A fines del siglo XVIII Libertad y Revolución llegan a ser sinónimos; así como hoy una minoría enloquecida cree que las aspiraciones de justicia social no podrán realizarse sino a través de una transformación radical y punitiva de toda la sociedad.
Fue en aquellos momentos, y es en los
actuales, el triunfo del jacobinismo: jacobinismo en los hechos, sanguinario y
repugnante, o sólo en las ideas y en la prédica, igualmente penetrado de una
terrible credulidad.
Jacobinismo, del cual es inútil buscar
causas individuales, pues es el extremo inevitable de toda renovación
ideológica minoritaria, en su primera fase de combatividad.
El problema de hoy es el de superar este
nuevo choque anárquico de las corrientes renovadoras y de la resistencia
tradicional, así como en el siglo XIX logró un orden político en que la
libertad llegó a ser sinónimo de tolerancia y de convivencia constructiva
después de haber sido sinónimo de jacobinismo y de anarquía.
A fines del siglo XVIII y principios del XIX
pareció que sólo los republicanos podían exhibirse como insospechables a los
ojos de los amigos del pueblo. Defender, a la vez, la Monarquía y los derechos
del ciudadano, era posición casi inconcebible; a lo menos, muy sospechosa.
Se reclamaban también definiciones
políticas irrevocables y ruidosas. Ni el propio Mirabeau, a pesar de su
«divinidad», hubiera podido hacer aceptar esta verdad, tan sencilla sin
embargo, con que trataba en cierta ocasión de reducir a Robespierre: «Joven, la
exaltación de los principios no es lo sublime de los principios».
Para las «izquierdas» liberales no se podía
obtener la renovación social sin romper totalmente con el pasado, armar las
masas, entregarle todo el poder al
pueblo y rehacer el Estado bajo el imperio de leyes radicales, que
limitaran sin contemplaciones el poder público y aseguraran la renovación popular
de todos los depositarios.
Para las «derechas» monárquicas ese
programa conduciría fatalmente a la demagogia, y no veían otro remedio que la
conservación intransigente del
absolutismo y la represión por la fuerza de toda innovación.
Una experiencia, llena de dolor y de
sangre, se encargó de reducir ambos extremos. Dolor y sangre en las
revoluciones temerarias, que casi siempre terminaron por una regresión al
pasado y la pérdida de todos los sacrificios. Dolor y sangre también, aunque
disimulados, en los regímenes absolutistas,
puesto que no era posible ya arrebatarle a los pueblos el ideal de
mejoramiento y de propia dignificación con que se habían familiarizado.
Y en ambos casos una misma inseguridad,
igual forcejeo lleno de odios; anarquía manifiesta en las revoluciones, y
anarquía latente, aunque no menos angustiosa, bajo el despotismo.
Por esa vía el espíritu europeo alcanzó en
el siglo XIX una de sus más hermosas conquistas espirituales: la tolerancia
política.
No exagero. También la tolerancia religiosa
comenzó por ser un simple hecho, impuesto por crueles disyuntivas; y ha llegado
a ser un principio moral superior. Apareció como una simple tregua exterior; y
se convirtió despues en signo de depuración íntima, unido a las
nociones más arraigadas de la dignidad individual y pública; un fanático del
siglo xv la hubiera considerado como una claudicación; hoy sentimos que en ella
hay más contenido religioso que en la ciega intransigencia con que la pasión
humana creía defender la idea de Dios.
Y la tolerancia política es en resumen
sentido político, puesto que la política
en su acepción aristotélica de pacífica convivencia legal, tiene que ser eso:
limitación recíproca.
Según la expresión de nuestro Libertador
saber considerar no solo lo que es justo
y lo que es útil, sino también lo que es oportuno.
Pero la tolerancia política fue, además, un
nuevo triunfo de las características fundamentales de la civilización
occidental: concepto de que la vida es,
a la vez, progreso y orden; disciplina para la acción gradual, adecuada
y efectiva; capacidad práctica, que supo encontrar frente a las nuevas
realidades políticas, un mecanismo eficiente de adaptación progresiva.
Esas son las conquistas y las condiciones
esenciales de la cultura occidental que de nuevo están hoy en peligro.
