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sábado, 20 de octubre de 2012

Sapere aude: Historia Crítica De La República De Cuba (III) / Carlos Alberto Montaner/ Publicado en El Nuevo Herald 16 de mayo de 2004


La república comunista (1959-200...)

Con la fuga de Batista los cubanos pensaron que terminaba una dictadura y el país retomaba el camino democrático interrumpido en 1952. Pero esa era una falsa impresión: lo que moría, para dar paso a la república comunista, era la república revolucionaria surgida en 1933, encharcada en un peligroso discurso radical que no se compadecía con las formas de gobierno, pero que confundió a la sociedad y debilitó sus defensas frente al totalitarismo. Tanto dio el cántaro a la fuente del nacionalismo, el antimperialismo y el anticapitalismo, que, finalmente, se rompió. Castro llegaba secretamente decidido a llevar hasta sus últimas consecuencias una revolución de orientación comunista, designio que sólo había compartido con su hermano Raúl y con el argentino Guevara, ambos comunistas convencidos.

Contrario a lo que nos puede parecer a principios del siglo XXI, en la década de los cincuenta no era tan descabellado pensar que la humanidad se desplazaba hacia un destino comunista. Desde el fin de la Segunda Guerra, la URSS crecía al ritmo del 8 y 10% anual, dominaba la energía nuclear, y en 1957, para asombro de la comunidad científica, se había convertido en el país que inauguraba la era espacial. La hábil propaganda mostraba una nación enorme e impetuosa, repleta de obreros felices, en contraste con los desdichados norteamericanos, divididos por el apartheid racial y la lucha de clases.

Por otra parte, la visión ideológica “progresista” también apuntaba en la misma dirección. Se suponía que las compañías multinacionales saqueaban a las naciones del tercer mundo, y era frecuente caracterizar a los empresarios locales como meros agentes del imperialismo económico, responsables de la pobreza de grandes zonas de la sociedad. Sólo una revolución profunda y radical que redistribuyera la riqueza, nacionalizara los medios de producción vitales ―la banca, los seguros, el transporte, la energía, los teléfonos, amén de la educación― y cortara las amarras con el imperio norteamericano, podía lograr la felicidad y el desarrollo de los pueblos.

Pero entonces se vivía en medio de la Guerra Fría y este curso de acción ―suponían los revolucionarios― conducían a un choque directo con Estados Unidos, potencia que destruiría cualquier intento radical en América Latina, como ya había sucedido en la Guatemala de Jacobo Arbenz en 1954. ¿Cómo evitarlo?

Castro encontró una insólita respuesta: provocándolo, pero reclutando previamente a la URSS para que sirviera de guardaespaldas. Estrategia, sin embargo, que presentaba un grave inconveniente: tradicionalmente la URSS había suscrito la hipótesis leninista de que la revolución en América tenía que comenzar en Estados Unidos, que era donde existían grandes concentraciones de obreros. Luego le tocaría el turno a América Latina. Parecía imposible que se invirtiera esa secuencia.

Para suerte de Fidel Castro, gobernaba en la URSS un campesino ucraniano llamado Nikita Kruschov, realmente convencido de que el sistema comunista era superior al capitalista. Kruschov aseguraba que en apenas veinte años su país superaría el grado de riqueza de Estados Unidos, y le resultaba humillante la estrategia militar norteamericana de mantener a la URSS rodeada de bases militares desde las que apuntaban sus misiles o despegaban los bombarderos. ¿No sería conveniente darles un poco de su propia medicina a los norteamericanos? ¿Y qué mejor sitio que Cuba, donde de manera inesperada había surgido un gobierno cuyo líder tenía inclinaciones comunistas y estaba dispuesto a ensayar una suerte de alianza?

El primer gobierno revolucionario

Con ese panorama internacional al fondo, el 8 de enero de 1959 Castro entró en La Habana rodeado de sus barbudos, en medio de un acceso general de euforia e ilusiones. Casi nadie pensaba que el país pudiera escorar hacia el bando comunista. Y mucho menos cuando se conoció el primer gabinete: Manuel Urrutia, presidente; José Miró Cardona, Primer Ministro; Manuel Ray, Ministro de Obras Públicas; Manolo Fernández, Ministro de Trabajo; Roberto Agramonte, Ministro de Relaciones Exteriores y otros parecidos. Casi todos eran figuras respetables que inspiraban confianza. Lo que el pueblo no sabía, ni ellos tampoco, que ése precisamente era el efecto que Castro buscaba para ganar tiempo, mientras creaba un aparato militar y una policía política a la medida de sus secretas intenciones.

Pero aun descontando los siniestros objetivos de Castro, fue escasamente ejemplar lo que sucedió en aquellos primeros meses en los que gobernaron los revolucionarios no-comunistas bajo la sombra de Fidel Castro. Se maltrató, encarceló y se fusiló a cientos de personas mediante juicios carentes de garantías. El Consejo de Ministros, copiando la legislación de Batista, y hasta repitiendo la frase “la revolución es fuente de Derecho”, se atribuyó la facultad de legislar a su antojo, y se dictaron medidas abusivas, gravemente atentatorias contra los derechos de propiedad, pero que encajaban en la tradición revolucionaria del país: una primera reforma agraria, la rebaja de un 50% del costo de los alquileres de las viviendas y de los servicios públicos. Ante cada espasmo populista aumentaba la popularidad del régimen, y se hundía la economía, pero esta consecuencia no parecía asustar a nadie. Más aún: favorecía los planes de Castro, encaminados a empobrecer al sector privado para fagocitarlo más fácilmente en su momento.

A mediados de 1959 ya era evidente que Castro y unos cuantos de sus hombres de confianza se movían rápidamente hacia el campo comunista. Urrutia fue obligado a renunciar y se asiló en una embajada. El comandante Húber Matos fue apresado y renunciaron varios ministros. El choque con la prensa libre condujo a la toma de los periódicos y revistas, mientras un alto porcentaje de la población, comunista o no comunista, pero carente de valores democráticos, aplaudía a rabiar. Súbitamente, el país volvió a dividirse y muchos revolucionarios retomaron el camino de la conspiración. Es lo que se venía haciendo desde 1902. Es lo que se hizo exitosamente contra Machado y contra Batista.

Yanquis contra soviéticos en el Caribe

Parecía imposible que se consolidara en Cuba un régimen comunista a 90 millas de Estados Unidos, pero si los cubanos hubieran agudizado un poco la mirada histórica habrían comprobado que Estados Unidos jamás había logrado sus propósitos en Cuba. En 1898 (o antes) no pudo anexarla ni después pudo quedarse con Isla de Pinos, como era su intención, territorio al que renunció en 1925. Impuso la Enmienda Platt para convertir a Cuba en un protectorado y acabó prisionero de las riñas intestinas de los hábiles caudillos criollos (como declarara, melancólicamente, Sumner Welles en sus memorias). No logró encauzar la caída de Machado. Tampoco supo evitar el golpe contra Prío, ni consiguió organizar adecuadamente la salida de Batista para impedir el acceso de Castro al poder. Si algo debieron pensar los cubanos era que Washington podía ser un buen aliado en el terreno económico, pero no podía garantizar el buen gobierno, la estabilidad o el mejor curso político del país.

No obstante, la Casa Blanca, que tampoco había advertido los continuos fracasos de su política cubana, dio instrucciones a la CIA para que organizara el derrocamiento de Castro. Esto sucedió en la primavera de 1960, y pronto los grupos clandestinos que habían surgido espontáneamente para luchar contra la entronización del comunismo se subordinaron a los que contaban con el apoyo de Estados Unidos. Esa etapa insurreccional, en la que no faltaron actos heroicos y grandes sacrificios, desembocó en la desastrosa expedición de Bahía de Cochinos de abril de 1961, abandonada a su suerte por un presidente Kennedy inexperto y vacilante, saldada con más de mil prisioneros. Sólo se mantuvieron peleando por unos años más las guerrillas campesinas del Escambray, pero sin la menor posibilidad real de triunfar.

