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viernes, 31 de julio de 2015

El Esequibo sin pelos en la lengua*

El presidente Hugo Chávez es el último de una larga lista de líderes venezolanos que han avivado el fervor patriótico, al ratificar el reclamo histórico de Venezuela sobre el Territorio Esequibo. Independientemente del mérito histórico del reclamo venezolano, la realpolitik del asunto es que a estas alturas es imposible imaginarse un escenario en el que la soberanía de Venezuela sobre ese territorio sea reconocida internacionalmente. El problema es que, habiendo suscitado las expectativas del pueblo, ahora podría ser muy difícil para Chávez conformarse con algo menos
La disputa limítrofe entre Venezuela y Guyana por el Territorio Esequibo —una región selvática escasamente poblada y aproximadamente del tamaño de Inglaterra, ubicada entre los deltas de los ríos Esequibo y Orinoco— ha vuelto a las primeras planas. Dirigentes venezolanos una vez más nos han regalado los ya familiares y apasionados discursos nacionalistas sobre los inalienables derechos históricos de Venezuela, mientras que Guyana insiste en que el estado actual del asunto es definitivo y que no está sujeto a discusión. La disputa ha venido dando vueltas así desde 1962, sin que se vislumbren perspectivas reales de resolución en el futuro próximo.
Lamentablemente, en Venezuela el debate sobre el Esequibo tiende a producir más calor que luz. Al tratar esta disputa, quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones en Venezuela, a menudo parecen perder la perspectiva, y durante la mayor parte de dos siglos, desde la Casa Amarilla y Miraflores han emanado políticas obstinadas sobre la cuestión, lo que prácticamente asegura que el territorio en disputa nunca será reconocido internacionalmente como parte integral de Venezuela. Un debate retorcido
Cada país tiene ciertos asuntos sobre los cuales parece extrañamente incapaz de sostener un debate racional; asuntos sobre los cuales la ortodoxia nacional reina incuestionada e incuestionable. Los estadounidenses no pueden tener más que palabras de encomio para con la Constitución redactada por sus próceres, y consideran que hasta la más leve crítica al cada vez más anacrónico documento equivale a traición. Los franceses parecen perder toda capacidad de sostener un discurso racional, apenas se medio cuestiona el heroísmo de los paladines de su resistencia durante la II Guerra Mundial, así sea de soslayo. Para los brasileños, la más mínima sugerencia de que sus astros del fútbol no sean los más grandes del mundo equivale a una blasfemia. Para los venezolanos, el tema es el Esequibo. Se ha convertido en un artículo de fe que el reclamo del Territorio Esequibo por parte de Venezuela es ostensiblemente justo y jurídicamente hermético. Lo triste de esto es que, mientras gente de todas partes del mundo admira la sabiduría de la Declaración de Derechos contenida en la Constitución de EE.UU., la valentía de Jean Moulin y el genio de Pelé, nadie fuera de Venezuela en realidad cree en su reclamo del Esequibo.
Dentro de Venezuela, la nación se halla desusadamente unida en cuanto a esta materia, y todas las diferencias políticas parecen esfumarse cuando el tema sale a colación. Antichavistas furibundos hacen cola para felicitar al Presidente por su decidida posición en cuanto a este asunto. Durante los años ´80, grupos de música pop descubrieron que podían vender montones de álbumes poniéndole melodías pegajosas a letras como “el Esequibo es tuyo, es mío, ¡es tierra venezolana! / el Esequibo es tuyo, es mío, ¡es nuestro!”. Esa clase de patriotería ha secuestrado al proceso de toma de decisiones en lo concerniente a la disputa. Totalmente imbuidos de esa mentalidad, gobiernos sucesivos han seguido una política que combina una honda indisposición al avenimiento y un profundo malestar por cuestionar la mentalidad colectiva en cuanto se refiere al Esequibo.