Su enemigo íntimo es el concepto
antioccidental de las realizaciones mesiánicas; la esperanza mística de que un
sistema político, un hombre, o determinada clase social, pueden redimir al
mundo de la noche a la mañana y realizar el ideal de una nueva Humanidad.
«Los judíos, dice San Pablo, piden para
creer milagros, y los griegos razonamientos. El pueblo judío ha producido la
religión y el pueblo griego la ciencia. Ha sido preciso dos razas diferentes
para desenvolver principios de creencia tan opuestos.»
Es
una observación de Taine; y al aplicarla a las consideraciones que venimos
haciendo, diríamos que la política durante el siglo XIX quiso ser ciencia, a la
manera occidental; y después de la crisis espiritual de la gran guerra, ha
adquirido el contenido de esperanzas y de transportes místicos de una nueva
religión.
Por eso —y en contradicción rotunda con las
minuciosas previsiones del materialismo histórico— no fue el pueblo más
industrializado, sino la Rusia, semiasiática, caótica y atormentada, la que
inició esa desbandada trágica del misticismo político fuera del ágora crítico
heredado de los griegos.
Y los primeros en seguirla fueron los
pueblos donde predominaban iguales características espirituales de vehemencia
milagrera —España, en la misma línea; Italia, aparentemente en la opuesta— y la
nación donde el sentido realista de la política estaba profundamente oscurecido
por el viejo ideal casi religioso —sacrílego— de una misión universal y
sobrehumana, Alemania.
Por eso, también, la verdadera oposición al
comunismo no está en las otras doctrinas totalitarias, sino en el régimen
liberal, que representa el triunfo de la mesura, del espíritu crítico y del
sentido práctico, característicos de la cultura occidental.
Señalar tales o cuales defectos o
deficiencias a los regímenes liberales y querer por ello condenar
irrevocablemente el ideal del estado liberal, es la crítica más estúpida que
puede hacerse.
Porque, precisamente, la esencia del
liberalismo consiste en no proponer dogmas políticos definitivos; en buscar lo
mejor dentro de lo posible y lo oportuno; no es un régimen que ofrece milagros;
nunca ha querido aparecer como perfecto, sino simplemente como perfectible.
La comparación más adecuada que puede
encontrársele entre las conquistas de nuestra civilización, es la del método
experimental aplicado a las ciencias.
Lo mismo que éste, representa la reacción
del realismo analítico contra los abusos del dogmatismo racionalista y de la
autoridad; y su posición inatacable es la de la prudencia reflexiva, que se
dirige a un progreso gradual pero seguro.
No siempre logrará el método experimental
descubrir la verdad; pero sí puede, con relativa seguridad, excluir el error.
No es un instrumento infalible para la conquista del conocimiento; pero
representa el único camino que puede seguir el espíritu humano para libertarse
de sus propias exageraciones y de ilusiones funestas.
Errores, exageraciones de la soberbia e
ilusiones de la imaginación, que en el campo de la política y dentro de los
regímenes totalitarios —de izquierda o de derecha— son los que han convertido
al mundo en un campo caótico de zozobras, de inconsecuencias y de crímenes.
Es imposible prever hasta dónde pueden
llegar un hombre o una doctrina, cuando se creen depositarios de la verdad
política y autorizada para emplear toda la fuerza del Estado en realizar su
pretendida misión.
Aparte de que se despierta igual violencia
entre los contrarios, y entonces hasta el propio lenguaje humano pierde todo
sentido.
Se abandona el régimen liberal de
equilibrio —orden social de acción y reacción— y se acepta la quimérica
estabilidad política de la fuerza y del personalismo. El dogmatismo sectario
exige no solamente el servilismo, sino también la glorificación del servilismo.
Las promesas más insensatas son valederas: la tiranía de una sola clase social,
la tiranía de un solo Estado; sobre toda la humanidad, sobre todos los
intereses humanos.
Tiene que ser conscientemente desleal la
crítica que ha querido hacerse del liberalismo político a base de un equívoco
insostenible con el liberalismo económico, y tomando como esencia de éste su
expresión literal más escueta: el laissez faire, laissez passer.
De allí se pretende deducir que el Estado
liberal, siglo xix, es anacrónico, porque resultaría impotente frente a la
complejidad moderna de los problemas económicos.
