La ventaja política de la democracia sobre los demás sistemas de gobierno no consiste en que los dirigentes elegidos democráticamente sean siempre mejores que los demás, sino en que mandan menos. Es decir, que nunca mandan en solitario y sin cortapisa posible porque tienen su poder limitado por otros poderes no menos legítimos que pueden obstaculizar o incluso frenar sus decisiones. La democracia es el sistema político que institucionaliza la desconfianza en los líderes y la vigilancia sobre ellos por distintos medios. El más importante de todos es la separación de los poderes ejecutivo (gobierno), legislativo (parlamento) y judicial, cuyo primer teorizador fue Montesquieu en el siglo XVIII. Cada una de estas instancias tiene su función propia, pero las dos últimas pueden y en muchos casos deben funcionar como cortapisas de la primera. Y en teoría la tercera, el poder judicial, no tiene como función decidir el camino a seguir por la comunidad ni decretar las normas a las que todos deben atenerse, sino simplemente aplicar imparcialmente el reglamento del juego democrático. Es decir ejercer como árbitros.
Algunos son muy críticos con los jueces, diciendo que es el único de los tres poderes no sometido a elección democrática sino a cooptación profesional. Pero también es cierto que los jueces son los únicos que deben poseer una preparación específica para su cargo, lo que no ocurre con los gobernantes ni con los parlamentarios. Es decir, cualquiera puede ser ministro o miembro del parlamento (o votante en las elecciones generales, si vamos a eso), pero hacen falta determinados estudios y pruebas para llegar a ser juez. Por supuesto, este profesionalismo no garantiza su imparcialidad, pero en principio debería garantizar una vía distinta que la meramente ideológica para llegar al puesto. Sin duda los jueces tendrán cada cual su propia forma de pensar y también su carácter, con los vicios propios de la humanidad: vanidad, venalidad, ambición y todos los demás. Son seres humanos no mejores que los demás, pero tampoco peores: y es preciso recordar que los humanos estamos siempre en manos de nuestros semejantes, para bien y para mal.
Uno de los males indudable de muchas democracias – entre ellas la española – es que los cargos de las más altas instancias judiciales dependen a fin de cuentas de imposiciones o pactos fruto del reparto parlamentario de escaños: en el Tribunal Supremo o en el Tribunal Constitucional los miembros han sido propuestos por los diferentes partidos y se muestran generalmente sumisos a su viciado origen, es decir, los que vienen propuestos por las izquierdas apoyan lo que desean las izquierdas y los que son deudores de la derecha se comportan como la derecha quiere. Un escándalo… aceptado como lo más normal del mundo. ¡La independencia de los jueces es de tal calaña que se sabe lo que van a decidir en cada caso antes de que se pronuncien! Y para colmo, en España, el ejecutivo tiene la atribución de nombrar al Fiscal General, lo cual – dada la habitual docilidad de los designados para este puesto, tanto por los gobiernos de derechas como de izquierdas – se convierte en una forma de manipular las iniciativas del poder judicial. Si alguna reforma institucional es necesaria en nuestro país, será sin duda la que corrija en la medida de lo posible esta esclavización de lo judicial a lo legislativo y ejecutivo. Y ello a pesar de que los políticos no dejen de decir que los jueces no deben meterse en política…, sobre todo cuando contrarían alguna de las políticas por ellos propuestas.
En una palabra: sin árbitros, no hay juego posible. Y en el juego democrático, para gran parte de las cuestiones esenciales, los jueces son los árbitros necesarios. Lo difícil es instrumentar las medidas a fin de que sea lo más difícil posible “comprarlos” ideológicamente…
FERNANDO SAVATER: DICCIONARIO DEL CIUDADANO SIN MIEDO A SABER. Ariel (Barcelona), 2007, 88 páginas.