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miércoles, 11 de septiembre de 2013

La Creación de la Nueva Civilización / Alvin y Heidi Toffler / review

La colisión del socialismo con el futuro*

La dramática muerte del socialismo de estado en Europa oriental y su sangrienta agonía de Bucarest a Bakú y Pekín no fueron accidentales. El socialismo chocó con el futuro.
Los regímenes socialistas no se desplomaron por obra de complots de la CIA, del cerco capitalista o de una estrangulación desde el exterior. Los gobiernos comunistas de Europa oriental se derrumbaron como fichas de dominó tan pronto como Moscú dio a entender que ya no seguiría utilizando tropas para protegerlos de sus propios ciudadanos. Pero la crisis del socialismo como sistema, en la Unión Soviética, China y otros lugares, tenía una base mucho más profunda.
De la misma manera que el invento de Gutenberg –la imprenta a mediados del siglo XV inflamó la Reforma protestante, la aparición del ordenador y de los nuevos medios de comunicación a mediados del siglo XX hizo pedazos en control de las mentes que ejercía Moscú en los países que regía o mantenía cautivos.
Los trabajadores intelectuales o mentales eran típicamente desechados como «improductivos» por los economistas marxistas (y también por muchos economistas clásicos). Pero fueron estos trabajadores supuestamente improductivos quienes, más quizá que cualesquiera otros, aplicaron a las economías occidentales una tremenda inyección de adrenalina desde la mitad de la década de los cincuenta.
Ahora, a pesar de no haberse resuelto todas sus supuestas «contradicciones», las naciones capitalistas de alta tecnología han dejado muy atrás al resto del mundo. Fue el capitalismo basado en el ordenador, y no el socialismo de chimeneas, el que describió lo que los marxistas llaman «salto cualitativo» hacia adelante. Mientras la auténtica revolución se extendía por las naciones de alta tecnología, los países socialistas pasaron de hecho a constituir un bloque profundamente reaccionario, gobernado por ancianos imbuidos de una ideología decimonónica. Mijail Gorbachov fue el primer dirigente soviético que reconoció este hecho histórico.
En un discurso de 1989, unos treinta años después de que el nuevo sistema de creación de riqueza hiciera acto de presencia en Estados Unidos. Gorbachov declaró: “Estuvimos a punto de ser los últimos en admitir que en la época de la ciencia de la información el activo más valioso es el conocimiento.”
El propio Marx había formulado la definición clásica de una etapa revolucionaria. Surgía, dijo, cuando las «relaciones sociales de producción» (en el sentido de la naturaleza de la propiedad y de su control) impiden el desarrollo ulterior de los «medios de producción» (en términos aproximados, la tecnología).
Esta expresión describía perfectamente la crisis del mundo socialista. Del mismo modo que las «relaciones sociales» feudales entorpecieron en su momento el desarrollo industrial ahora las «relaciones sociales» socialistas casi impedían que esos países se beneficiasen del nuevo sistema de creación de riqueza basado en los ordenadores, la comunicación y, sobre todo, en la libre información.
De hecho, el fracaso crucial del gran experimento del socialismo de
Estado en el siglo XX radicó en sus ideas obsoletas con respecto al conocimiento.

