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viernes, 7 de octubre de 2011

Un asunto de poder desbordado/ John Trenchard, Thomas Gordon/Eduardo García Gaspar

Si en la misma naturaleza del poder está su tendencia inevitable a salirse de sus bordes, la historia presenta lecciones prácticas de cómo ese peligro siempre latente ha sido enfrentado, lo que es una lección para las siguientes generaciones. La preocupación por el poder excesivo no es nueva. Los romanos, habiendo sufrido las consecuencias de gobiernos desbordados, nos heredaron mecanismos para ese control. Trenchard y Gordon, ya en los principios del siglo 18, tomaron de nuevo esas lecciones de historia y nos reiteraron la advertencia de cuidar los límites del poder del gobierno, pues ello significa una pérdida de la libertad. Coincide la idea básica de un poder desbordado con el punto de partida de Montesquieu y su división de poderes: el poder siempre tiende a ser abusado. Si a esto se añade la idea de Tuchman, que afirma que el poder embrutece, se comprenderá la importancia de evitar el desbordamiento del poder: abusos cometidos por personas incapacitadas. La idea de Trenchard y Gordon corrobora ese riesgo natural de todo gobierno.
El primer punto es muy directo y sin andar por las ramas: sólo los límites que se le pongan a los gobernantes harán libres a las naciones. Si se carece de esos límites las naciones serán esclavas. Las naciones son libres donde los magistrados y gobernantes son confinados dentro de ciertas líneas dadas por los ciudadanos; y las naciones son esclavas donde esos magistrados y gobernantes siguen reglas establecidas por ellos mismos, de acuerdo con sus humores e incontinencias, lo que es la peor maldición que le puede suceder a un pueblo. El poder ilimitado es una cosa monstruosa y salvaje. Es posible que sea natural desear ese poder ilimitado, pero es igualmente natural oponerse a él. Más aún el poder ilimitado no debe ser dado a hombre alguno, por buenas y extraordinarias que sus intenciones sean. Los autores, por tanto, conciben al poder del gobernante como una amenaza potencial sobre los ciudadanos, una amenaza a la que se le deben poner cotos muy firmes para evitar que se salga de ellos. Ningún hombre por excelente que sea debe tener un poder exagerado.
Sigue el desarrollo de esa idea con la aseveración de que el hombre al que se le dé poder ilimitado, a pesar de lo que él desee, tendrá enemigos contra los que sólo su poder puede protegerlo. Los requerimientos de sus funciones y las dificultades de sus gestiones lo forzarán a la preservación de su poder y le harán cometer acciones expeditas, no previstas ni intencionales, las que él originalmente habría aborrecido. La historia nos muestra esto. Hay innumerables  casos de personas que teniendo poder se han atrevido a cualquier cosa con tal de mantenerse en él, aún las más detestables. Es raro el caso de quienes teniendo poder han renunciado a él. Todos han seguido en el poder mientras pudieron mantenerlo y renunciaron sólo cuando ya no lo tenían. Está en la naturaleza misma del poder, el salirse de sus límites y aprovechar toda ocasión para convertir poderes extraordinarios en normales. Ningún poder renuncia a sus facultades y ventajas voluntariamente. Y además, por naturaleza, el poder genera acciones malvadas.

Los autores mencionan ahora métodos para el control del poder, para poner límites a la esfera de acción del gobernante. Por esto recurren a los romanos, quienes sufrieron los excesos del poder y proveyeron remedios inteligentes para controlarlo. En esencia, cuando los romanos vieron que un poder crecía demasiado lo enfrentaron con otro. Ejemplo de esto es el balance de poder entre los cónsules y los tribunos, ambos eran elegidos sólo por un año. Más aún, si hubiera una intención sospechosa entre los tribunos, la única protesta de uno de ellos invalidaría la voluntad del resto. Para limitar el desbordamiento del poder, por tanto, había medidas de fragmentación de ese poder, con poderes divididos, pero también con el establecimiento de responsabilidades al final del término del gobernante. En efecto, los romanos ayudaban a preservar sus libertades también haciendo que los gobernantes, al final de su mandato, rindieran cuentas de su desempeño. Además de esto, los magistrados podían realizar apelaciones a la ciudadanía, un poder que fue usado con modestia y medida.

Otra manera de controlar el poder fue evitar la continuación del gobernante en el mismo puesto, una forma de fragmentar el poder en el tiempo. Esto fue señalado por Cicerón, con la idea de que ningún hombre que haya ocupado una cierta posición en el gobierno puede ocuparla de nuevo durante diez años. Los romanos, insisten los autores, eran muy cuidadosos de exigir cuentas tan pronto terminaba un gobernante su período. El gobernante debía presentar cuentas claras de su conducta y acciones, y muchas veces esos gobernantes fueron condenados confiscándoseles sus bienes. Estas eran maneras en las que los romanos cuidaban el crecimiento del poder de sus gobernantes. Y si acaso ese poder crecía más allá de lo gobernable, abolían ese poder. El poder dictatorial fue ocasionalmente aceptado y encontrado de gran utilidad bajo ciertas condiciones, pero él estaba limitado a ciertos meses y aún así el dictador no podía hacer todo lo que quería, pues estaba circunscrito por el juicio del pueblo. Los romanos llegaron a tener gran poder, en muchos territorios y con grandes ejércitos, por lo que creyeron que era en extremo peligroso dar poder ilimitado a un sólo sujeto. Aún así, el poder fue usurpado por Sula, después por César y de esta manera Roma perdió su libertad.

El mérito de los autores, por tanto, está en señalar que la misma naturaleza del poder gubernamental es tal que siempre va a tender a salirse de sus límites aprovechando toda ocasión y toda oportunidad. La conclusión lógica de los autores es tener mecanismos siempre presentes que eviten ese rebosamiento del poder del gobernante, que es la única manera de mantener la libertad del hombre.

Eduardo García Gaspar/Editor de ContraPeso.info

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