Ese temor a cuestionar la ortodoxia nacionalista ha asegurado que el público venezolano escuche siempre sólo la mitad de la historia, pero naturalmente la mitad más favorable al reclamo venezolano. La mayoría de los venezolanos sabe que los españoles fijaron el Río Esequibo como el límite oriental de su imperio americano por primera vez en el Siglo XV. Pero no muchos saben que el Esequibo fue colonizado por los holandeses en 1616 y que un mapa de 1662, elaborado por el cartógrafo holandés Joan Blaeu, muestra que los holandeses controlaban la totalidad del área al sur del Río Orinoco. En el Tratado de Münster, España oficialmente cedió a Holanda la soberanía sobre una región no del todo definida que plausiblemente se podría interpretar como incluyente del territorio en disputa. (La región fue cedida por los holandeses a los ingleses después de las guerras napoleónicas).
Los venezolanos lamentan la escasa disposición de Guyana a negociar un avenimiento territorial razonable, pero son pocos los que entienden que entre 1844 y 1887 Venezuela rechazó sistemáticamente una serie de propuestas británicas que, básicamente, habrían dividido la diferencia, otorgándole a Venezuela el control sobre aproximadamente la mitad del territorio en disputa.
A los nacionalistas criollos les encanta explayarse cuando citan las turbias negociaciones de trastienda protagonizadas en 1899 por los ingleses, dirigidas a acercar el laudo arbitral internacional hacia su terreno. Sin embargo, en ese argumento no se menciona que, en 1897, Venezuela suscribió un tratado comprometiéndose a reconocer como “completo, perfecto y definitivo” cualquier acuerdo al que llegaran los árbitros. Sucesivos gobiernos venezolanos han subrayado el hecho de que el fallo de 1899 nunca fue aceptado por el gobierno ni por el pueblo de Venezuela, pero pocos reconocen que en 1905 Venezuela formalmente reconoció la frontera establecida en el laudo arbitral, y que durante 63 años después del laudo, Venezuela no volvió a renovar su reclamo sobre el territorio. El punto es que, en una disputa histórica tan prolongada y confusa como ésta, ambas partes pueden citar suficientes “hechos” como para hacer que su versión respectiva luzca claramente verdadera, correcta y justa.

El mundo en 1899
Para entender verdaderamente cómo se delimitó la frontera actual, hay que tratar de tener presente cómo era el mundo hace cien años. Gran Bretaña, gracias a la fortaleza de una armada sin igual, había alcanzado la posición de primera potencia mundial. Aunque el crecimiento económico reciente de Alemania, Francia y Estados Unidos había sido impresionante, la economía británica —que había alcanzado la industrialización cien años antes— aún no tenía contendores de cuidado a nivel mundial. Los pocos rivales industriales incipientes que había, entre ellos EE.UU., se vieron obligados a proteger a sus productores internos detrás de elevadas barreras arancelarias para poder sobrevivir a la furiosa embestida competitiva de la potencia hegemónica. El sol nunca se ocultaba en el Imperio Británico, el cual cubría un asombroso 25% de la superficie terrestre del planeta. Parecía como si una semana sí y una no la Foreign Office emitiera desde Londres órdenes de despojar por la fuerza a primitivos gobernantes locales de grandes extensiones de territorio. Inclusive, en aquellos lugares donde el gobierno de Su Majestad no administraba directamente los asuntos políticos, su poderío militar, su supremacía naval y su dominio económico habían convertido a enormes regiones del mundo, desde China y Tailandia hasta América Latina, en colonias económicas de facto. Londres ha estado más cerca de merecerse el título de “capital del mundo” que ninguna otra ciudad en la historia, pasada y actual.
Ahora bien, considérese a Venezuela alrededor de 1900. Faltando todavía un cuarto de siglo para que comenzara la explotación petrolera, su economía era principalmente agrícola, con una población mayormente campesina que apenas conseguía sobrevivir con una agricultura de subsistencia o como jornaleros en los latifundios. Apenas la mitad de la población participaba en la economía monetaria. Tres de cada cuatro venezolanos sufría de paludismo, y la expectativa de vida de los hombres era de 34 años. Casi no había carreteras, ferrocarriles ni telégrafo. Las comunicaciones internas eran primitivas: la forma más rápida de trasladarse desde Caracas hasta Ciudad Bolívar era por barco, con una escala en Puerto España. En el ámbito político, desde la Guerra de Independencia el país había sido estremecido por sacudidas políticas periódicas, producidas por una seguidilla de caudillos que trataban de tomar Caracas tan pronto como calculaban que sus heterogéneos ejércitos rebeldes eran lo suficientemente fuertes como para enfrentarse a un gobierno central usualmente débil. En cualquier momento, el gobierno nacional apenas si estaba en condiciones de repeler agresiones militares de tales caudillos, y mucho menos de montar operaciones militares en los confines selváticos de la República.