En octubre de 1962 sobrevino el otro episodio seminal: la Crisis de los Misiles. La URSS, envalentonada con la parálisis de Kennedy en Bahía de Cochinos, se atrevió a instalar cohetes con cabeza nuclear en Cuba. La inteligencia norteamericana los descubrió y la Casa Blanca le dio un ultimátum al Kremlin: o sacaba los cohetes de Cuba o Estados Unidos los destruía. Kruschov aceptó retirarlos, pero le arrancó a Kennedy una promesa tácita: Cuba no sería atacada o invadida por Estados Unidos o por otros países de América Latina.

El pacto, sin embargo, no incluía la eliminación física de Castro, así que el hermano del presidente, Bobby Kennedy, Fiscal General de la nación, se dio a la no tan discreta tarea de organizar el ajusticiamiento del Comandante con la ayuda de la mafia. Tal vez por eso, unos meses más tarde, quien caía muerto en las calles de Dallas era John F. Kennedy. Lo asesinó un castrista connotado, Lee Harvey Oswald, ex desertor en la Unión Soviética y miembro del Comité Pro Justo Trato para Cuba, obsesionado por la política anticastrista de los Kennedy.

Nunca se pudo probar que actuaba por cuenta de La Habana (como afirmaba, sotto voce, el presidente Lyndon Johnson), pero la desaparición del joven mandatario puso fin a la determinación norteamericana de acabar con Castro.

La etapa guevarista (1961-1970)

Castro declaró el carácter “socialista” de su gobierno el 15 de abril de 1961, dos días antes del desembarco de Playa Girón, tal vez como una forma de comprometer a los soviéticos en la defensa de la revolución. Y era cierto: para todo observador objetivo, en esa fecha ya resultaba absolutamente obvio que Castro les había impuesto a los cubanos un sistema de corte soviético que estaba en fase de consolidación. A lo largo del año sesenta fueron intervenidos o confiscados los medios de comunicación, las escuelas privadas y las principales empresas industriales, agrícolas y comerciales del país. Simultáneamente, había desaparecido todo vestigio de libertad de expresión y, literalmente, yacían en las cárceles miles de maltratados prisioneros políticos. A fines de la década, en 1968, en lo que llamaron una “ofensiva revolucionaria”, desaparecieron todas las pequeñas empresas privadas que existían en el país en medio de lo que llamaron una “ofensiva revolucionaria”.

En realidad, la hipótesis de que la hostilidad norteamericana había forzado a Castro en dirección del comunismo y en brazos de la Unión Soviética no se compadecía con los hechos. Castro, secretamente, había llegado al poder dispuesto a instaurar un sistema comunista, y desde los inicios mismos de su gobierno se movió hacia ese destino. No era, claro, un comunista disciplinado, ni un agente del Kremlin, ni un teórico profundo, sino un revolucionario antiamericano y anticapitalista que no estaba llevando a cabo una revolución marxista en beneficio de Moscú o de los camaradas del Partido Socialista Popular, sino para su propio disfrute, gloria y beneficio, lo que, en su momento, lo llevaría a un choque con los viejos comunistas, a los que barrió o sometió sin piedad. El enfrentamiento con Estados Unidos, pues, fue una consecuencia de la decisión de Castro y no una causa. Sólo quedaba por dilucidar las características particulares de su dictadura marxista caribeña.

Ese perfil ideológico lo daría Ernesto “Che” Guevara y englobaba varios propósitos. Uno de ellos era utilizar la economía planificada y la propiedad estatal de los medios de producción para avanzar rápidamente hacia la industrialización y el desarrollo económico. “En una década ―pronosticó el Che en Punta del Este en julio de 1961― Cuba alcanzará a los Estados Unidos”. Para lograr esa hazaña, acompañada de una igualitaria distribución de la riqueza, el gobierno se esforzaría en modificar espiritual e ideológicamente a los cubanos hasta crear al “hombre nuevo”, como recetaba la utopía marxista. El hombre nuevo era una criatura idealista, decididamente heterosexual ―los homosexuales serían internados en campos de trabajo forzado junto a otras “lacras sociales― y desprovista de codicia, que vivía felizmente dedicada a cumplir las tareas revolucionarias. Ese hombre nuevo reinaría en un sistema comunista ortodoxo, muy lejos de los experimentos desviacionistas que por aquellos años se ensayaban en Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia y, en una medida más tímida, hasta en la propia URSS.

Entre las tareas revolucionarias que el hombre nuevo debía llevar a cabo estaba la de “proteger” el sistema mediante la activa participación en la represión colectiva, institucionalizada por medio de los Comités de Defensa de la Revolución, y la hipertrofiada presencia de la policía política adscrita al Ministerio del Interior. También estaba la de “exportar la revolución” de diversas maneras, pero, especialmente, dotando de adiestramiento y armas a camaradas de otros países, o con infiltraciones de guerrilleros cubanos en numerosas naciones, entre ellas: Venezuela, Perú, Argentina, Nicaragua, Panamá, República Dominicana, Congo, Mozambique, Guinea y un extenso etcétera.

En todo caso, la combinación entre la desaparición de la clase empresarial capitalista y el intenso aventurerismo, sumados al radicalismo ideológico, a los caprichos de Castro y a la crasa ignorancia de los administradores estatales, fue demoliendo progresivamente el aparato productivo del país en medio de una fatal combinación de inflación y carestía que llegó al paroxismo en 1970. En ese año Castro puso como meta nacional producir diez millones de toneladas de azúcar, y a ese arbitrario fin consagró todos los recursos económicos del país, comprometiendo en ello, no se sabe muy bien por qué, “el honor de la revolución”. Naturalmente, la zafra monstruosa se hundió, como habían pronosticado todos los expertos.

La sovietización de la revolución (1970-1985)

El fracaso de la zafra tuvo un efecto catártico. A puertas cerradas, Castro admitió que la revolución era un desastre. La economía estaba en los suelos. El Che Guevara, de regreso de una fracasada aventura guerrillera en África, había resultado ejecutado en 1967 en Bolivia tras una descabellada expedición, y casi todos los esfuerzos subversivos realizados en el tercer mundo habían sido inútiles. Era, pues, absurdo seguir intentando un camino revolucionario paralelo al del campo socialista liderado por la URSS. La manera de “salvar” a la revolución consistía en abandonar cualquier pretensión de originalidad, reproducir en la Isla el modo de administración de la URSS, descentralizar hasta cierto punto el control burocrático, integrar a Cuba en el CAME ―una especie de mercado común socialista― y coordinar con “los rusos” las actividades del “internacionalismo revolucionario”, como se le llamaba a la injerencia subversiva en otros países.

Ese cambio de rumbo produjo algunos resultados positivos. Se frenó la caída en picado de la economía y comenzó una progresiva estabilización en la medida en que aumentaban los subsidios del Este. El país se inundó de asesores soviéticos que enseñaban el modo ruso de gobernar, y los tecnócratas formados en el campo socialista cobraron una notable influencia en las distintas estructuras burocráticas del país. Dentro de esa corriente, en 1976 se promulgó una Constitución redactada en el espíritu y la letra de la que en 1936 Stalin había impuesto en su inmenso país. Entonces se decía que la revolución se había “institucionalizado” y había pasado del “idealismo” al “pragmatismo”.

Sin embargo, esa sovietización de la revolución no frenó los ímpetus de conquista revolucionaria de Castro y la cúpula dirigente, pero si llevó a una mayor coordinación entre La Habana y Moscú. En 1973 una brigada cubana de tanques participó en el frente sirio contra Israel. En 1975 Castro, que nunca había dejado de tener asesores en África, aprovechó con gran oportunismo el vacío de poder que dejaron los portugueses en Angola y envió varios millares de soldados a luchar junto al Movimiento Popular de Liberación Angolano (MPLA), entonces en lucha contra otras dos facciones insurreccionales. Los soviéticos proporcionaron las armas, el parque, los recursos económicos y unas cuantas decenas de asesores. Cuba aporta las tropas, los oficiales y el transporte. La abrumadora presencia cubana decidió la suerte de la guerra y los elementos pro soviéticos de Agustín Neto alcanzaron el poder, aunque no lograron erradicar a los otros grupos guerrilleros.

