La república comunista (1959-200...)
Con la fuga de
Batista los cubanos pensaron que terminaba una dictadura y el país retomaba el
camino democrático interrumpido en 1952. Pero esa era una falsa impresión: lo
que moría, para dar paso a la república comunista, era la república
revolucionaria surgida en 1933, encharcada en un peligroso discurso radical que
no se compadecía con las formas de gobierno, pero que confundió a la sociedad y
debilitó sus defensas frente al totalitarismo. Tanto dio el cántaro a la fuente
del nacionalismo, el antimperialismo y el anticapitalismo, que, finalmente, se
rompió. Castro llegaba secretamente decidido a llevar hasta sus últimas
consecuencias una revolución de orientación comunista, designio que sólo había
compartido con su hermano Raúl y con el argentino Guevara, ambos comunistas
convencidos.
Contrario a lo que
nos puede parecer a principios del siglo XXI, en la década de los cincuenta no
era tan descabellado pensar que la humanidad se desplazaba hacia un destino
comunista. Desde el fin de la Segunda Guerra, la URSS crecía al ritmo del 8 y
10% anual, dominaba la energía nuclear, y en 1957, para asombro de la comunidad
científica, se había convertido en el país que inauguraba la era espacial. La
hábil propaganda mostraba una nación enorme e impetuosa, repleta de obreros
felices, en contraste con los desdichados norteamericanos, divididos por el
apartheid racial y la lucha de clases.
Por otra parte, la
visión ideológica “progresista” también apuntaba en la misma dirección. Se
suponía que las compañías multinacionales saqueaban a las naciones del tercer
mundo, y era frecuente caracterizar a los empresarios locales como meros
agentes del imperialismo económico, responsables de la pobreza de grandes zonas
de la sociedad. Sólo una revolución profunda y radical que redistribuyera la
riqueza, nacionalizara los medios de producción vitales ―la banca, los seguros,
el transporte, la energía, los teléfonos, amén de la educación― y cortara las
amarras con el imperio norteamericano, podía lograr la felicidad y el
desarrollo de los pueblos.
Pero entonces se
vivía en medio de la Guerra Fría y este curso de acción ―suponían los
revolucionarios― conducían a un choque directo con Estados Unidos, potencia que
destruiría cualquier intento radical en América Latina, como ya había sucedido
en la Guatemala de Jacobo Arbenz en 1954. ¿Cómo evitarlo?
Castro encontró una
insólita respuesta: provocándolo, pero reclutando previamente a la URSS para
que sirviera de guardaespaldas. Estrategia, sin embargo, que presentaba un
grave inconveniente: tradicionalmente la URSS había suscrito la hipótesis
leninista de que la revolución en América tenía que comenzar en Estados Unidos,
que era donde existían grandes concentraciones de obreros. Luego le tocaría el
turno a América Latina. Parecía imposible que se invirtiera esa secuencia.
Para suerte de Fidel
Castro, gobernaba en la URSS un campesino ucraniano llamado Nikita Kruschov,
realmente convencido de que el sistema comunista era superior al capitalista.
Kruschov aseguraba que en apenas veinte años su país superaría el grado de
riqueza de Estados Unidos, y le resultaba humillante la estrategia militar
norteamericana de mantener a la URSS rodeada de bases militares desde las que
apuntaban sus misiles o despegaban los bombarderos. ¿No sería conveniente darles
un poco de su propia medicina a los norteamericanos? ¿Y qué mejor sitio que
Cuba, donde de manera inesperada había surgido un gobierno cuyo líder tenía
inclinaciones comunistas y estaba dispuesto a ensayar una suerte de alianza?
El primer gobierno revolucionario
Con ese panorama
internacional al fondo, el 8 de enero de 1959 Castro entró en La Habana rodeado
de sus barbudos, en medio de un acceso general de euforia e ilusiones. Casi
nadie pensaba que el país pudiera escorar hacia el bando comunista. Y mucho
menos cuando se conoció el primer gabinete: Manuel Urrutia, presidente; José
Miró Cardona, Primer Ministro; Manuel Ray, Ministro de Obras Públicas; Manolo
Fernández, Ministro de Trabajo; Roberto Agramonte, Ministro de Relaciones
Exteriores y otros parecidos. Casi todos eran figuras respetables que
inspiraban confianza. Lo que el pueblo no sabía, ni ellos tampoco, que ése
precisamente era el efecto que Castro buscaba para ganar tiempo, mientras
creaba un aparato militar y una policía política a la medida de sus secretas
intenciones.