Durante los 70 años transcurridos desde la muerte de Bolívar, fue poco lo que Venezuela avanzó en cualquiera de los ámbitos social, económico o político; incluso en algunos de ellos estaba efectivamente peor que durante la Colonia. Esas fueron las dos naciones que convinieron, el 2 de febrero de 1897, en resolver mediante arbitraje el diferendo limítrofe del Esequibo, que se remontaba ya a 250 años. La junta arbitral, el primero de tales cuerpos en ser convocado para resolver una disputa territorial entre naciones soberanas, incluyó algunas de las más importantes mentes jurídicas de la época. El equipo de abogados que representaba a Venezuela estaba encabezado por el general Benjamín Harrison, ex presidente de EE.UU., e incluía al ex secretario de Guerra, general Benjamin S. Tracy. Los ingleses estaban representados por Sir Richard. E. Webster, fiscal general de Gran Bretaña, al igual que por Sir Robert T. Reid, ex fiscal general. La junta arbitral propiamente dicha incluyó algunos de los juristas más distinguidos del mundo para ese entonces, entre ellos dos magistrados de la Corte Suprema de EE.UU., el presidente de ese tribunal, Melville W. Fuller, y David Brewer, en representación de Venezuela; Lord Russell, presidente del tribunal supremo inglés conocido como King’s Bench, y Lord Collins, miembro del equipo de juristas de la Cámara de los Lores, la corte británica de última apelación. El tribunal estaba presidido por Frederick de Martens, un académico jurídico ruso de renombre internacional.
Es cierto que al iniciarse el proceso, en 1899, Venezuela parecía tener el argumento histórico más firme para reclamar el territorio, al menos sobre el papel. Es igualmente cierto que, en el terreno, la realidad era considerablemente más favorable al reclamo británico. Prácticamente nadie que pudiese ser descrito como “venezolano” había vivido en el territorio en disputa. Por otro lado, durante la segunda mitad del Siglo XIX, más de 40.000 súbditos británicos de habla inglesa habían residido en el área delimitada en el Este por el Río Esequibo y en el Oeste por el Río Caroní. Allí estaban protegidos por una fuerza policial administrada por los ingleses, y enviaban su correspondencia utilizando el Correo Real. Estos son hechos significativos, ya que el tratado de arbitraje de 1897 establecía que el “control político exclusivo de un distrito, al igual que la colonización propiamente dicha del mismo”, eran “suficientes” para constituir “título libre de defectos y restricciones ocultas” sobre el territorio.
Independientemente de tales complejidades jurídicas, el hecho es que apreciar la disputa exclusivamente desde un punto de vista jurídico e histórico pasa por alto alegremente las duras realidades del poder que siempre han tenido el papel más importante en la resolución de tales disputas. Los gobiernos venezolanos del Siglo XIX se negaron, por principio, a reconocer la escandalosamente evidente diferencia de poderío entre los dos adversarios, apegándose a sus exigencias maximalistas que prácticamente garantizaban que al final perdería el grueso del territorio que actualmente se conoce como Esequibo.
Con una política de avenimiento Venezuela podría haber obtenido un resultado mucho mejor. Las reiteradas propuestas británicas de dividir la diferencia fijando la frontera a lo largo del Río Moruca, fueron desestimadas con cierta petulancia. Los gobiernos venezolanos del Siglo XIX parecían constitucionalmente incapaces de aceptar el hecho de que, independientemente de la solidez jurídica que pudiese haber tenido su reclamo, un pequeño país palúdico no estaba en condiciones de imponerle sus términos a la mayor potencia mundial.