Esa aventura angolana ―que duraría 15 años― fue el preludio de la otra invasión cubana en África: en 1977 millares de soldados cubanos participaron junto a los marxistas etíopes en la guerra de Ogadén contra enemigos somalíes.

Otra vez se impusieron las armas cubanas, entonces dirigidas por el general Arnaldo Ochoa, formado en la URSS. Pero el éxito que más estimulará la euforia de Castro será el triunfo de las guerrillas sandinistas en Nicaragua en 1979, organizadas, adiestradas y armadas por el gobierno cubano, que, además, envió al frente de batalla a varias decenas de sus mejores cuadros militares. En ese año, a los 20 exactos del triunfo revolucionario, Castro, que entonces presidía el “Movimiento de los no-alineados”, vivía un momento de delirante optimismo y le declaraba a un historiador venezolano que “en diez años todo el Caribe sería un mare nostrum cubano”. Pensaba, incluso, que vería el desplome de la democracia norteamericana.

Sin embargo, ese cuadro de euforia comenzó a deshacerse casi en el mismo momento en que llegaba a su punto culminante. Primero, en abril de 1980, en sólo tres días, casi once mil cubanos se asilaron en la Embajada de Perú en La Habana, ante lo cual el gobierno de Castro, muy asustado, propició la salida masiva de elementos desafectos por el puerto de Mariel: cerca de 130 000 embarcarían rumbo al sur de la Florida. Castro y el mundo comprobaron el grado real de rechazo que provoca la revolución. Segundo, la elección de Ronald Reagan en noviembre de 1980 era el presagio de una actitud menos tolerante por parte de Washington hacia el aventurerismo revolucionario cubano, como se vio poco después con la invasión norteamericana a Granada. Tercero, había pasado una década de la sovietización de la administración cubana y resultaban muy visibles los síntomas de estancamiento de la economía. Ante ellos, Castro lanzará una campaña llamada de “rectificación de errores” que era, en realidad, un regreso a posiciones más conservadoras y centralistas.

La antiperestroika (1985-1991)

Mientras Castro se movía hacia el pasado del socialismo, en la URSS ocurría lo contrario. En 1983 moría Leonid Breznev y era sucedido por Yuri Andropov, quien también fallecía a los pocos meses, para ser sustituido por Konstantin Chernenko, mas sólo por un periodo aún más corto, pues no tardó en sucumbir a una fulminante enfermedad. Así que el Politburó, en 1985, con la recomendación del KGB, eligió a un hombre relativamente joven, Mijail Gorbachov, de “sólo” 54 años, para garantizar cierta estabilidad en la cúpula dirigente.
Gorbachov llegó al poder decidido a corregir el pésimo rumbo de la economía soviética y a salvar al comunismo de sus errores tradicionales, de manera que comenzó una profunda restructuración del Estado, a la que llamó perestroika, y alentó la crítica constructiva, reduciendo sustancialmente los niveles de represión. A esto último le llamó glasnost o transparencia, y su tolerante actitud se originaba en la creencia de que los males de la administración soviética sólo podían corregirse mediante el libre examen de los problemas que la afligían.

La perestroika y el glasnost inmediatamente tuvieron buena acogida en Cuba. La estructura de poder se ilusionó con la posibilidad de una reforma que cambiara el pobre desempeño del sistema comunista en la Isla. Los estudiantes cubanos en la URSS y en el bloque del Este regresaban al país con una visión mucho más crítica del comunismo, deseosos de ver cambios profundos. La ciudadanía comenzó a pensar que el desastroso sistema, responsable de una pertinaz pobreza, al fin entraría en una fase de transformación real.

Castro olió peligro y le declaró la guerra a la perestroika. Por primera vez las publicaciones soviéticas eran censuradas y la policía política comenzó a espiar y a acosar a los reformistas. Finalmente, en el verano de 1989 el general Aranaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia, junto a otros dos oficiales, fueron fusilados. Se les acusó de haber puesto en peligro la seguridad y el prestigio de la revolución al dedicarse al tráfico de drogas y a otras actividades ilícitas ―aunque sin duda tácitamente autorizadas por Fidel y Raúl Castro―, pero existía otro mensaje subyacente más importante: también se les fusilaba por ser simpatizantes de la reforma soviética. Castro quería dejar en claro que en la Isla no habría más cambio que el que él autorizara.

A fines de 1989, caía el muro de Berlín y comenzaba a desmoronarse el campo socialista. Las relaciones entre la Cuba fundamentalista y la URSS reformista de Gorbachov continuaban deteriorándose, pero el punto final llegó en1991, tras un fallido intento de golpe militar en Moscú ―secretamente apoyado por Castro― que provocó la disolución de la estructura política federal del país y la salida del poder de Gorbachov, quien fuera sustituido por Boris Yeltsin. Yeltsin no tardó en disolver el Partido Comunista soviético ni en cancelar el enorme subsidio hasta entonces otorgado a Cuba. Le historiadora rusa Irina Zorina caculó el monto en más de 100 000 millones de dólares. El economista cubano Carmelo Mesa-Lago estima que fue de unos 65 000. En todo caso, se trataba de una increíble cantidad de dinero, especialmente cuando uno recuerda que el famoso Plan Marshall con que se reconstruyó parte de Europa occidental tras la Segunda Guerra apenas llegó a la cifra de once mil millones de dólares.

El período especial (1991-200...)

Forzado por la desaparición del Bloque del Este, y ante el súbito descenso de los niveles de consumo del pueblo cubano, calculado en un 50%, Castro se vio obligado a hacer unas cuantas concesiones a las que llamó “periodo especial”, como subrayando con esta denominación el carácter provisional y revocable de las medidas. En esencia, los cambios fueron seis: se autorizó la circulación de los dólares en la Isla, principalmente provenientes de las remesas de los exiliados, se fomentó el turismo, se crearon joint-ventures entre empresas estatales y empresas extranjeras, se autorizaron ciertas actividades muy restringidas por cuenta propia, se reabrieron una suerte de mercados campesinos más o menos libres donde se podía adquirir comida a altos precios pero en pesos cubanos, y se le dio cierto margen de maniobra a la Iglesia Católica, cambio de actitud que culminó con la visita del Papa a Cuba en 1997.

Aunque tímidamente, esas medidas permitieron que, poco a poco, el pueblo cubano encajara el terrible descalabro del fin del comunismo europeo, pero en el camino quedaron varios conmovedores episodios, tales como la neuritis óptica y periférica sufrida por decenas de miles de cubanos, víctimas de la desnutrición, el éxodo masivo en balsa de unos treinta mil cubanos y los desórdenes callejeros de 1994, y un aumento exponencial de la disidencia interna, presente desde mediados de los años ochenta, cuando Ricardo Bofill y Gustavo Arcos lanzaron desde la cárcel el movimiento en defensa de los derechos humanos, resistencia que alcanzó su momento de mayor notoriedad con iniciativas de personas como Oswaldo Payá, Oscar Elías Biscet, Vladimiro Roca, Elizardo Sánchez, Raúl Rivero, Martha Beatriz Roque Cabello, Héctor Palacios y otras decenas de valerosos demócratas de la oposición, muchos de ellos luego condenados a largas penas de prisión en el verano de 2003, cuando los cubanos sufrieron una de las peores oleadas represivas de las últimas décadas.