Pero aun descontando
los siniestros objetivos de Castro, fue escasamente ejemplar lo que sucedió en
aquellos primeros meses en los que gobernaron los revolucionarios no-comunistas
bajo la sombra de Fidel Castro. Se maltrató, encarceló y se fusiló a cientos de
personas mediante juicios carentes de garantías. El Consejo de Ministros,
copiando la legislación de Batista, y hasta repitiendo la frase “la revolución
es fuente de Derecho”, se atribuyó la facultad de legislar a su antojo, y se
dictaron medidas abusivas, gravemente atentatorias contra los derechos de
propiedad, pero que encajaban en la tradición revolucionaria del país: una
primera reforma agraria, la rebaja de un 50% del costo de los alquileres de las
viviendas y de los servicios públicos. Ante cada espasmo populista aumentaba la
popularidad del régimen, y se hundía la economía, pero esta consecuencia no parecía
asustar a nadie. Más aún: favorecía los planes de Castro, encaminados a
empobrecer al sector privado para fagocitarlo más fácilmente en su momento.
A mediados de 1959
ya era evidente que Castro y unos cuantos de sus hombres de confianza se movían
rápidamente hacia el campo comunista. Urrutia fue obligado a renunciar y se
asiló en una embajada. El comandante Húber Matos fue apresado y renunciaron
varios ministros. El choque con la prensa libre condujo a la toma de los
periódicos y revistas, mientras un alto porcentaje de la población, comunista o
no comunista, pero carente de valores democráticos, aplaudía a rabiar.
Súbitamente, el país volvió a dividirse y muchos revolucionarios retomaron el
camino de la conspiración. Es lo que se venía haciendo desde 1902. Es lo que se
hizo exitosamente contra Machado y contra Batista.
Yanquis contra soviéticos en el Caribe
Parecía imposible
que se consolidara en Cuba un régimen comunista a 90 millas de Estados Unidos,
pero si los cubanos hubieran agudizado un poco la mirada histórica habrían
comprobado que Estados Unidos jamás había logrado sus propósitos en Cuba. En
1898 (o antes) no pudo anexarla ni después pudo quedarse con Isla de Pinos,
como era su intención, territorio al que renunció en 1925. Impuso la Enmienda
Platt para convertir a Cuba en un protectorado y acabó prisionero de las riñas
intestinas de los hábiles caudillos criollos (como declarara, melancólicamente,
Sumner Welles en sus memorias). No logró encauzar la caída de Machado. Tampoco
supo evitar el golpe contra Prío, ni consiguió organizar adecuadamente la
salida de Batista para impedir el acceso de Castro al poder. Si algo debieron
pensar los cubanos era que Washington podía ser un buen aliado en el terreno
económico, pero no podía garantizar el buen gobierno, la estabilidad o el mejor
curso político del país.
No obstante, la
Casa Blanca, que tampoco había advertido los continuos fracasos de su política
cubana, dio instrucciones a la CIA para que organizara el derrocamiento de
Castro. Esto sucedió en la primavera de 1960, y pronto los grupos clandestinos
que habían surgido espontáneamente para luchar contra la entronización del
comunismo se subordinaron a los que contaban con el apoyo de Estados Unidos.
Esa etapa insurreccional, en la que no faltaron actos heroicos y grandes
sacrificios, desembocó en la desastrosa expedición de Bahía de Cochinos de
abril de 1961, abandonada a su suerte por un presidente Kennedy inexperto y
vacilante, saldada con más de mil prisioneros. Sólo se mantuvieron peleando por
unos años más las guerrillas campesinas del Escambray, pero sin la menor
posibilidad real de triunfar.
En octubre de 1962
sobrevino el otro episodio seminal: la Crisis de los Misiles. La URSS,
envalentonada con la parálisis de Kennedy en Bahía de Cochinos, se atrevió a
instalar cohetes con cabeza nuclear en Cuba. La inteligencia norteamericana los
descubrió y la Casa Blanca le dio un ultimátum al Kremlin: o sacaba los cohetes
de Cuba o Estados Unidos los destruía. Kruschov aceptó retirarlos, pero le
arrancó a Kennedy una promesa tácita: Cuba no sería atacada o invadida por
Estados Unidos o por otros países de América Latina.
