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lunes, 3 de septiembre de 2012

Ver y oír cómo mienten; no, así no se puede…


... la democracia, en lugar de ser la expresión del pueblo unánime,  tal como pretende serlo el totalitarismo, es, por el contrario, la organización dialógica compleja de la socie­dad fundada en la soberanía popular. La diferencia clave es ésta: para la perspectiva democrática la pluralidad no es una anomalía,  sino un fenómeno natural y útil. En el seno de una misma familia, un mismo grupo, una misma clase, una misma sociedad, se pueden manifestar ideas diversas y con­trarias,  no sólo en cuanto a tácticas a seguir o las estrategias a adoptar, sino también en cuanto a los valores y finalidades a elegir. Para la perspectiva totalitaria el individuo debe estar en armonía completa con la sociedad. Para la perspec­tiva democrática el individuo debe conservar su cápsula personal no política y no racionalizable y esto, lejos de ser un empobrecimiento, es una complejidad capaz de enrique­cer la organización social[1].

El medio de que se vale la naturaleza para conducir a bien el desarrollo de todas sus disposiciones es el antagonismo en el seno de la sociedad, en tanto que éste es sin embargo, en fin de cuentas la causa de un ordenamiento regular de esta sociedad. Entiendo aquí por antagonismo la insaciable sociabilidad de los hombres, es decir, su inclinación a entrar en sociedad. Inclinación que sin embargo está doblegada por una repulsión general a hacerlo, que amenaza constan­temente la desintegración de la sociedad. El hombre tiene una inclinación a asociarse porque en tal estado se siente aún más humano por el desarrollo de sus disposiciones naturales. Pero manifiesta también una gran propensión a separarse (aislarse). Porque encuentra al mismo tiempo, en él, un carácter de insociabilidad que lo lleva a querer dirigirlo todo en su propio sentido, y por ello espera encontrar re­sistencias por todos lados y se sabe por sí mismo inclinado a resistir a los otros. Es esta resistencia la que despierta todas las fuerzas del hombre, lo que lleva a superar su inclinación a la pereza y bajo el impulso de la ambición, el instinto de dominación o de avidez, a abrirse un lugar entre sus compañeros, a los que soporta de mal grado pero de los que no puede prescindir... Sin estas cualidades de inso­ciabilidad, poco simpáticas, ciertamente, en sí mismas, fuente de la resistencia que cada uno debe encontrar a sus preten­siones egoístas,  todos los talentos quedarían para siempre en germen, en medio de una existencia de pastores de arcadia, en una concordia, una satisfacción y un amor mutuo perfecto. Los hombres dulces, como los corderos que hacen pacer, no darían a la existencia más valor del que dan a su rebaño doméstico…  Agradezcamos, pues, a la naturaleza por este humor poco conciliador por la vanidad rivalizadora en la envidia; por el apetito insaciable de posesión o incluso de dominación. Sin ello, todas las disposiciones naturales excelentes de la humanidad quedarían ahogadas en un eterno sueño. El hombre quiere la concordia pero la naturaleza sabe mejor qué es lo que conviene a su especie: Ella quiere la discordia2.


 [1] Morín, Edgar. Pensar Europa, Barcelona, Gedisa, marzo de I988, p. 178

2 Kant, Idea de una Historia Universal desde el punto de vista cosmopolita, París, Ed. Montcin, 1964, p. 64,

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