En su momento, cuando comenzó el “periodo especial”, no faltaron los comunistas reformistas que esperaban que el propio Castro encabezara los cambios y los sacara a ellos y al país del atolladero, pero no les tomó mucho tiempo confirmar que el terco Comandante no tenía la menor intención de ceder un ápice de poder, o de permitir transformaciones que pusieran en peligro las líneas maestras estalinistas de su régimen. A fines de la década de los noventa, en efecto, comenzó la paulatina involución de las medidas “aperturistas” dictadas unos años antes.

A mediados de 2004, la situación es la siguiente: una sociedad mayoritariamente fatigada y desesperanzada, deseosa de escapar del país, una clase dirigente desmoralizada que piensa que Castro, lejos de sacarla de la ratonera, morirá dejándole como herencia un sistema imposible de reformar, y una ínfima y heroica minoría dispuesta a protestar y a luchar pacíficamente por el rescate de la nación. Los tres grupos, sin embargo, coinciden en un aspecto de forma casi unánime: con la muerte de Castro, que pronto cumplirá 78 años, terminará la república comunista. Entonces la nación, a trancas y barrancas, en medio de mil dificultades, volverá a la senda de la democracia.




viernes, 19 de octubre de 2012

Sapere aude: Historia Crítica De La República De Cuba (II) / Carlos Alberto Montaner / Publicado en El Nuevo Herald 16 de mayo de 2004

La república revolucionaria (1933-1958)

¿Por qué llamarle “República revolucionaria” a la Cuba surgida de la caída de Machado? Esencialmente, porque todas las formaciones políticas que contribuyeron al fin de la dictadura reclamaban ese calificativo y se decían herederas de las fuerzas mambisas que lucharon por la independencia, luego traicionadas por los sucesivos gobiernos republicanos. Lo que no era revolucionario era sinónimo de politiquería. Lo revolucionario, en cambio, era el idealismo y la justicia instantánea. Lo revolucionario era la reforma del Estado por decreto, y a veces a punta de ametralladora, como proclamaba Antonio Guiteras ―el más destacado de los revolucionarios de la época―, sin las concesiones al derecho tradicional que exigían las normas republicanas. Lo revolucionario era imponer por la fuerza del Estado la redistribución de la riqueza y el control de los mecanismos económicos, a veces sin respetar los derechos de propiedad o las reglas del mercado. Lo revolucionario era ser nacionalista, antimperialista y anticapitalista, como se desprendía de los programas doctrinarios de todas las agrupaciones políticas con arraigo popular que surgieron durante y tras la caída de Machado.
¿Quiénes eran esos revolucionarios? En general, las personas que se habían opuesto a Machado, y algunos lo habían hecho por medio del terrorismo o el asesinato. En todo caso, poder exhibir un expediente de violencia política era una credencial positiva para abrirse paso en la vida política cubana o para alcanzar posiciones notables dentro de la estructura burocrática o en los cuerpos policíacos. En su momento, especialmente en los anos cuarenta, ese culto por la violencia dará vida a las pandillas de “tira-tiros”, algunas de ellas enquistadas en la Universidad y en los sindicatos.

Tras la huida de Machado, Cuba entró en una etapa aún más convulsa, complicada por el eco lejano de la Guerra Civil española, en la que participó un millar de voluntarios cubanos. En ese periodo, se sucedieron diversos gobiernos, a veces refrendados en las urnas, pero siempre controlados desde los cuarteles por Batista, quien primero se hizo ascender a coronel y luego a general.

Naturalmente, el liderazgo de Batista resultó enérgicamente retado por una oposición que lo acusaba de corrupción y de haber traicionado la revolución del 33, oposición que recurría a los mismos procedimientos empleados contra Machado, a lo que los hombres de Batista respondían con represión y, a veces, con asesinatos selectivos, pero poco a poco la vida pública se fue normalizando.

Finalmente, tras el gobierno del coronel Laredo Brú ―un militar que resultó ser un administrador competente―, en 1940, bajo la dirección enérgica de Carlos Márquez Sterling fue redactada una Constitución de corte socialdemócrata ―como era típico en la época―, y Fulgencio Batista consiguió ser electo en unos comicios razonablemente limpios. Durante cuatro años, sin grandes sobresaltos, aliado a los comunistas, con dos de ellos incorporados al gabinete, Batista gobernó un país que volvía a mostrar síntomas de pujanza.

Parecía que Cuba recobraba la estabilidad democrática.

Los gobiernos auténticos

En 1944 hubo de nuevo elecciones sin fraude y llegó a la presidencia el doctor Ramón Grau San Martín, ex catedrático de Fisiología de la Universidad de La Habana. Batista entregó el poder y marchó al extranjero por recomendación del nuevo presidente, dado que tenía demasiados enemigos. Grau era un líder extraordinariamente popular, seleccionado por los estudiantes revolucionarios del 33 para ocupar la presidencia del país tras la huida de Machado, cargo que ocupó durante pocas semanas, hasta que Batista, probablemente estimulado por Washington, lo obligó a abandonar el gobierno. Tras esa corta experiencia, Grau había contribuido a crear un formidable partido de masas, al que llamó “Partido Revolucionario Cubano (Auténtico)” como un claro recordatorio de que retomaba la tradición política martiana del siglo anterior para llevar a cabo la mítica revolución pendiente. A bordo de ese partido, tal vez el mayor y más entusiasta de la historia de Cuba, Grau había vuelto a la presidencia, pero ahora legitimado en las urnas.

El gobierno de Grau coincidió con los últimos años de la Segunda Guerra y eso se tradujo en una clara bonanza económica que permitió una buena labor en el terreno de las obras públicas. Sin embargo, la corrupción, el amiguismo y el peculado, unidos a la violencia de las luchas entre pandillas rivales, desacreditaron notablemente este periodo presidencial. No obstante, otro miembro de su gobierno y de su partido, Carlos Prío Socarrás, abogado y ex líder estudiantil, resultó limpiamente electo en 1948 para formar el segundo y último de los gobiernos “auténticos” que conoció la República. Pero la selección de Prío como candidato del “autenticismo” no resultó sencilla: el senador Eduardo R.

Chibás, un líder apasionado y elocuente, formidable polemista, quien también aspiraba a la candidatura, al no ser preferido por Grau creó una nueva organización política, el “Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo)” y se lanzó al ruedo. Su lema era contundente: “ampliar las cárceles para encerrar a los políticos corruptos”. Su emblema, una escoba con la que barrer la podredumbre.

Era el apóstol de la decencia, mas también había algo de radicalismo jacobino y de demagogia populista en la defensa de su causa.
El gobierno de Prío fue mejor que el de Grau. Prío se rodeó de un buen grupo de tecnócratas y creó unas cuantas instituciones de crédito que aceleraron el crecimiento económico del país y ampliaron el abanico productivo, tanto en el terreno agrícola como en el industrial. No pudo o no supo, sin embargo, terminar con la corrupción y con el gansterismo político, aunque ambas lacras disminuyeron sustancialmente. Pese a ello, a veces con razón ―y otras veces de manera infundada―, Chibás y los ortodoxos mantenían una estridente campaña de denuncias y acoso contra el autenticismo que consiguió hacer mella en la opinión pública.

En 1951 ocurrió un hecho singularísimo: Eduardo Chibás se quitó la vida de un balazo ante los micrófonos de una estación de radio por la que hablaba todos los domingos. ¿La razón? Un confuso estado emocional producto de su frustración por no haber podido probar ciertas denuncias contra un ministro de Prío al que, injustamente, le imputaba una ilegal apropiación y desvío de fondos que no había ocurrido. Pero lo cierto era que su muerte estremeció al país, descabezó momentáneamente al Partido Ortodoxo y, simultáneamente, debilitó a los auténticos.