El pacto, sin
embargo, no incluía la eliminación física de Castro, así que el hermano del
presidente, Bobby Kennedy, Fiscal General de la nación, se dio a la no tan
discreta tarea de organizar el ajusticiamiento del Comandante con la ayuda de
la mafia. Tal vez por eso, unos meses más tarde, quien caía muerto en las
calles de Dallas era John F. Kennedy. Lo asesinó un castrista connotado, Lee
Harvey Oswald, ex desertor en la Unión Soviética y miembro del Comité Pro Justo
Trato para Cuba, obsesionado por la política anticastrista de los Kennedy.
Nunca se pudo
probar que actuaba por cuenta de La Habana (como afirmaba, sotto voce, el
presidente Lyndon Johnson), pero la desaparición del joven mandatario puso fin
a la determinación norteamericana de acabar con Castro.
La etapa guevarista (1961-1970)
Castro declaró el
carácter “socialista” de su gobierno el 15 de abril de 1961, dos días antes del
desembarco de Playa Girón, tal vez como una forma de comprometer a los
soviéticos en la defensa de la revolución. Y era cierto: para todo observador
objetivo, en esa fecha ya resultaba absolutamente obvio que Castro les había
impuesto a los cubanos un sistema de corte soviético que estaba en fase de
consolidación. A lo largo del año sesenta fueron intervenidos o confiscados los
medios de comunicación, las escuelas privadas y las principales empresas
industriales, agrícolas y comerciales del país. Simultáneamente, había
desaparecido todo vestigio de libertad de expresión y, literalmente, yacían en
las cárceles miles de maltratados prisioneros políticos. A fines de la década,
en 1968, en lo que llamaron una “ofensiva revolucionaria”, desaparecieron todas
las pequeñas empresas privadas que existían en el país en medio de lo que
llamaron una “ofensiva revolucionaria”.
En realidad, la
hipótesis de que la hostilidad norteamericana había forzado a Castro en
dirección del comunismo y en brazos de la Unión Soviética no se compadecía con
los hechos. Castro, secretamente, había llegado al poder dispuesto a instaurar
un sistema comunista, y desde los inicios mismos de su gobierno se movió hacia
ese destino. No era, claro, un comunista disciplinado, ni un agente del
Kremlin, ni un teórico profundo, sino un revolucionario antiamericano y
anticapitalista que no estaba llevando a cabo una revolución marxista en
beneficio de Moscú o de los camaradas del Partido Socialista Popular, sino para
su propio disfrute, gloria y beneficio, lo que, en su momento, lo llevaría a un
choque con los viejos comunistas, a los que barrió o sometió sin piedad. El
enfrentamiento con Estados Unidos, pues, fue una consecuencia de la decisión de
Castro y no una causa. Sólo quedaba por dilucidar las características
particulares de su dictadura marxista caribeña.
Ese perfil
ideológico lo daría Ernesto “Che” Guevara y englobaba varios propósitos. Uno de
ellos era utilizar la economía planificada y la propiedad estatal de los medios
de producción para avanzar rápidamente hacia la industrialización y el
desarrollo económico. “En una década ―pronosticó el Che en Punta del Este en
julio de 1961― Cuba alcanzará a los Estados Unidos”. Para lograr esa hazaña,
acompañada de una igualitaria distribución de la riqueza, el gobierno se
esforzaría en modificar espiritual e ideológicamente a los cubanos hasta crear
al “hombre nuevo”, como recetaba la utopía marxista. El hombre nuevo era una
criatura idealista, decididamente heterosexual ―los homosexuales serían
internados en campos de trabajo forzado junto a otras “lacras sociales― y
desprovista de codicia, que vivía felizmente dedicada a cumplir las tareas
revolucionarias. Ese hombre nuevo reinaría en un sistema comunista ortodoxo,
muy lejos de los experimentos desviacionistas que por aquellos años se
ensayaban en Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia y, en una medida más tímida,
hasta en la propia URSS.
Entre las tareas
revolucionarias que el hombre nuevo debía llevar a cabo estaba la de “proteger”
el sistema mediante la activa participación en la represión colectiva,
institucionalizada por medio de los Comités de Defensa de la Revolución, y la
hipertrofiada presencia de la policía política adscrita al Ministerio del
Interior. También estaba la de “exportar la revolución” de diversas maneras,
pero, especialmente, dotando de adiestramiento y armas a camaradas de otros
países, o con infiltraciones de guerrilleros cubanos en numerosas naciones,
entre ellas: Venezuela, Perú, Argentina, Nicaragua, Panamá, República
Dominicana, Congo, Mozambique, Guinea y un extenso etcétera.