Dicho eso, muchos analistas creen que la junta arbitral obtuvo un muy buen resultado para Venezuela. Se otorgó a los británicos aproximadamente 85% del territorio en disputa, pero se les negó el derecho de navegación por el Río Orinoco, de importancia estratégica. Aunque para ese momento muchos venezolanos creían que la decisión era injusta, también es cierto que el gobierno británico no recibió todo el territorio que había reclamado. Pero lo más importante es que al juzgar el laudo arbitral únicamente en términos de quién obtuvo cuánto territorio, se pasan por alto aspectos estratégicos cruciales del laudo. Si bien Gran Bretaña recibió decenas de miles de kilómetros cuadrados de selva tropical estratégica y económicamente inútil, la junta se puso claramente del lado venezolano en lo atinente al único aspecto estratégicamente significativo de la disputa limítrofe: el control sobre el Delta del Orinoco. La junta pudo haberle otorgado a los británicos el control sobre el punto de entrada a las más importantes vías fluviales de Venezuela, colocando a El Callao y Guasipati bajo el control de Su Majestad, y asegurando que los pies británicos pudieran pisar las riberas del Caroní. Algunos observadores consideraron como un éxito para el arbitraje internacional el hecho de que el panel le hubiese negado a la potencia hegemónica mundial su aspiración estratégicamente más significativa, en favor de una empobrecida república sudamericana.

La sorpresa de Mallet-Prévost
En 1905, funcionarios venezolanos firmaron un documento en el que declaraban que la línea limítrofe había sido debidamente establecida y que el gobierno venezolano la aceptaba tal cual. Ahí habría podido quedar la disputa. Y probablemente ahí hubiese quedado, de no haber sido por un incendiario memorando escrito casi 50 años después del laudo arbitral. El documento afirmaba que los británicos habían “amañado” el resultado del proceso, mediante un acuerdo secreto con el ruso que presidía la junta, y que luego habían presionado excesivamente a los miembros estadounidenses de la misma para que se mostraran aquiescentes. Esas acusaciones fueron lanzadas en un ensayo publicado póstumamente nada más y nada menos que de Severo Mallet-Prévost, un académico cultural español que había sido uno de los miembros de menor jerarquía del equipo jurídico venezolano en el arbitraje de 1899.
El Memorando Mallet-Prévost, tal como se conoce hoy día al documento, se ha convertido en la piedra angular del reclamo actual de Venezuela sobre el Territorio Esequibo. En vista de su privilegiado acceso a la información, dada su condición de participante en el arbitraje, sus acusaciones parecen tener cierta credibilidad. De ser ciertas, explicarían la parcialidad del laudo arbitral a favor de los británicos, y dejarían mal parada la afirmación de la junta arbitral de que era un cuerpo puramente jurídico. Desde 1962, Venezuela ha venido reclamando que las revelaciones de Mallet-Prévost sobre la conspiración británica para amañar el laudo de 1899, anula completamente dicho fallo.
Lo primero que se evidencia sobre el Memorando es que fue escrito más de 40 años después de los hechos. La memoria le juega malas pasadas a la gente, presumiblemente incluso a la de Mallet-Prévost. El segundo aspecto que se hace evidente es la falta de pruebas que corroboren directamente la afirmación, pese al hecho de que casi la totalidad de los participantes llevaban copiosos diarios.
Más aún, transcurrieron 13 años desde la publicación del Memorando, en 1949, hasta la reanudación del reclamo territorial por parte de Venezuela, en 1962. Indudablemente que la política interna venezolana desempeñó un papel en esa demora, ya que el gobierno de Marcos Pérez Jiménez (con justa razón) consideró que sus posibilidades de tener éxito sobre la base de ese Memorando eran escasas. Sin embargo, para 1962, la independencia de Guyana era inminente y el nuevo gobierno de Rómulo Betancourt estaba ansioso de reactivar la disputa teniendo como interlocutor a un Imperio Británico a la sazón venido a menos, en lugar de un diminuto y pobre país que fácilmente podría asumir el papel de víctima. Más aún, a comienzos de los años ’60, la política guyanesa estaba dominada por factores prosoviéticos, y tanto el gobierno de Betancourt como el Departamento de Estado del gobierno de Kennedy pudieran haber visto la disputa como una oportunidad de negarle a un incipiente Estado comunista en tierra firme sudamericana dos terceras partes de su territorio. Sin embargo, en cuestión de pocos años, los comunistas habían salido del gobierno guyanés a través del voto y Kennedy había sido asesinado. Pero para ese entonces el gato estaba bien fuera de la valija diplomática.