Batista regresa por la fuerza

Las elecciones generales estaban pautadas para el verano de 1952. El gran enfrentamiento era entre auténticos y ortodoxos. Estos últimos habían conseguido superar la muerte de Chibás y llevaban como candidato a Roberto Agramonte, un intelectual con cierto peso y muchas lecturas, catedrático de Sociología. Los auténticos también contaban con un buen aspirante: el ingeniero Carlos Hevia, persona con fama de honrada. A mucha distancia, con apenas el diez por ciento de apoyo, se encontraba Batista, quien había regresado de su dorado destierro con el beneplácito de Prío.

Pero nunca hubo elecciones. Existía una conspiración militar en marcha y los complotados invitaron a Batista a que la encabezara. ¿Pretextos? La corrupción, las acciones violentas de los gangsters políticos, especialmente el asesinato de Alejo Cossío del Pino, un ex ministro del autenticismo, y, claro, la siempre pendiente revolución. La verdad profunda era que los golpistas respetaban muy poco las instituciones democráticas y deseaban tomar el poder para su propio beneficio. Batista se sumó y dio el golpe el 10 de marzo de 1952.
¿Cómo? Con un pequeño grupo de seguidores, casi todos militares, entró de madrugada a Columbia, el mayor cuartel del país, y sublevó a la guarnición.

Desde ese punto trabó comunicación con todos los mandos militares y los conminó a unirse. La inmensa mayoría se plegó. Al fin y al cabo, muchos oficiales le debían su carrera a los años en que Batista fue la figura dominante en la república.

Tras el golpe, Batista proclamó que Cuba vivía una etapa revolucionaria, y la “revolución era fuente de Derecho”, de manera que le asignó al Consejo de Ministros la facultad de legislar y restauró la pena de muerte, eliminada de la Constitución del 40, salvo para militares que traicionaran al país. En realidad, en los seis años largos que duraría su dictadura nunca se empleó oficialmente, pero ocurrió algo mucho más grave: varias decenas de cubanos opositores responsabilizados con acciones violentas o actos terroristas ―lo que no siempre era cierto― serían torturados y ejecutados extrajudicialmente por los cuerpos represivos.

En todo caso, tras el golpe de Batista, la reacción de la ciudadanía estuvo más cerca de la apatía y la indiferencia que de la indignación. En alguna medida, los gobiernos auténticos, pese a sus aciertos, habían generado una clara desilusión popular. Se pensaba que muchos de los jóvenes revolucionarios del 33 se habían transformado en políticos corruptos. Seguramente ésta era una generalización injusta, pero las campañas de los ortodoxos la habían convertido en una percepción muy difundida.

Batista, en fin, se hizo con el poder, Prío marchó al exilio con más pena que gloria, y auténticos y ortodoxos se dividieron amargamente en dos líneas de acción: los que propugnaban la búsqueda del retorno a la democracia mediante una evolución política, y los que pretendían, como en los años treinta, echar a Batista del gobierno por medio de una insurrección armada. Entre estos últimos, en las filas de los ortodoxos, estaba Fidel Castro, un joven abogado con antecedentes de pandillerismo político y algunos hechos de sangre en su biografía. Era candidato a la Cámara de Representantes por el Partido Ortodoxo en las elecciones que habían sido canceladas con el golpe de Batista, lo que demuestra los limitados escrúpulos de los partidos en aquella época. Se le tenía por una persona exaltada, radical, inteligente y violenta.

Batista y la insurrección

Curiosamente, Batista, pese a ser un gobernante corrupto, tenía sentido del Estado y bastante experiencia, así que supo congregar a un buen grupo de políticos y burócratas eficientes que alternaban el peculado y la buena administración. Los cubanos, pues, contaban con un gobierno ilegítimo y autoritario, que podía reprimir brutalmente a la oposición, pero razonablemente eficaz en la ejecución de las tareas de gobierno.

Casi inmediatamente comenzó la sublevación contra Batista. El primer intento fracasado lo dirigió el filósofo Rafael García Bárcena. Junto a unos pocos jóvenes, trató, sin éxito, de levantar un cuartel. Había sido profesor de la Escuela de Guerra y tal vez pensó que eso le franquearía las puertas. El segundo intento fue el de Fidel Castro. En 1953, al frente de varias docenas de jóvenes, casi todos provenientes de las filas ortodoxas, aunque sin la bendición de la jefatura del partido, atacó infructuosamente el Cuartel Moncada en Santiago de Cuba, mientras un segundo grupo hacía lo mismo en Bayamo. El asalto se saldó con más de medio centenar de muertos, la mayor parte asesinados después de ser hechos prisioneros por los soldados. García Bárcena, tras ser torturado y condenado a una leve pena de reclusión, casi desapareció de la escena política. Fidel Castro, en cambio, aprovechó su derrota y su condena a prisión para, desde la cárcel, convertirse en una de las primeras figuras de la oposición. Era un experto manipulador de la opinión pública.

La oposición electoralista, acompañada de las “clases vivas”, incluida la jerarquía eclesiástica, trató de buscar salidas pacíficas a la crisis, pero Batista seguía empeñado en no ceder el poder ni accedía a someterse a elecciones realmente limpias y con garantías para todos. Se sentía fuerte y suponía que la insurrección jamás podría derribarlo mientras tuviera el apoyo del ejército y el respaldo de Estados Unidos. Ignoraba que ambos respaldos podían fallarle. Esa terca certeza le permitió ceder ante una campaña periodística y amnistiar a Fidel y a los restantes asaltantes al Moncada tras haber cumplido apenas 21 meses de condena. No había riesgo. Un congresista batistiano llamado Rafael Díaz-Balart, ex cuñado de Fidel y gran conocedor de su psicología, le advirtió de su error: Castro era extremadamente peligroso.

Castro salió de la cárcel y a las pocas semanas viajó rumbo a México para organizar una expedición armada. Allí conoció al joven medico argentino comunista Ernesto Guevara, quien venía de Guatemala, tras el derrocamiento de Arbenz, convencido de que Estados Unidos era el principal enemigo de la humanidad. El proyecto de Castro era hacer coincidir el desembarco con un levantamiento en Santiago de Cuba, donde estaba el eficaz Frank País, que desembocara en una rebelión general en toda la nación. Castro no pensaba en una guerra prolongada. Mientras tanto, pactaba con otros grupos insurreccionales de la oposición. Los estudiantes universitarios y un sector de los auténticos también conspiraban. Carlos Prío le proporcionó dinero. Catro ya tenía, in pectore, el propósito de llevar adelante la verdadera revolución nacionalista, antimperialista y anticapitalista que los cubanos venían predicando desde los años treinta y nunca realizaban, pero se limitaba a repetir un vago y tranquilizante discurso “burgués” limitado a proponer elecciones libres y el regreso a la Constitución de 1940.

En diciembre de 1956 comenzó la aventura de Sierra Maestra. El desembarco casi se convierte en un naufragio y fracasó el alzamiento en Santiago de Cuba. Castro estuvo a punto de perecer en el primer enfrentamiento con el ejército, pero se internó en las montañas y logró sobrevivir con un puñado de inexpertos expedicionarios. Batista lo tenía a su merced. ¿Por qué no lo liquidó? Porque una veintena de jóvenes mal armados, perdidos en la remota Sierra Maestra, a mil kilómetros de La Habana, aparentemente no significan peligro alguno. Por otra parte, servían para irritar y dividir a la oposición electoralista, y, además, eran la perfecta excusa para gobernar mediante decretos de excepción y para votar presupuestos de guerra extraordinarios que no estaban al alcance de las auditorías convencionales. Castro también servía para enriquecer a sus enemigos.

A los pocos meses el panorama comenzó a ser más menos propicio para Batista. Los insurrectos empezaron a dominar el terreno en las montañas y establecieron círculos de apoyo cada vez más amplios. En las ciudades estallaban bombas y se producían algunos sabotajes importantes. Los estudiantes y los auténticos de línea insurreccional atacaron el palacio presidencial y casi consiguieron asesinar a Batista. Se produjeron alzamientos en otras zonas del país a cargo de grupos distintos al de Castro.