En todo caso, la
combinación entre la desaparición de la clase empresarial capitalista y el
intenso aventurerismo, sumados al radicalismo ideológico, a los caprichos de
Castro y a la crasa ignorancia de los administradores estatales, fue demoliendo
progresivamente el aparato productivo del país en medio de una fatal
combinación de inflación y carestía que llegó al paroxismo en 1970. En ese año
Castro puso como meta nacional producir diez millones de toneladas de azúcar, y
a ese arbitrario fin consagró todos los recursos económicos del país,
comprometiendo en ello, no se sabe muy bien por qué, “el honor de la
revolución”. Naturalmente, la zafra monstruosa se hundió, como habían
pronosticado todos los expertos.
La sovietización de la revolución (1970-1985)
El fracaso de la
zafra tuvo un efecto catártico. A puertas cerradas, Castro admitió que la
revolución era un desastre. La economía estaba en los suelos. El Che Guevara,
de regreso de una fracasada aventura guerrillera en África, había resultado
ejecutado en 1967 en Bolivia tras una descabellada expedición, y casi todos los
esfuerzos subversivos realizados en el tercer mundo habían sido inútiles. Era,
pues, absurdo seguir intentando un camino revolucionario paralelo al del campo
socialista liderado por la URSS. La manera de “salvar” a la revolución
consistía en abandonar cualquier pretensión de originalidad, reproducir en la
Isla el modo de administración de la URSS, descentralizar hasta cierto punto el
control burocrático, integrar a Cuba en el CAME ―una especie de mercado común
socialista― y coordinar con “los rusos” las actividades del “internacionalismo
revolucionario”, como se le llamaba a la injerencia subversiva en otros países.
Ese cambio de rumbo
produjo algunos resultados positivos. Se frenó la caída en picado de la
economía y comenzó una progresiva estabilización en la medida en que aumentaban
los subsidios del Este. El país se inundó de asesores soviéticos que enseñaban
el modo ruso de gobernar, y los tecnócratas formados en el campo socialista
cobraron una notable influencia en las distintas estructuras burocráticas del
país. Dentro de esa corriente, en 1976 se promulgó una Constitución redactada
en el espíritu y la letra de la que en 1936 Stalin había impuesto en su inmenso
país. Entonces se decía que la revolución se había “institucionalizado” y había
pasado del “idealismo” al “pragmatismo”.
Sin embargo, esa
sovietización de la revolución no frenó los ímpetus de conquista revolucionaria
de Castro y la cúpula dirigente, pero si llevó a una mayor coordinación entre
La Habana y Moscú. En 1973 una brigada cubana de tanques participó en el frente
sirio contra Israel. En 1975 Castro, que nunca había dejado de tener asesores
en África, aprovechó con gran oportunismo el vacío de poder que dejaron los portugueses
en Angola y envió varios millares de soldados a luchar junto al Movimiento
Popular de Liberación Angolano (MPLA), entonces en lucha contra otras dos
facciones insurreccionales. Los soviéticos proporcionaron las armas, el parque,
los recursos económicos y unas cuantas decenas de asesores. Cuba aporta las
tropas, los oficiales y el transporte. La abrumadora presencia cubana decidió
la suerte de la guerra y los elementos pro soviéticos de Agustín Neto
alcanzaron el poder, aunque no lograron erradicar a los otros grupos
guerrilleros.
Esa aventura
angolana ―que duraría 15 años― fue el preludio de la otra invasión cubana en
África: en 1977 millares de soldados cubanos participaron junto a los marxistas
etíopes en la guerra de Ogadén contra enemigos somalíes.
Otra vez se
impusieron las armas cubanas, entonces dirigidas por el general Arnaldo Ochoa,
formado en la URSS. Pero el éxito que más estimulará la euforia de Castro será
el triunfo de las guerrillas sandinistas en Nicaragua en 1979, organizadas, adiestradas
y armadas por el gobierno cubano, que, además, envió al frente de batalla a
varias decenas de sus mejores cuadros militares. En ese año, a los 20 exactos
del triunfo revolucionario, Castro, que entonces presidía el “Movimiento de los
no-alineados”, vivía un momento de delirante optimismo y le declaraba a un
historiador venezolano que “en diez años todo el Caribe sería un mare nostrum
cubano”. Pensaba, incluso, que vería el desplome de la democracia
norteamericana.