Entonces, ¿cuál es el valor jurídico del renovado reclamo venezolano? Si bien las afirmaciones de Mallet-Prévost son ciertamente provocativas, el valor legal de su memorando luce altamente cuestionable. Ciertamente, a duras penas se podría tomar un solo documento escrito medio siglo después del fallo como prueba concluyente de una conspiración anglo-rusa. No se ha hallado prueba documental alguna que confirme la teoría de Mallet-Prévost, y no queda vivo ninguno de los participantes para confirmar o rechazar esa versión de los hechos. Aunque un examen cuidadoso de las declaraciones y los escritos de personas que participaron en el laudo arbitral tiende a confirmar a grandes rasgos el relato de Mallet-Prévost, dichas fuentes dejan un espacio considerable para desacuerdos entre observadores razonables. Algunos creen que Frederick de Martens, el académico ruso que presidió la junta arbitral, se lanzó a un complicado juego de engaño diplomático, oponiendo una parte a la otra a fin de preparar el escenario para que ambas partes acabaran aceptando su propia solución de avenimiento. Desde ese punto de vista, de Martens se habría presentado como cautivo de los intereses británicos ante Mallet-Prévost únicamente para hacer que el lado venezolano accediera a un avenimiento, y posteriormente habría dicho a los británicos que tenía órdenes de apoyar el reclamo estadounidense-venezolano, haciendo así que los representantes de Su Majestad aceptaran la propuesta de avenimiento. Lo cierto es que cien años más tarde no hay forma alguna de determinar exactamente por qué la junta arbitral falló en la forma en que lo hizo.
Sin embargo, a un nivel más profundo, la controversia sobre el Memorando Mallet-Prévost es sencillamente irrelevante. Incluso si se pudiese hallar pruebas documentales que demostrasen rotundamente que la decisión de 1899 fue “arreglada”, es dudoso que eso llegue a cambiar algo. Mucho antes de que el Memorando se hiciera del conocimiento público, estaba muy claro que el laudo de 1899 había sido tanto un arreglo diplomático como una decisión estrictamente judicial. Los registros históricos son tan confusos que se podría haber armado un argumento razonable para fijar la línea fronteriza prácticamente en cualquier punto entre el Esequibo y el Caroní. El magistrado David Brewer, uno de los miembros de la Corte Suprema de EE.UU. que formó parte de la junta arbitral, escribiría luego que aún después de haber estudiado exhaustivamente los mapas históricos del territorio, no hubo manera de hacer que dos jueces cualesquiera de la junta se pusieran de acuerdo sobre la misma frontera. Las opciones reales de la junta quedaron reducidas a “trazar una línea que pasara por el medio de lo que cada parte consideraba justo”. En tales circunstancias, lo que habría que preguntarse es si efectivamente llegó a haber una posibilidad real de llegar a un fallo estrictamente jurídico.
Es fácil olvidar que, hacia finales del Siglo XIX era poco usual que el Imperio Británico resolviera una disputa territorial por mecanismos jurídicos formales, en lugar de utilizar la fuerza militar. Ciertamente, montar una toma militar del Esequibo habría sido algo trivial para Gran Bretaña, simplemente una más de las cientos de misiones semejantes —invariablemente exitosas— que los ingleses habían venido organizando durante décadas. El simple hecho de que la diplomacia británica accediera a resolver la disputa del Esequibo mediante arbitraje, fue más bien un reconocimiento de la creciente importancia de EE.UU. y de su habilidad para imponerle la Doctrina Monroe a Londres. En 1895, la prensa sensacionalista estadounidense le clavó los dientes con fruición al asunto del Esequibo, usándolo para proyectar una imagen de los británicos como malandros ladrones de tierra, y retando a EE.UU. a que hiciera valer su doctrina de que las potencias europeas no podían recurrir a la fuerza militar en la esfera de influencia de EE.UU. El gobierno estadounidense, ansioso por reafirmar su supremacía hemisférica, asumió la disputa, presionando a los ingleses para que convinieran en un arbitraje. Costó mucho trabajo convencer a los británicos, opuestos desde hacía tiempo a tales procedimientos, dado que esperaban resolver la disputa mediante conversaciones bilaterales. A la sazón, las presiones de la prensa amarillista eran tan intensas que una guerra anglo-estadounidense por el asunto del Esequibo no era del todo descabellada. A los británicos les debe haber parecido que el arbitraje era una opción preferible a las otras dos alternativas: entregar el territorio sin luchar o arriesgarse a un enfrentamiento militar con EE.UU.