Es en ese tenso momento en el que el dictador parece darse cuenta de que enfrenta una peligrosa rebelión popular y decide liquidar el foco guerrillero de Sierra Maestra, pero en seguida descubre que su ejército está tan podrido como el resto del gobierno. Algunos altos oficiales reciben dinero de la oposición y venden información y hasta armas y pertrechos. Tampoco son muy duchos en la guerra. Lanzan unas tímidas ofensivas y, ante la resistencia de los guerrilleros, que pelean duro y les infligen bajas, se repliegan.

En el terreno diplomático a Batista también le iban mal sus planes. El Departamento de Estado norteamericano, presionado por una opinión pública hábilmente manipulada por la oposición radicada en Estados Unidos, decreta un embargo en la venta de armas con el objeto de forzar al dictador a buscar una salida política. Esa era una señal muy desmoralizante para los militares cubanos:

Batista perdía el apoyo de Washington. Comienzan las conspiraciones entre los altos mandos del Ejército. En diciembre de 1958 un enviado del presidente Eisenhower le pide a Batista que abandone el poder, ignore las ilegítimas elecciones celebradas pocas semanas antes y ponga el gobierno en manos de un grupo de notables, acaso presidido por una persona honrada y prestigiosa como Carlos Márquez Sterling. Batista se niega. En ese momento ya sabía que algunos de sus más poderosos generales estaban en contacto con Castro y se disponían a traicionarlo. Así las cosas, prepara discretamente su huida. Va repetir el episodio de Machado veinticinco años después. La familia partirá rumbo a Estados Unidos. Él volará a República Dominicana, donde mandaba Trujillo con mano implacable. Unos años más tarde acabaría sus días exiliados en España.

Batista dejaba tras de sí una curiosa combinación de desastre político y debilidad institucional, junto a cierto notable desarrollo económico y social. El 75 por ciento de la población estaba alfabetizada ―muy alto para la época― y los niveles sanitarios del país eran propios de una nación del primer mundo. La industria fabricaba localmente unos diez mil productos y existía un denso tejido comercial de más un comercio por millar de habitantes. Los gremios y sindicatos contaban con una impresionante organización nacional. El ingreso per cápita era un tercio mayor que el de Chile y el doble del español. Grosso modo, podía afirmarse que el nivel de prosperidad de Cuba era el tercero de América Latina, tras Argentina y Uruguay. Por otra parte, el nivel de distribución de ingresos estaba entre los menos injustos del continente, junto a Costa Rica y Uruguay.

jueves, 18 de octubre de 2012

Sapere aude: Historia Crítica De La República De Cuba (I) /Carlos Alberto Montaner / Publicado en El Nuevo Herald 16 de mayo de 2004


La República mambisa (1902-1933)

El 20 de mayo de 1902 se inauguró oficialmente la República. El anterior 31 de diciembre había sido elegido presidente D. Tomás Estrada Palma, ex coronel en la Guerra de los Diez Años, ex presidente entonces de la República en Armas y sustituto de José Martí como Delegado en el exilio del Partido Revolucionario Cubano. Era un maestro cuáquero, honrado, dotado con un carácter fuerte, austero, y, según sus contemporáneos, demasiado inflexible. Llegó al poder sin hacer campaña y sin siquiera estar en Cuba, con el apoyo formidable de Máximo Gómez ―entonces la persona con mayor peso moral en el país― y la preferencia de las autoridades norteamericanas, pues el otro candidato, el general Masó, se retiró de la contienda cuando comprobó que no tenía probabilidades de ganar y tampoco gozaba del respaldo de los factores políticos dominantes.

En ese momento Cuba vivía un período de inmensa felicidad. Desde el punto de vista material la intervención militar norteamericana había sido un éxito rotundo y los cubanos estrenaban un estado razonablemente organizado, que había dejado atrás las cicatrices de la guerra y se enfrentaba a la reconstrucción y al relanzamiento de la economía con el auxilio de Estados Unidos, ya entonces la primera potencia económica del mundo. Por otra parte, también era notable cierta herencia positiva que dejaba España como, por ejemplo, unos índices de alfabetización mayores que los de la Península, unas notables estructuras urbanas y una burguesía educada en la que no faltaba cierto grado de refinamiento semejante al que podía observarse en Madrid o Barcelona.

Sin embargo, desde el inicio mismo de la etapa republicana se hicieron presentes varios gravísimos problemas que contribuyeron a su posterior hundimiento. El primero era la ausencia de una clara comprensión de lo que es una república por parte de la clase dirigente cubana. No existía en la tradición cultural del país, salvo en algunos escritos poco conocidos de Varela, un buen examen del constitucionalismo y el equilibrio de poderes, y no se entendía muy bien que la fragilidad institucional del diseño republicano exigía el voluntario acatamiento de las leyes ― the rule of law― para evitar el desplome de la convivencia, dado que una democracia es firme no por las leyes que así lo deciden sino por el comportamiento y los valores de las personas que tienen que cumplir con esas reglas.

El segundo de los males venía de la etapa colonial y consistía en entender al Estado como un botín del partido de gobierno destinado a recompensar a los amigos y aliados o a castigar a los adversarios. Era el clientelismo en su estado más puro, exacerbado por la miseria y la falta de horizontes de decenas de miles de personas empobrecidas por la guerra que sólo encontraban alivio a sus penurias en los favores oficiales o en la asistencia que podía prestarles el gobernante de turno. Era, también, la corrupción rampante y ―más grave aún― la indiferencia de la sociedad ante un tipo de conducta que le parecía inherente al ejercicio de la política.

El tercero de los males ocultos que corroían la incipiente república era la violencia. Cuba había surgido como país independiente bajo la advocación de la guerra y la admiración por las hazañas de los mambises. Se rendía culto al valor personal, al acto audaz e incluso al matonismo.

El primer fracaso

La mezcla de estas actitudes y valores negativos echaron por tierra la república antes de los cuatro años de haberse constituido. Desde el principio, Estrada Palma ―gobernante honrado que dejó un superávit de veinte millones de dólares en las arcas― tuvo que enfrentar atentados, alzamientos e intentos de secuestro. Sus relaciones con los norteamericanos no fueron tan buenas como se prometían, entre otras razones porque resultó mucho más independiente de lo que Washington pretendía, y hasta expulsó a un embajador estadounidense―gesto que nadie, ni siquiera Castro, se atrevió a repetir―, pero su falta más grave fue el fraude electoral cometido en los comicios de 1905, encaminado a hacerse reelegir, en detrimento del general José Miguel Gómez.

Ese fraude provocó un peligroso levantamiento militar en agosto de 1906 que se extendió por casi todo el país, a lo que Estrada Palma respondió solicitando la intervención norteamericana en virtud de la Enmienda Platt. Teddy Roosevelt, a la sazón presidente de Estados Unidos, trató de mediar entre los dos grupos, pero Estrada Palma, para forzar la intervención, renunció al gobierno, y ante ese vacío de poder se produjo la segunda ocupación militar de la Isla a cargo de las tropas enviadas por Washington.

Otra vez, y durante tres años, regresaron los norteamericanos a poner orden en Cuba ―en esta oportunidad con menos aciertos y algún rechazo popular―, y en 1908 organizaron unos nuevos comicios que le dieron el poder al general José Miguel Gómez y a su Partido Liberal. La república, pues, tendría una segunda oportunidad, pero llegaba a esta etapa crispada y con menos ilusiones.

Liberales y conservadores

La presidencia de Gómez coincidió con el inicio de cierto auge económico, pero se vio empañada por casos de corrupción y, sobre todo, por la extrema dureza con que en 1912 el Ejército sofocó una insurrección de cubanos negros, casi todos veteranos de la guerra de independencia, que exigían se les permitiera crear un partido político formado por “personas de color”. Tres mil cubanos murieron en aquellos enfrentamientos, y parece que al menos dos terceras partes de ellos fueron asesinados tras su detención. La matanza se detuvo por presiones de Washington, a cuyas puertas llamaron algunos líderes negros horrorizados por lo que estaba sucediendo.