LA MAQUINA PRECIBERNETICA

Con pequeñas excepciones, el socialismo de estado no condujo la opulencia, la igualdad y la libertad, sino a un sistema político de partido único, a una burocracia descomunal, una policía secreta con mano de hierro, un control oficial de los medios de comunicación, el sigilo y la represión de la libertad intelectual y artística.
Al margen de los océanos de sangre que fueron necesarios para imponerlo, una observación atenta de este sistema revela que todos y cada uno de tales elementos no sólo constituyen una forma de organizar a la población, sino también –y más profundamente- un modo particular de organizar, canalizar y controlar el conocimiento.
Un sistema político de partido único se halla concebido para controlar la comunicación política. Puesto que no existe otro partido, restringe la diversidad de la información política que fluye a través de la sociedad, bloquea la retroinformación y, de esta manera, ciega a los que ocupan el poder impidiéndoles ver toda la complejidad de sus problemas. La existencia de canales autorizados por los que asciende una información estrictamente definida y descienden las órdenes torna muy difícil que el sistema pueda detectar errores y corregirlos.
En realidad, el control de arriba abajo que se ejercía en los países socialistas se basaba cada vez más sobre mentiras y falsedades, puesto que dar malas noticias a los superiores solía ser bastante arriesgado. La decisión de implantar un sistema de partido único es una medida que atañe sobre todo al conocimiento.
La burocracia abrumadora que creó el socialismo en todas las esferas de la vida también fue un mecanismo que restringía el conocimiento, que empujaba al saber hacia compartimientos o cubículos predefinidos y limitaba la comunicación a los «canales oficiales» mientras ilegitimaba la comunicación y la organización no formales.
El aparato de la policía secreta, el control estatal de los medios de comunicación, la intimidación de los intelectuales y la represión de la libertad artística representaron otros tantos intentos de limitar y controlar el flujo de información.
Así, detrás de cada uno de estos elementos se encuentra, en realidad, un único y anticuado concepto del conocimiento: la creencia arrogante de que quienes mandan –sean del partido o del estado- han de decidir lo que han de saber los demás.
Estas características de todas las naciones bajo el socialismo de Estado garantizaron la estupidez económica y procedían del concepto de la máquina precibernética aplicado a la sociedad y a la propia vida. Casi todas las máquinas de la segunda ola operaban sin retroalimentación alguna. Una vez conectada a la fuente de energía, la máquina se ponía en marcha y seguía funcionando con independencia de lo que sucediera en su entorno.
Las máquinas de la tercera ola son, por el contrario, inteligentes. Tienen detectores que captan la información del entorno, advierten los cambios y modifican en consecuencia el funcionamiento del aparato. Se autorregulan. La diferencia tecnológica es revolucionaria.
Pero los teóricos marxistas continuaban detenidos en el pasado de la segunda ola, como denota incluso su propio lenguaje. Así, para los socialistas marxistas la lucha de clases constituía la «locomotora de la historia». Una tarea clave era hacerse con la “máquina del estado». Debía preajustar a la misma sociedad, al ser como una máquina, para que suministrase abundancia y libertad. Al apoderarse del control de Rusia en 1917, Lenin pasó a ser el mecánico supremo.
Intelectual descollante, Lenin comprendía la importancia de las ideas. No obstante, para él, también era posible programar la producción simbólica, la propia mente. Marx se había referido a la libertad, pero Lenin, al ganar el poder, asumió el conocimiento del ingeniero. Así pues, insistió en que el arte, la cultura, la ciencia, el periodismo y la actividad simbólica en general estuvieran al servicio de un plan superior para la sociedad. Con el tiempo, las diversas ramas del saber encajarían perfectamente en una «academia» con departamentos y niveles burocráticos previamente determinados, sometidos todos al control del partido y del estado. Instituciones dirigidas por un ministerio de cultura emplearían a los «trabajadores culturales». Editoriales y emisoras de radio serían monopolio del estado. El conocimiento, por consiguiente, pasaría a formar parte de la maquinaria estatal.
Este enfoque angosto del saber bloqueó el desarrollo económico hasta en los niveles más bajos de la producción de las chimeneas; resulta diametralmente opuesto a los principios que requiere el progreso económico en la era del ordenador.