A estas alturas, es probable que muchos lectores venezolanos se sientan molestos, abrumados por la sensación de que todo esto sencillamente no es justo. Y por supuesto que tienen razón: no es justo. Sin embargo la geopolítica, especialmente la geopolítica del Siglo XIX, nunca ha sido justa. Aún más que ahora, las relaciones internacionales en el Siglo XIX eran un asunto despiadado en el que los grandes y fuertes ganaban y los pequeños y débiles perdían. El mundo está repleto de fronteras indignantemente injustas, impuestas en el Siglo XIX por países poderosos a otros más débiles. Normalmente, la injusticia era perpetrada en formas mucho más agresivas que las empleadas por los ingleses en el Esequibo, entre las cuales la más corriente era la conquista militar. ¿Es acaso justo que México no haya sido lo suficientemente poderoso como para conservar California, o que Austria perdiera Bolzano, o Pakistán a Bangladesh, a pesar de que cada uno de ellos podía citar argumentos históricos y jurídicos blindados que respaldaran sus reclamos? Probablemente no sea justo, pero al final las naciones maduras aprenden a aceptar las realidades geopolíticas y a seguir adelante. Tal como dijo un miembro del Gabinete guyanés hace alrededor de 30 años, “la mayor parte de las fronteras del mundo caerían en el caos y la confusión” si lo único que se necesitara para reabrir disputas limítrofes nominalmente resueltas fuese argumentar que los convenios originales habían sido producto de fraudes o presiones.

Anatomía de una causa perdida
Los intentos de resolver la disputa desde 1962 han sido como dar un paso adelante y dos hacia atrás. En 1966, justo antes de la independencia de Guyana, Venezuela y Gran Bretaña suscribieron un acuerdo mediante el cual se fijaban los pasos para resolver la disputa definitivamente. El denominado Acuerdo de Ginebra fue una obra de arte de ambigüedad diplomática calculada que permitió a cada una de las partes interpretarlo en formas diametralmente opuestas. Por ejemplo, Venezuela fundamenta sus protestas contra el sitio propuesto por Beal Aerospace para el centro de lanzamiento de satélites en el Esequibo, en el Artículo V del Acuerdo de Ginebra. Pero lo que ese Artículo efectivamente dice es que “Ningún acto o actividad que tenga lugar durante el tiempo de vigencia del presente Acuerdo constituirá una base para afirmar, apoyar o negar una aseveración de soberanía territorial (…) salvo que tales actos o actividades sean producto de un acuerdo de la Comisión Mixta y hayan sido aceptadas por escrito por (ambos países)”. La interpretación venezolana —que esto significa que Georgetown tiene que pedirle permiso a Caracas antes de emprender cualquier desarrollo sustancial en el territorio— suena ridícula. Una interpretación más honesta sería sostener que Guyana sencillamente no podrá servirse de la presencia del centro de lanzamiento de satélites para apoyar su aseveración de soberanía sobre el territorio.
Durante su primer gobierno, Carlos Andrés Pérez se dedicó afanosamente a resolver el problema. Guyana presentó propuestas razonables tanto al presidente Rafael Caldera como a Jaime Lusinchi, y ambas fueron ignoradas. Las iniciativas guyanesas no fueron publicadas, pero parece razonable suponer que contemplaban otorgarle a Venezuela una pequeña franja de territorio a lo largo del Delta del Orinoco, a cambio de la asistencia y el respaldo de Venezuela para ayudar a Guyana a desarrollar la región. La ventaja de tales ofertas era que esa estrecha franja de territorio habría consolidado el acceso de Venezuela al Océano Atlántico, además de otorgarle nuevas áreas en las que se podría hallar petróleo. Pero tanto Lusinchi como Caldera ignoraron las propuestas, presumiblemente porque temían enfrentarse a la indignación nacional que indudablemente suscitaría semejante acuerdo.
