Para las «izquierdas» liberales no se podía obtener la renovación social sin romper totalmente con el pasado, armar las masas, entregarle todo el poder al pueblo y rehacer el Estado bajo el imperio de leyes radicales, que limitaran sin contemplaciones el poder público y aseguraran la renovación popular de todos los depositarios.
Para las «derechas» monárquicas ese programa conduciría fatalmente a la demagogia, y no veían otro remedio que la conservación intransigente del absolutismo y la represión por la fuerza de toda innovación.
Una experiencia, llena de dolor y de sangre, se encargó de reducir ambos extremos. Dolor y sangre en las revoluciones temerarias, que casi siempre terminaron por una regresión al pasado y la pérdida de todos los sacrificios. Dolor y sangre también, aunque disimulados, en los regímenes absolutistas puesto que no era posible ya arrebatarle a los pueblos el ideal de mejoramiento y de propia dignificación con que se habían familiarizado.
Y en ambos casos una misma inseguridad, igual forcejeo lleno de odios; anarquía manifiesta en las revoluciones, y anarquía latente, aunque no menos angustiosa, bajo el despotismo.
Por esa vía el espíritu europeo alcanzó en el siglo XIX una de sus más hermosas conquistas espirituales: la tolerancia política.
No exagero. También la tolerancia religiosa comenzó por ser un hecho, impuesto por crueles disyuntivas; y ha llegado a ser un principio moral superior. Apareció como una simple tregua exterior; y se convirtió después se signo de depuración íntima, unido a las nociones más arraigadas de la agilidad individual y pública; un fanático del siglo XV la hubiera considerado como una claudicación; hoy sentimos que en ella hay más contenido religioso que en la ciega intransigencia con que la pasión humana creía defender la idea de Dios,
Y la tolerancia política es en resumen sentido político, puesto que la política, en su acepción aristotélica de pacífica convivencia legal, tiene que ser eso: limitación recíproca.
Según la expresión de nuestro Libertador saber considerar no sólo lo que es justo y lo que es útil, sino también lo que es oportuno.
Pero la tolerancia política fue, además, un nuevo triunfo de las características fundamentales de la civilización occidental: concepto de que la vida es, a la vez, progreso y orden; disciplina para la acción gradual, adecuada y efectiva; capacidad práctica, que supo encontrar frente a las nuevas realidades políticas, un mecanismo eficiente de adaptación progresiva.
Esas son las conquistas y las condiciones esenciales de la cultura occidental que de nuevo están hoy en peligro.
Este ensayo solo apareció en la primera edición de La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana. Caracas: Coop. De Artes Gráficas, 1938, pp.77-83