En 1913 otro prestigioso general mambí alcanzó la presidencia: el líder del Partido Conservador Mario García Menocal, ingeniero graduado en Cornell University. ¿Qué diferenciaba a conservadores de liberales? Aunque no había gran consistencia ideológica en ninguna formación política cubana de esa época, los conservadores tenían un mayor respaldo de los empresarios, de los españoles y sus descendientes, y de las clases medias, entonces invariablemente formadas por personas blancas. Los liberales, en cambio, contaban con los votos de las clases populares y, mayoritariamente, de la población negra, pese al mencionado genocidio, conocido por el despectivo nombre de la “guerrita de los negros”.

En las elecciones de 1916 se repitió el episodio de 1905 y Menocal, aparentemente, fue reelecto mediante fraude. De nuevo se produjo un levantamiento militar de grandes proporciones, protagonizado por los liberales, conocido como la rebelión de “La Chambelona” debido a una popular canción de la época, y otra vez hubo desembarcos norteamericanos, pero no dirigidos a ocupar el país, sino a intimidar a los insurrectos, proteger las propiedades e intereses de estadounidenses, y a respaldar a Menocal, quien había declarado la guerra a Alemania en solidaridad con Estados Unidos. Ocupada en el frente militar europeo, la administración de Wilson no quería distraer tropas en Cuba, y, en cambio, necesitaba del suministro de azúcar para sus tropas, así que prefirió pasar por alto la vulneración de la legalidad en la isla que tantos trastornos le causaba espasmódicamente.

El segundo periodo de Menocal, acompañado del auge enérgico de la inmigración, vio una mezcla de impetuoso crecimiento económico, conocido como “la danza de los millones”, provocado por el desbocado precio del azúcar, y crecientes desórdenes laborales de una sociedad que comenzaba a recibir el impacto del enfrentamiento entre anarquistas, comunistas y fascistas que tenía lugar en Europa. En esta época, centenares, quizás miles, de palacetes y viviendas fastuosas surgieron en diversas ciudades del país, pero en mayor número en La Habana, con barriadas excelentes como “El Vedado”, que confirmaban la belleza de una de las ciudades más hermosas de América.

En 1920, al frente de una coalición entre liberales y conservadores, gestada para cerrarle el paso a José Miguel Gómez, quien intentaba reelegirse, tras unas elecciones inevitablemente “contestadas”, llegó al poder el abogado Alfredo Zayas, el primer gobernante que alcanzaba la presidencia sin haber sido oficial de las tropas mambisas ―aunque había sido independentista y prisionero político―, hermano de Juan Bruno Zayas, un general muy popular muerto durante la lucha. Tomaría posesión en mayo de 1921.

Zayas, cuyo gobierno padece la triste fama de haber sido el más corrupto de esa primera República, tuvo que navegar con el viento de frente. Se desplomaron los precios del azúcar, se redujo a la mitad el presupuesto nacional, lo que produjo una cadena de impagados que precipitó la quiebra del sistema financiero, y, en consecuencia, el país sufrió un aumento sustancial de la conflictividad social, ya entonces con su vértice situado en la Universidad de La Habana, donde se escuchaban las voces críticas de la más joven e inquieta intelligentsia de la Isla. ¿Qué pedían los intelectuales y estudiantes? La regeneración de la clase dirigente, el adecentamiento de la administración pública, y una mejora de los niveles educativos de la adormilada universidad.

Pero no sólo eso: a partir de los años veinte, el discurso político ya muestra un fuerte contenido social, nacionalista y antimperialista, palabra que en ese momento quería decir antiamericano. El Partido Comunista daba sus primeros pasos, surgían líderes radicales, vistosos y carismáticos, como Julio Antonio Mella, y llegaba a Cuba de forma encubierta el primer delegado soviético del Comitern, Fabio GrobartMoto Fukushima, decidido a echar las bases de una revolución proletaria mundial de la que Cuba no se vería excluida.

Por primera vez la lucha política en la Isla no estaría encaminada a cambiar el gobierno, sino a cambiar el sistema político, puesto que a los “revolucionarios” les parecía que el capitalismo y la dependencia de Estados Unidos eran responsables de la pobreza que afligía a una parte importante de la población.



Gerardo Machado y el preludio de la revolución

El descrédito del gobierno de Zayas, los conflictos sindicales y la crisis económica generada por el bajo precio del azúcar provocaron en la ciudadanía el deseo de contar con un gobernante con mano dura capaz de embridar al país. Ese gobernante fue otro general del Partido Liberal, Gerardo Machado, a quien se le tenía por eficiente, nacionalista y riguroso. Había sido Ministro de Gobernación en tiempos de José Miguel Gómez y se sabía que era un hombre de carácter fuerte. Lo eligieron por una amplia mayoría en las elecciones de 1924, tomó posesión el 20 de mayo del año siguiente, como era la costumbre, y no tardó en demostrar su profundo desprecio por los derechos de sus adversarios, recurriendo a atropellos físicos inspirados en los comportamientos fascistas de la Italia de Mussolini, y hasta ordenando crímenes de Estado contra periodistas incómodos.
No obstante, en los primeros años Machado fue muy popular por su intenso trabajo de obras públicas, su discurso nacionalista contra la masiva inmigración española y contra le Enmienda Platt, y por la avanzada legislación laboral que impulsó. Pero en 1927 cometió el error (o el delito) de modificar arbitrariamente la Constitución para prorrogar los poderes del Congreso y del Ejecutivo, mientras se le cerraban las puertas a las nuevas formaciones políticas.

Esta manipulación de las instituciones de la República desencadenó crecientes protestas a las que Machado fue respondiendo con un incremento brutal de la represión, lo que, a su vez, aumentaba la intensidad y la ferocidad de la resistencia, que respondía con bombas y atentados a las palizas y a los asesinatos selectivos ejecutados por el gobierno.
A partir de 1930 gobierno y oposición habían abandonado cualquier esperanza de solución pacífica de sus conflictos. La oposición quería la renuncia de Machado a cualquier precio, mientras el general aseguraba que permanecería en el poder hasta 1934, como supuestamente sancionaban las leyes. Lo que no previó Machado es que el crash norteamericano del 29, que había provocado una aguda recesión mundial, hundiría a Cuba en una profunda crisis económica que, en su momento, le impediría al gobierno pagar los salarios de muchos empleados públicos, y, entre ellos, los de los soldados y policías que sostenían la discutida autoridad del régimen.

En 1933 la crisis tocó fondo. Estudiantes y obreros mantenían en las calles un clima de insubordinación y violencia que presagiaban el colapso del régimen, mientras los “porristas” y la policía política reaccionaban cruelmente. En Washington comenzaron a preocuparse seriamente. La Enmienda Platt comprometía a los norteamericanos en el conflicto, pero había ganado las elecciones un estadista demócrata, Franklin Delano Roosevelt, que llegó al poder proclamando la cancelación de la vieja política de las cañoneras y prometiendo que sería sustituida por la de “buenos vecinos”, forma amable de proclamar la voluntad de no intervenir en los asuntos ajenos.

Triunfa la revolución del 33

El detonante final de la caída de Machado fue la insubordinación de los soldados y marineros porque no cobraban sus salarios. Los estudiantes revolucionarios vieron la oportunidad de establecer con ellos una alianza política y pedir conjuntamente la renuncia del dictador. Por una combinación de circunstancias azarosas, el portavoz de los militares amotinados era Fulgencio Batista, un astuto sargento taquígrafo que acabó convirtiéndose en líder del grupo y, poco después, en el “hombre fuerte” elegido por la oposición para dirigir las Fuerzas Armadas.
El Departamento de Estado llegó a la conclusión de que la salida de Machado era inevitable, así que envió a Cuba a Sumner Welles, uno de sus mejores diplomáticos, a “mediar” entre las diversas fuerzas políticas para crear las condiciones de una transferencia de mando sin que se desplomaran las instituciones republicanas. Pero la “mediación” de Welles fracasó en medio de graves acusaciones de “injerencismo” y algún malvado rumor de carácter personal. En agosto, Machado huyó a bordo de una avioneta y el gobierno que dejara en su lugar tardó pocas horas en deshacerse en medio de una confusa marea revolucionaria. Con la fuga de Machado se había hundido la república mambisa y surgía la república revolucionaria.