LA PARADOJA DE LA PROPIEDAD

El sistema de creación de riqueza de la tercera ola que ahora se difunde pone también en tela de juicio pilares del credo socialista.
Desde el principio, los socialistas achacaron la pobreza, las depresiones, el desempleo y los otros males de la industrialización a la propiedad privada de los medios de producción. La forma de acabar con estas plagas estribaba en que los trabajadores poseyeran las factorías, a través del estado o de otros colectivos.
Una vez conseguido esto, las cosas serían diferentes. No habría más derroches competitivos. Planificación completamente racional.
Producción para el uso más que para el beneficio. Por primera vez en la historia, se materializaría el sueño de la abundancia para todos.
En el siglo XIX, cuando se formularon estas ideas, parecían reflejar el conocimiento científico más avanzado de su tiempo. Los marxistas afirmaban, en realidad, haber superado las descabelladas ideas de los utópicos y concebido un «socialismo auténticamente científico». Los utópicos podían soñar con comunidades autogobernadas. Los socialistas científicos sabían que en una sociedad de chimeneas y en vías de desarrollo tales nociones eran impracticables. Utópicos como Fourier pensaban en un pasado agrario. Los socialistas científicos miraban hacia lo que entonces era el futuro industrial.
Así, después de que los regímenes socialistas experimentasen con cooperativas, autogestión, comunas y otros planteamientos, la propiedad estatal se tornó predominante en el mundo socialista. En todas partes fue el estado, y no los trabajadores, el beneficiario principal de la revolución socialista.
El socialismo incumplió su promesa de mejorar radicalmente las condiciones materiales de vida. Cuando el nivel de vida bajó en la
Unión Soviética después de la revolución, se achacó, con alguna justificación, a los efectos de la Primera Guerra Mundial y de la contrarrevolución. Luego las dificultades se atribuyeron al bloqueo capitalista y, más tarde, a la Segunda Guerra Mundial. Pero cuarenta años después de la contienda todavía escaseaban en Moscú productos como el café y las naranjas.
No deja de ser chocante que, aunque mengüe su número, todavía haya por el mundo socialistas ortodoxos que propugnen la nacionalización de la industria y las finanzas. Desde Brasil y Perú hasta Sudáfrica e incluso en las naciones industrializadas de Occidente quedan auténticos convencidos de que, a pesar de todas las pruebas históricas en sentido contrario, la «propiedad pública» es «progresista», por lo que se resisten a cualquier esfuerzo por desnacionalizar o privatizar la economía.
Es cierto que la economía mundial de hoy, cada vez más liberalizada, exaltada sin el menor sentido crítico por las grandes multinacionales, es inestable en sí misma. También es verdad que la liberalización no determina un «goteo» automático de beneficios para los pobres. Pero está demostrado hasta la saciedad que las empresas de propiedad pública maltratan a sus empleados, contaminan la atmósfera y abusan de la población por lo menos con la misma eficiencia que las empresas privadas. Muchas se han convertido en sumideros de ineficacia, corrupción y codicia. Con frecuencia sus fracasos alientan un activo mercado negro que socava la misma legitimidad del estado. Pero lo peor y más irónico de todo es que, en lugar de ponerse a la cabeza del progreso tecnológico como se prometió, las empresas nacionalizadas son casi uniformemente reaccionarias, las más burocratizadas, las más lentas para reorganizarse, las menos dispuestas a adaptarse a las necesidades cambiantes del consumidor, las más reacias a brindar información al ciudadano y las últimas en adoptar una tecnología avanzada.
Durante más de un siglo, socialistas y defensores del capitalismo libraron una guerra enconada en torno de la propiedad pública y privada. Gran número de hombre y mujeres perdieron literalmente su vida en este empeño. Lo que ninguna de las partes imaginó fue un nuevo sistema de creación de riqueza que hiciese virtualmente obsoletos todos sus argumentos.
Y, sin embargo, esto es exactamente lo que ha sucedido. Porque la forma más importante de propiedad resulta ahora intangible. Es supersimbólica. Se trata del saber. El mismo conocimiento puede ser usado simultáneamente por muchas personas para crear riqueza y producir todavía más conocimiento. Y, al contrario que las fábricas y los cultivos, el conocimiento es, a todos los efectos, inagotable.

¿CUANTOS TORNILLOS LEVÓGIROS?

La planificación central era el segundo pilar de la catedral de la teoría socialista. En lugar de permitir que el «caos del mercado» marcara el rumbo de la economía, la inteligente planificación de arriba abajo podría concentrar los recursos en los sectores clave y acelerar el desarrollo económico.
Pero la planificación central dependía del saber y, ya en la década de los veinte, el economista austríaco Ludwig Von Mises identificó su falta de conocimiento o, como él lo identificó, su «problema de cálculo», como el talón de Aquiles del socialismo.
¿Cuántos zapatos y de qué números debía hacer una fábrica de Irkutsk? ¿Cuántos tornillos levógiros y cuántas clases de papel? ¿Qué relaciones de precios habría que establecer entre carburadores y pepinos? ¿Cuántos rublos, zlotys o yuanes era preciso invertir en cada uno de las decenas de miles de niveles y líneas diferentes de producción?
Generaciones enteras de esforzados planificadores socialistas han luchado desesperadamente contra este problema del conocimiento. Cada vez necesitaban más datos y conseguían más mentiras de unos responsables temerosos de dar cuentas de fallos en la producción. Engordaron la burocracia. Carentes de las señales de la oferta y la demanda que genera un mercado competitivo, trataron de medir la economía en términos de horas de trabajo o contando los artículos en términos de clases, y no de dinero. Más tarde probaron con los modelos econométricos y el análisis input-output.
No les valió de nada. Cuanta más información tenían, más compleja y desorganizada se les tornaba la economía. Transcurridos sus buenos tres cuartos de siglo desde la revolución rusa, el auténtico símbolo de la Unión Soviética no era la hoz y el martillo, sino la cola de consumidores.
Ahora, de un extremo a otro del espectro socialista y ex socialista, se ha iniciado una carrera para implantar la economía de mercado. Varían los enfoques al igual que las tentativas de proporcionar una «red» a los que quedan en paro. Pero los socialistas reformistas reconocen de forma casi universal que, permitiendo que la oferta y la demanda determinen los precios (al menos dentro de ciertos márgenes), se consigue algo que el plan central era incapaz de brindar: señales de los precios que indican lo que la economía necesita y desea.
Sin embargo, en este debate de economistas con respecto a la necesidad de tales señales se ha pasado por alto el cambio fundamental que estas indicaciones exigen en las vías de comunicación y el tremendo desplazamiento de poder que producirán estas alteraciones en los sistemas de comunicación. La diferencia más importante entre las economías de planificación centralizada y las impulsadas por el mercado radica en que la información fluye verticalmente en las primeras, mientras que en el sistema de mercado se transmite mucha más información en sentido horizontal y diagonal y, además, compradores y vendedores la intercambian en cada uno de los niveles.
Este cambio no sólo representa un peligro para los burócratas que ocupan las mejores poltronas en los ministerios de planificación y en la gestión, sino que también amenaza a millones y millones de mini burócratas cuya única fuente de poder depende del control de la información que pasa por sus manos.
Los nuevos métodos de creación de riqueza requieren tanto conocimiento, tanta información y comunicación, que quedan por completo fuera del alcance de las economías de planificación centralizada. El auge de la economía supersimbólica choca así de frente con el segundo fundamento de la ortodoxia socialista.