Para refutar en teoría ese equívoco,
bastaría observar que el concepto de la propiedad como función social puede
poner, por sí solo, en manos del Estado liberal una prerrogativa de
intervención económica, tan eficaz como se quiera, sin que por eso sea preciso
llegar a una reconstrucción totalitaria del Estado.
En la práctica, los ensayos de Roosevelt en
EE.UU. representan el abandono del liberalismo económico, conservando, sin
embargo, completa fidelidad al liberalismo político.
Y tenemos el caso de naciones vigorosas y
prósperas —Suecia, Holanda, para no citar sino las europeas-— donde el
liberalismo político no ha debilitado, en absoluto, la capacidad del Estado
frente a las nuevas exigencias de la economía mundial.
Claro que esto nos parece muy lejano y muy
vago. Sí; porque leemos con avidez, todos los días, sobre los problemas
económicos de Rusia, y discutimos encarnizadamente si somos o no somos
«partidarios» de Franco o de Mussolini; pero nos interesa muy poco el estudio
de los países donde comunistas y fascistas no se baten en escena. A pesar, sin
embargo, de que es en esos países donde se decide el verdadero porvenir del
mundo, porque las conquistas que ellos logren serán las únicas que podrán
ofrecerse a los demás países hermanos como terreno firme de reconciliación y
como posibilidades efectivas de justicia social.
En cuanto al Estado liberal considerado
como mero espectador de las luchas sociales y políticas, sin acción alguna
sobre ellas —testigo pusilánime y ridículo— es otro equívoco a base de una
definición literal que nunca se ha realizado. El objetivo es estrechar al
liberalismo en esa posición pasiva para destruirlo a mansalva.
Pero bastaría recordar que la creación
liberal más típica y más fecunda del siglo xix —la que presidió Cavour en Italia—
se hizo a la vez contra el despotismo tradicional de los pequeños Estados
italianos y contra el republicanismo romántico de Garibaldi. Las derechas se
apoyaban en la fuerza de un pasado multisecular y las izquierdas en un
prestigio efectivo de heroísmo y desprendimiento. Sin embargo derechas e
izquierdas fueron vigorosamente reducidas y se logró armonizarlas.
Rescatemos del pasado esta realidad:
libertad dirigida: ni las fórmulas simplistas de la credulidad judía, ni los
poderes sobrehumanos y sacrílegos del mito germánico; la vida política —la vida
toda— aceptada sin mutilaciones bochornosas y organizada por la imposición
cotidiana de la acción inteligente; perfectibilidad aprovechada día a día.
Esas realizaciones sí representan el
espíritu europeo en su momento más feliz de lucidez; ese espíritu subsiste y
lentamente reanudará su continuidad, inseparable ya del destino de la propia
civilización occidental.
No es cierto que todo el mundo se haya
incorporado a la lucha insensata que las minorías totalitarias —valga el
contrasentido— sostienen hoy en el viejo continente.
Una gran parte de Europa y la América
sajona prosiguen esforzadamente sus ensayos de renovación social y política,
sin sacrificar las libertades adquiridas.
La propia Francia, a pesar de todas las
apariencias adversas, saldrá victoriosa de la lucha. Uno de sus más altos
espíritus ha escrito «El Regreso de Rusia». Ese título será simbólico y
augural: regresa de Rusia el espíritu occidental, y regresa con nostalgia —que
es casi un arrepentimiento— de volver «a apreciar la inapreciable libertad de
pensamiento de que todavía se disfruta en Francia... y de que a veces se
abusa», según las propias palabras del autor.
Regreso del
espíritu occidental hacia sí mismo: a la verdadera libertad, que es, sobre
todo, objetivismo crítico, mesura valerosa y equilibrio.
Por su parte, la América latina guarda un
recuerdo muy reciente y muy trágico de lo que es el despotismo; y luchó mucho
durante el siglo pasado por el gobierno deliberativo; no es fácil que lo sacrifique
ahora, voluntariamente, en pos de nuevas promesas providencialistas.
Muchos de estos
países saben, además, que a la vuelta de cualquier veleidad anárquica, pueden
regresar a uno de esos devastadores personalismos, cuya experiencia es todavía,
sobre sus carnes, llaga viva.
Este ensayo apareció en la
primera edición de La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana.
Caracas: Coop. De Artes Gráficas, 1938, pp. 77-83