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la democracia, en lugar de ser la expresión del pueblo unánime, tal como pretende serlo el totalitarismo, es,
por el contrario, la organización dialógica compleja de la sociedad fundada en
la soberanía popular. La diferencia clave es ésta: para la perspectiva
democrática la pluralidad no es una anomalía, sino un fenómeno natural y útil. En el seno de
una misma familia, un mismo grupo, una misma clase, una misma sociedad, se pueden
manifestar ideas diversas y contrarias, no sólo en cuanto a tácticas a seguir o las
estrategias a adoptar, sino también en cuanto a los valores y finalidades a
elegir. Para la perspectiva totalitaria el individuo debe estar en armonía
completa con la sociedad. Para la perspectiva democrática el individuo debe
conservar su cápsula personal no política y no racionalizable y esto, lejos de
ser un empobrecimiento, es una complejidad capaz de enriquecer la organización
social[1].
El
medio de que se vale la naturaleza para conducir a bien el desarrollo de todas
sus disposiciones es el antagonismo en el seno de la sociedad, en tanto que éste
es sin embargo, en fin de cuentas la causa de un ordenamiento regular de esta
sociedad. Entiendo aquí por antagonismo la insaciable sociabilidad de los
hombres, es decir, su inclinación a entrar en sociedad. Inclinación que sin
embargo está doblegada por una repulsión general a hacerlo, que amenaza constantemente
la desintegración de la sociedad. El hombre tiene una inclinación a asociarse
porque en tal estado se siente aún más humano por el desarrollo de sus
disposiciones naturales. Pero manifiesta también una gran propensión a
separarse (aislarse). Porque encuentra al mismo tiempo, en él, un carácter de
insociabilidad que lo lleva a querer dirigirlo todo en su propio sentido, y por
ello espera encontrar resistencias por todos lados y se sabe por sí mismo
inclinado a resistir a los otros. Es esta resistencia la que despierta todas
las fuerzas del hombre, lo que lleva a superar su inclinación a la pereza y
bajo el impulso de la ambición, el instinto de dominación o de avidez, a
abrirse un lugar entre sus compañeros, a los que soporta de mal grado pero de
los que no puede prescindir... Sin estas cualidades de insociabilidad, poco
simpáticas, ciertamente, en sí mismas, fuente de la resistencia que cada uno
debe encontrar a sus pretensiones egoístas, todos los talentos quedarían para siempre en
germen, en medio de una existencia de pastores de arcadia, en una concordia, una
satisfacción y un amor mutuo perfecto. Los hombres dulces, como los corderos
que hacen pacer, no darían a la existencia más valor del que dan a su rebaño doméstico… Agradezcamos, pues, a la naturaleza por este
humor poco conciliador por la vanidad rivalizadora en la envidia; por el
apetito insaciable de posesión o incluso de dominación. Sin ello, todas las
disposiciones naturales excelentes de la humanidad quedarían ahogadas en un
eterno sueño. El hombre quiere la concordia pero la naturaleza sabe mejor qué
es lo que conviene a su especie: Ella quiere la discordia2.