EL BASURERO DE LA HISTORIA

El tercer pilar socialista que se desplomó fue su énfasis altanero en lo materialmente tangible y duradero: su concentración total en la industria de las chimeneas y su detracción de la agricultura y del trabajo mental.
En los años que siguieron a la revolución de 1917, los soviéticos carecían de capital para crear todos los altos hornos, presas e industrias automotrices que necesitaban. Los líderes comunistas hicieron suya la teoría de la «acumulación primitiva socialista» formulada por el economista E. A. Preobrazhensky. Esta teoría mantenía la posibilidad de obtener el capital necesario mediante la reducción del nivel de vida de los campesinos a una miserable subsistencia y privándolos de sus excedentes. Estos serían utilizados después para capitalizar la industria pesada y subvencionar a los obreros.
Como resultado de esta «desviación industrial», según lo denominan ahora los chinos, la agricultura fue y sigue siendo una actividad catastrófica en casi todas las economías socialistas. En otras palabras, los países socialistas aplicaron una estrategia de la segunda ola a costa de su población de la primera ola.
Pero los socialistas también denigraron con harta frecuencia los servicios y el trabajo administrativo. Como el objetivo del socialismo era en todas partes la industrialización más rápida que fuese posible, se glorificaba el trabajo físico.
Esta difundida actitud se acompañaba de una concentración tremenda en la producción con perjuicio del consumo, en bienes de inversión más que en bienes de consumo.
La mayoría de los marxistas sostenían típicamente la opinión materialista de que las ideas, la información, el arte, la cultura, el derecho, las teorías y los otros productos intangibles de la mente constituían simplemente parte de una «superestructura» que se cernía, por así decirlo, sobre la «base» económica de la sociedad.
Aunque se admitía la existencia de cierto retroinformación entre ambas, era la base la que determinaba la superestructura y no al contrario. Aquellos que opinaban de otro modo recibían el sambenito de «idealistas», etiqueta que a menudo resultaba decididamente peligroso lucir.
Para los marxistas, lo material era siempre más importante que lo inmaterial, y la revolución informática nos enseña ahora que las cosas son al revés. El conocimiento es lo que impulsa a la economía, y no ésta a aquél.
Sin embargo, las sociedades no son máquinas ni ordenadores.
No es posible reducirlas simplemente a una parte tangible y otra intangible, a base y superestructura. Un modelo más adecuado las representaría como compuestas por muchos elementos enlazados, en bucles de retroinformación muy complejos y en continuo cambio. A medida que aumenta su complejidad, el conocimiento se torna más crucial para su supervivencia económica y ecológica.

En resumen, el auge de una nueva economía cuya materia prima fundamental es, de hecho, inmaterial e intangible, encontró al mundo socialista totalmente desprevenido. El choque del socialismo con el futuro fue mortal.

* Título original: Creating a New Civilization: The Politics of the Third Ware.
Primera edición: enero, 1996
© 1994, Alvin y Heidi Toffler
© de la traducción, Guillermo Solana Alonso
© 1995, Plaza & Janés Editores, S. A.
ISBN: 84-01-45101-9 (col. Tribuna)
ISBN: 84-01-45934-6 (vol. 106/6)

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