones de la soberbia e ilusiones de la imaginación, que en el campo de la política y dentro de los regímenes totalitarios —de izquierda o de derecha— son los que han convertido al mundo en un campo caótico de zozobras, de inconsecuencias y de crímenes.
    Es imposible prever hasta dónde pueden llegar un hombre o una doctrina, cuando se creen depositarios de la verdad política y autorizada para emplear toda la fuerza del Estado en realizar su pretendida misión.
    Aparte de que se despierta igual violencia entre los contrarios, y entonces hasta el propio lenguaje humano pierde todo sentido.
    Se abandona el régimen liberal de equilibrio —orden social de acción y reacción— y se acepta la quimérica estabilidad política de la fuerza y del personalismo. El dogmatismo sectario exige no solamente el servilismo, sino también la glorificación del servilismo. Las promesas más insensatas son valederas: la tiranía de una sola clase social, la tiranía de un solo Estado; sobre toda la humanidad, sobre todos los intereses humanos.
    Tiene que ser conscientemente desleal la crítica que ha querido hacerse del liberalismo político a base de un equívoco insostenible con el liberalismo económico, y tomando como esencia de éste su expresión literal más escueta: el laissez faire, laissez passer.
    De allí se pretende deducir que el Estado liberal, siglo xix, es anacrónico, porque resultaría impotente frente a la complejidad moderna de los problemas económicos.
    Para refutar en teoría ese equívoco, bastaría observar que el concepto de la propiedad como función social puede poner, por sí solo, en manos del Estado liberal una prerrogativa de intervención económica, tan eficaz como se quiera, sin que por eso sea preciso llegar a una reconstrucción totalitaria del Estado.
    En la práctica, los ensayos de Roosevelt en EE.UU. representan el abandono del liberalismo económico, conservando, sin embargo, completa fidelidad al liberalismo político.
    Y tenemos el caso de naciones vigorosas y prósperas —Suecia, Holanda, para no citar sino las europeas-— donde el liberalismo político no ha debilitado, en absoluto, la capacidad del Estado frente a las nuevas exigencias de la economía mundial.
    Claro que esto nos parece muy lejano y muy vago. Sí; porque leemos con avidez, todos los días, sobre los problemas económicos de Rusia, y discutimos encarnizadamente si somos o no somos «partidarios» de Franco o de Mussolini; pero nos interesa muy poco el estudio de los países donde comunistas y fascistas no se baten en escena. A pesar, sin embargo, de que es en esos países donde se decide el verdadero porvenir del mundo, porque las conquistas que ellos logren serán las únicas que podrán ofrecerse a los demás países hermanos como terreno firme de reconciliación y como posibilidades efectivas de justicia social.
    En cuanto al Estado liberal considerado como mero espectador de las luchas sociales y políticas, sin acción alguna sobre ellas —testigo pusilánime y ridículo— es otro equívoco a base de una definición literal que nunca se ha realizado. El objetivo es estrechar al liberalismo en esa posición pasiva para destruirlo a mansalva.
    Pero bastaría recordar que la creación liberal más típica y más fecunda del siglo xix —la que presidió Cavour en Italia— se hizo a la vez contra el despotismo tradicional de los pequeños Estados italianos y contra el republicanismo romántico de Garibaldi. Las derechas se apoyaban en la fuerza de un pasado multisecular y las izquierdas en un prestigio efectivo de heroísmo y desprendimiento. Sin embargo derechas e izquierdas fueron vigorosamente reducidas y se logró armonizarlas.
    Rescatemos del pasado esta realidad: libertad dirigida: ni las fórmulas simplistas de la credulidad judía, ni los poderes sobrehumanos y sacrílegos del mito germánico; la vida política —la vida toda— aceptada sin mutilaciones bochornosas y organizada por la imposición cotidiana de la acción inteligente; perfectibilidad aprovechada día a día.
    Esas realizaciones sí representan el espíritu europeo en su momento más feliz de lucidez; ese espíritu subsiste y lentamente reanudará su continuidad, inseparable ya del destino de la propia civilización occidental.
    No es cierto que todo el mundo se haya incorporado a la lucha insensata que las minorías totalitarias —valga el contrasentido— sostienen hoy en el viejo continente.
    Una gran parte de Europa y la América sajona prosiguen esforzadamente sus ensayos de renovación social y política, sin sacrificar las libertades adquiridas.
    La propia Francia, a pesar de todas las apariencias adversas, saldrá victoriosa de la lucha. Uno de sus más altos espíritus ha escrito «El Regreso de Rusia». Ese título será simbólico y augural: regresa de Rusia el espíritu occidental, y regresa con nostalgia —que es casi un arrepentimiento— de volver «a apreciar la inapreciable libertad de pensamiento de que todavía se disfruta en Francia... y de que a veces se abusa», según las propias palabras del autor.
Regreso del espíritu occidental hacia sí mismo: a la verdadera libertad, que es, sobre todo, objetivismo crítico, mesura valerosa y equilibrio.
    Por su parte, la América latina guarda un recuerdo muy reciente y muy trágico de lo que es el despotismo; y luchó mucho durante el siglo pasado por el gobierno deliberativo; no es fácil que lo sacrifique ahora, voluntariamente, en pos de nuevas promesas providencialistas.
Muchos de estos países saben, además, que a la vuelta de cualquier veleidad anárquica, pueden regresar a uno de esos devastadores personalismos, cuya experiencia es todavía, sobre sus carnes, llaga viva.

Este ensayo  apareció en la primera edición de La interpretación pesimista de la sociología hispanoame­ricana. Caracas: Coop. De Artes Gráficas, 1938, pp. 77-83

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