Todo ello puede servir para poner en la perspectiva correcta la más reciente racha de intercambios retóricos entre Caracas y Georgetown. Hablando en una visita a Caracas, el ministro guyanés de Relaciones Exteriores, Clement Rohee, declaró sin ambages que Venezuela no tiene posibilidad alguna de convencer a nadie de que el laudo de 1899 es nulo e írrito.
VenEconomía se inclina a coincidir con esa afirmación. Rohee comprende que las preguntas sobre la supuesta componenda anglo-rusa podrían resultar un tema interesante para los historiadores diplomáticos, pero para los encargados de tomar decisiones políticas del presente, son sencillamente irrelevantes: nadie fuera de Venezuela las va a creer.
Eso deja tres maneras posibles de poner fin a la disputa, ninguna de las cuales luce probable. Primera: Caracas reconoce la realidad internacional obvia y desiste de su reclamo. Segunda: Venezuela puede lanzar una invasión militar al territorio. Tercera: Caracas puede procurar una solución al estilo de los Sudetes, exigiendo que se permita que los habitantes del Esequibo decidan su propio destino mediante un referendo. El clima de predecible nacionalismo que suscita el tema del Esequibo ofrece pocos motivos para albergar esperanzas con respecto a la primera opción. Los quijotescamente jingoístas gobiernos venezolanos desde 1962 no han demostrado una disposición a adaptarse a los molestos imperativos de la realidad geopolítica mayor que la de sus ineficaces predecesores del Siglo XIX. En cuanto a las perspectivas de una solución militar de la disputa, se trata de una posibilidad con implicaciones demasiado graves como para considerarla, y es una opción que hasta los nacionalistas más ardientes del lado venezolano se apresuran a descartar. Claro que con Chávez uno nunca sabe. Es poco probable que una solución de referendo favorezca a Venezuela, ya que los escasos habitantes del Esequibo hablan inglés, manejan por la izquierda y sazonan sus comidas con curry. Sin embargo, son pocos y pobres, de manera que no parece del todo quimérico que pudieran tener un incentivo monetario para votar a favor de unirse a Venezuela.
Sin embargo, dejando de lado tales ejercicios especulativos, el escenario más probable es la continuidad interminable de la situación actual de indefinición, con un flujo constante de amenazas huecas y denuncias retóricas desde Caracas durante el futuro previsible. Desde el punto de vista de Venezuela, puede que ésta no sea una solución tan mala. Por un lado, la disputa actuaría como una especie de programa de empleo para los comunicadores sociales. Por otro lado, les ahorra a los políticos tanto la posibilidad de verse en la embarazosa situación de ceder a un asunto emocionalmente cargado, como de las engorrosas consecuencias de efectivamente hacer algo.
Para Guyana, esta estrategia de permanente indecisión podría conllevar costos mayores. Por un lado, los lectores de VenEconomía seguramente saben que lo de Chávez es pura retórica cuando habla del Esequibo, pero se puede excusar a la gente de Beal Aerospace Technologies si no están tan seguros. Desde ya sus planes de construir el centro de lanzamiento de satélites en el Esequibo —la mayor inversión extranjera que Guyana ha contemplado en años— lucen decididamente inciertos.
Perder el contrato con Beal representaría un grave golpe para el segundo país más pobre del Hemisferio Occidental. Al mismo tiempo, para una economía diminuta como la guyanesa, el acceso al mercado venezolano podría tener muchas ventajas, pero el comercio bilateral se halla gravemente restringido en vista de la disputa limítrofe. Y el aumento de la actividad militar del lado venezolano de la frontera puede resultar alarmante para un pequeño país apenas capaz de defender su territorio.
