ANOTACION AL 23 DE AGOSTO DE
1944
Esta jornada populosa me deparo
tres heterogéneos asombros: el grado físico de mi felicidad cuando me dijeron
la liberación de Paris; el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no
ser innoble; el enigmático y notorio entusiasmo de muchos partidarios de
Hitler.
Sé que indagar ese entusiasmo el
correr el albur de parecerme a los vanos hidrógrafos que indagaban por que
basta un solo rubí para detener el curso de un rio; muchos me acusaran de investigar un hecho quimérico. Este, sin embargo,
ocurrió y miles de personas en Buenos Aires pueden atestiguarlo.
Desde el principio, comprendí que era inútil interrogar a los mismos
protagonistas. Esos versátiles, a fuerza de ejercer la incoherencia, han
perdido toda noción de que esta debe justificarse: veneran la raza
germánica, pero abominan de la América “Sajona”; condenan los artículos de
Versailles, pero aplaudieron los prodigios del Blitzkrieg; son antisemitas, pero profesan una religion de origen
hebreo; bendicen la guerra submarina, pero reprueban con vigor las piraterías
británicas; denuncian el imperialismo, pero vindican y promulgan la tesis del
espacio vital; idolatran a San Martin, pero opinan que la independencia de
América fue un error; aplican a los actos de Inglaterra el canon de Jesús, pero
a los de Alemania el de Zarathustra.
Reflexione, también, que toda incertidumbre era preferible a la de un
dialogo con esos consanguíneos del caos, a quienes la infinita repetición
de la interesante formula soy argentino
exime del honor y de la piedad. Además ¿no ha razonado Freud y no ha presentido
Walt Whitman que los hombres gozan de
poca información acerca de los móviles profundos de su conducta? Quizá, me
dije, la magia de los símbolos Paris y liberación es tan poderosa que
los partidarios de Hitler han olvidado que significan una derrota de sus armas.
Cansado, opte por suponer que la novelería
y el temor y la simple adhesión a la realidad eran explicaciones verosímiles
del problema.
Noches después, un libro y un
recuerdo me iluminaron. El libro fue el Man
and Superman de Shaw; el pasaje a que me refiero es aquel del sueño
metafísico de John Tanner, donde se afirma que el horror del Infierno es su
irrealidad; esa doctrina puede parangonarse con la de otro irlandés, Juan
Escoto Erigena, que negó la existencia sustantiva del pecado y el mal y declaro
que todas las criaturas, incluso el Diablo, regresaran a Dios. El recuerdo fue de aquel día que es perfecto y
detestado reverso del 23 de agosto: el 14 de junio de 1940. Un germanófilo, de
cuyo nombre no quiero acordarme, entro ese día en mi casa; de pie, desde la
puerta, anuncio la vasta noticia: los ejércitos nazis habían ocupado a Paris. Sentí una mezcla de tristeza, de asco, de
malestar. Algo que no entendí me detuvo: la insolencia del júbilo no
explicaba ni la estentórea voz ni la brusca proclamación. Agrego que muy pronto
esos ejércitos entrarían en Londres. Toda oposición era inútil, nada podría
detener su victoria. Entonces comprendí
que él también estaba aterrado.
Ignoro si los hechos que he
referido requieren elucidación. Creo poder interpretarlos asi: para los
europeos y americanos, hay un orden –un solo orden- posible: el que antes llevo
el nombre de Roma y que ahora el la cultura de Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un
tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la
larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como
los infiernos de Erigena. Es inhabitable; los hombres solo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar
por él. Nadie en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo
esta conjetura: Hitler quiere ser
derrotado. Hitler de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos
que lo aniquilaran, como los buitres de metal y el dragón (que no debieron
ignorar que eran monstruos) colaboraban,
misteriosamente con Hércules.