En realidad, cuanto acontecía en Cuba era un reflejo de lo que sucedía en prácticamente todo Occidente. La democracia había desaparecido o estaba a punto de desaparecer en casi toda América Latina y en una buena parte de Europa, incluida España. En todas partes los militares se enseñoreaban en el poder y la visión liberal de la política y la economía parecía definitivamente enterrada bajo el peso del comunismo, el fascismo y el socialismo. Era la hora de los Estados fuertes y el fin del ideal republicano basado en el equilibrio de poderes, el respeto por la propiedad privada y la supremacía del individuo y de la sociedad civil.

No obstante la catastrófica caída de Machado y el convulso recorrido político de la República mambisa, la historia cubana también mostraba algunos notables aciertos. En el orden tecnológico y económico el país recibía la influencia directa de Estados Unidos: la radio, el teléfono, la electricidad y la aviación comercial se habían expandido proporcionalmente más que en casi toda América Latina. Lo mismo sucedió en el terreno de la salubridad, la educación y el desarrollo urbanístico. El país tenía grandes bolsones de pobreza rural, pero esa era la norma de la época más que la excepción. Por aquellas fechas eran muchos más los europeos, los asiáticos o los caribeños que deseaban emigrar a Cuba que los cubanos decididos a abandonar el país. Durante ese primer tercio de siglo, pese a los desórdenes y sobresaltos, la Isla había absorbido a casi un millón de laboriosos inmigrantes que habían contribuido notablemente a aumentar la riqueza nacional, mientras las mujeres habían conquistado cierto grado de igualdad con relación a los hombres, mayor que en casi todos los países del ámbito hispano, y la trama de la sociedad civil, compleja y rica, exhibía muestras de cierta solidez cultural en el terreno de la música, las artes plásticas y la literatura.

martes, 2 de octubre de 2012

EN DEFENSA DEL DIABLO*


Hace pocos días una joven señora estudiante de bachillerato libre me comentaba el poco acierto con que algunos profesores presentan la historia nacional, y a título de ejemplo me decía: 
—Porque ya ve Ud., a Boves lo pintan como si fuera el propio diablo...! 
   Yo estuve a punto de responderle: 
— ¡Pero si Boves fue peor que el diablo! 
Pero como no era ocasión adecuada para explicarle este juicio, que podría parecerle una humorada, se me ha ocurrido hacerlo desde aquí. So­bre todo, porque interesa también a todos los estudiantes a quienes haya llegado esa peregrina interpretación, tan injusta y ofensiva para el rey de los infiernos. 
     Altamente ofensiva, porque en punto a crueldad el diablo no ejerce la suya sino contra los malvados a quienes la propia justicia divina ha condenado, mientras que Boves se ensañó contra los patriotas venezolanos, muchos de los cuales eran de altísima calidad moral; y contra muje­res, ancianos y otros desamparados, que martirizó por el puro placer que en ello encontraba. 
     Lo que probablemente sucede es que a los jóvenes se les está haciendo creer que no son ciertos los horrores que se narran de Boves, y por eso es imprescindible recordarles de vez en cuando que los mismos realistas quedaron horrorizados por ellos. 
     Demasiada conocida entre los historiadores, pero por eso mismo —valga la aparente paradoja— muy poco comentada entre los estudian­tes, es la relación que el propio capellán de Boves llevó a España, por orden de Morillo, sobre aquellos crímenes. 
     Según esa narración el atroz propósito de Boves de exterminar a los blancos o de provocar entre los venezolanos la lucha de razas para que se destruyeran unos a otros, fue realizado sin compasión siquiera para los más indefensos; y a veces contra algunos realistas. 

En el Guayabal —dice— poco después de la batalla de Mosquiteros declaró la muerte a todos los blancos y lo ejecutó constantemente hasta el pueblo de San Mateo (...) En el pueblo de Santa Rosa se mataron todos los blancos que iban entre las compañías de los que se recogieron en aquellos pueblos, sacándolos de noche al campo y matándolos clandestinamente sin confesión, cuya misma suerte tuvieron igualmente en el pueblo de San Mateo los que fueron a vender víveres al ejército. Luego que Boves salió de Cumaná para Úrica encontró varios blancos en las compañías que se habían formado por su orden de las gentes nuevamente remitidas de los pueblos y los hizo morir todos en el campo por la noche, entre ellos don N. Armas, vecino de Barcelona, a un hijo del Comandante Militar de San Mateo y al Comandante de la misma clase de la Margarita, nombrado por Morales. 

Otro realista, nada menos que el Regente de la Real Audiencia, don José Francisco Heredia, refiere en sus Memorias la matanza que hizo Boves en Valencia, a pesar de que la ciudad se le había entregado mediante capitulación y de que él había prometido respetarla bajo juramento ante los Evangelios y el Santísimo Sacramento.

En la noche siguiente a su entrada en Valencia —dice Heredia— Boves reunió toda las mujeres en un sarao, y entre tanto hizo recoger los hombres, que había tomado precauciones para que no se escaparan sacándolos fuera de la población, los alanceaban como a toros sin auxilio espiritual. Solamente el doctor Espejo (Gobernador Político) logró la distinción de ser fusilado y tener tiempo para confesarse. Las damas del baile se bebían las lágrimas, y temblaban al oír las de las partidas de caballería, temiendo lo que sucedió, mientras Boves con un látigo en la mano las hacía danzar el piquirico, y otros sonecitos de la tierra a que era muy aficionado, sin que la molicie que ellos inspiran fuese capaz de ablandar aquel corazón de hierro. Duro la matanza algunas otras noches.

¡Si hasta se puede decir sin la menor exageración que ninguno de los venezolanos actuales tiene un bisabuelo o una bisabuela que no sufriera las angustias, las torturas, el inmisericorde desamparo de aquellos años! 

     No olvidemos tampoco que Boves fue causa en gran parte de que se retardara en muchos años la independencia de Venezuela, con todas las consecuencias que en el porvenir de la patria tuvo aquella prolongada y sangrienta contienda: despoblación del país, miseria, analfabetismo, entronización del caudillismo, dispersión y exterminio de las familias que comenzaban a establecer en nuestras ciudades núcleos culturales y económicos, que hubieran podido ayudar en la reconstrucción ulterior de la nación, etc., etc. 
     Hasta hoy llega, pues, la acción devastadora que Boves realizó en Venezuela. ¿No es suficiente razón para decir que a lo menos para nosotros fue peor que el mismo diablo? 
     En un próximo artículo volveré sobre este tema. Porque lo que verdaderamente me ha dejado estupefacto y dolorido es que algunos profesores —a lo que parece— no sólo se muestren indiferentes a la repulsión moral que debe provocar aquel derroche de crueldad e insensatez que en los testimonios de los propios realistas nos hace estremecer, sino que además no adviertan que hasta hoy mismo, como he dicho, se prolonga el costoso sacrificio que Boves nos impuso. 
     Para no ser «moralistas» quizás esos profesores encuentren razones que de antemano le han hecho aceptar como valederas a sus alumnos, pero eso de que no sepan relacionar aquel pasado con los males que todavía estamos sufriendo, es una deficiencia de método y de criterio que no encontrará justificación ni entre sus mejores amaestrados discípulos. El día que éstos alcancen a pensar por su cuenta. 

*Augusto Mijares/ El Nacional (Caracas) 16 de abril de 1969
    

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