Pero nada de eso ayuda a explicar por qué el presidente Chávez ha preferido sacar al tapete esta causa perdida con tanta fuerza específicamente ahora. El peor escenario posible es que Chávez esté preparando al público venezolano para una posible guerra, un enfrentamiento que le pudiese resultar rentable al llegar el momento en que su popularidad en el país comience a desinflarse. Alternativamente, es posible que la posición de Chávez tenga poco que ver con cualquier estrategia a largo plazo bien ponderada, debiéndose más bien al predecible nacionalismo del primer mandatario.
En una nota algo más optimista, Chávez podría estar avivando la disputa a fin de preparar a Georgetown para que acepte el mejor avenimiento posible —parecido a lo que se le propuso a Caldera y a Lusinchi—, según lo cual Guyana cede una superficie limitada de territorio a cambio de asistencia para su desarrollo. Se trata de un avenimiento que al pueblo venezolano le costará aceptar, pero si hay alguien que puede convencerlo de sus méritos, ese alguien es el presidente Chávez.-

Robert Bottome, Michaela Ridgway y Francisco Toro
Traducido por Francisco Pance
Fuentes principales:
Leslie B. Rout, Jr. Which Way Out? An Analysis of the Venezuela-Guyana Boundary Dispute. 1971, Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad del Estado de Michigan. East Lansing, Michigan (EE.UU.).
Jorge Olavarría, El Protocolo de Puerto España. 5 de abril de 1981. Revista Resumen. Caracas (Venezuela).
Armando Rojas, Venezuela Limita al Este Con el Esequibo. 1965, Informes Especiales de la Carta de Venezuela, Oficina Central de Información. Caracas (Venezuela).
President Grover Cleveland, The Venezuelan Boundary Controversy. 1913, Princeton University Press. Princeton, Nueva Jersey (EE.UU.).
Otto Schoenrich, The Venezuela-British Guiana Boundary Dispute (donde apareció publicado por primera vez el famoso memorando de Severo Mallet-Prévost). Julio de 1949, American Journal of International Law. Vol. 43, No. 3. pág. 523. Washington, DC. (EE.UU.).

Anexos
El prestigioso proyecto de Beal
Lo que provocó la más reciente andanada retórica del presidente Chávez contra Guyana fue el anuncio de los planes para construir un centro de lanzamiento de satélites en el Esequibo (aunque Chávez se refiere al mismo como “base de lanzamiento de misiles”). Beal Aerospace Technologies, una compañía con sede en Texas, construiría y operaría el centro, el primero completamente privado del mundo. El proyecto, a un costo de $100 millones, representa la inversión directa más cuantiosa que Guyana haya visto en años. Aunque generará relativamente pocos empleos directos —500 durante la etapa de construcción y 200 posteriormente— Guyana espera que el proyecto mejore la reputación del país como lugar seguro para las inversiones, actuando como una especie de “sello de aprobación” para sus recientes iniciativas de reforma económica. En efecto, Guyana está entrando en la era espacial. Beal subraya que correría con todos los riesgos que pudiera generar el proyecto. El gobierno guyanés ha recibido una pequeña comisión por la concesión, y recibirá además otra comisión por cada lanzamiento, del orden de $100.000, incluso si la instalación espacial no generase utilidad. En ninguna circunstancia podría Guyana sufrir pérdidas con semejante arreglo.
La instalación estará ubicada en una región selvática muy remota cerca de la costa atlántica, a menos de 30 km de la frontera con Venezuela. No hay carreteras ni vías férreas que lleven al sitio escogido, de manera que el centro contará con su propio aeropuerto y demás instalaciones. Respondiendo a inquietudes manifestadas por grupos ambientalistas guyaneses, Beal afirma que el puerto espacial tendrá un impacto ambiental mínimo. La compañía ha contratado a asesores ambientalistas para minimizar el impacto del puerto espacial sobre las áreas de nidificación de tortugas marinas, y sostiene que la extensa zona amortiguadora alrededor de la instalación efectivamente actuará como una reserva natural. -
31/08/2000, VenEconomía Mensual, Vol. 17, Num. 11, Año 2000, PP. 9-14. Categoría: Gobierno y Política, Autor: Robert Bottome, Michaela Ridgway, Francisco Toro

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