Sin embargo, ese
cuadro de euforia comenzó a deshacerse casi en el mismo momento en que llegaba
a su punto culminante. Primero, en abril de 1980, en sólo tres días, casi once
mil cubanos se asilaron en la Embajada de Perú en La Habana, ante lo cual el
gobierno de Castro, muy asustado, propició la salida masiva de elementos
desafectos por el puerto de Mariel: cerca de 130 000 embarcarían rumbo al sur
de la Florida. Castro y el mundo comprobaron el grado real de rechazo que
provoca la revolución. Segundo, la elección de Ronald Reagan en noviembre de
1980 era el presagio de una actitud menos tolerante por parte de Washington
hacia el aventurerismo revolucionario cubano, como se vio poco después con la
invasión norteamericana a Granada. Tercero, había pasado una década de la
sovietización de la administración cubana y resultaban muy visibles los
síntomas de estancamiento de la economía. Ante ellos, Castro lanzará una
campaña llamada de “rectificación de errores” que era, en realidad, un regreso
a posiciones más conservadoras y centralistas.
La antiperestroika (1985-1991)
Mientras Castro se
movía hacia el pasado del socialismo, en la URSS ocurría lo contrario. En 1983
moría Leonid Breznev y era sucedido por Yuri Andropov, quien también fallecía a
los pocos meses, para ser sustituido por Konstantin Chernenko, mas sólo por un
periodo aún más corto, pues no tardó en sucumbir a una fulminante enfermedad.
Así que el Politburó, en 1985, con la recomendación del KGB, eligió a un hombre
relativamente joven, Mijail Gorbachov, de “sólo” 54 años, para garantizar
cierta estabilidad en la cúpula dirigente.
Gorbachov llegó al
poder decidido a corregir el pésimo rumbo de la economía soviética y a salvar
al comunismo de sus errores tradicionales, de manera que comenzó una profunda restructuración
del Estado, a la que llamó perestroika, y alentó la crítica constructiva,
reduciendo sustancialmente los niveles de represión. A esto último le llamó
glasnost o transparencia, y su tolerante actitud se originaba en la creencia de
que los males de la administración soviética sólo podían corregirse mediante el
libre examen de los problemas que la afligían.
La perestroika y el
glasnost inmediatamente tuvieron buena acogida en Cuba. La estructura de poder
se ilusionó con la posibilidad de una reforma que cambiara el pobre desempeño
del sistema comunista en la Isla. Los estudiantes cubanos en la URSS y en el
bloque del Este regresaban al país con una visión mucho más crítica del
comunismo, deseosos de ver cambios profundos. La ciudadanía comenzó a pensar
que el desastroso sistema, responsable de una pertinaz pobreza, al fin entraría
en una fase de transformación real.
Castro olió peligro
y le declaró la guerra a la perestroika. Por primera vez las publicaciones
soviéticas eran censuradas y la policía política comenzó a espiar y a acosar a
los reformistas. Finalmente, en el verano de 1989 el general Aranaldo Ochoa y
el coronel Antonio de la Guardia, junto a otros dos oficiales, fueron
fusilados. Se les acusó de haber puesto en peligro la seguridad y el prestigio
de la revolución al dedicarse al tráfico de drogas y a otras actividades
ilícitas ―aunque sin duda tácitamente autorizadas por Fidel y Raúl Castro―,
pero existía otro mensaje subyacente más importante: también se les fusilaba
por ser simpatizantes de la reforma soviética. Castro quería dejar en claro que
en la Isla no habría más cambio que el que él autorizara.
A fines de 1989,
caía el muro de Berlín y comenzaba a desmoronarse el campo socialista. Las
relaciones entre la Cuba fundamentalista y la URSS reformista de Gorbachov
continuaban deteriorándose, pero el punto final llegó en1991, tras un fallido
intento de golpe militar en Moscú ―secretamente apoyado por Castro― que provocó
la disolución de la estructura política federal del país y la salida del poder
de Gorbachov, quien fuera sustituido por Boris Yeltsin. Yeltsin no tardó en
disolver el Partido Comunista soviético ni en cancelar el enorme subsidio hasta
entonces otorgado a Cuba. Le historiadora rusa Irina Zorina caculó el monto en
más de 100 000 millones de dólares. El economista cubano Carmelo Mesa-Lago
estima que fue de unos 65 000. En todo caso, se trataba de una increíble
cantidad de dinero, especialmente cuando uno recuerda que el famoso Plan
Marshall con que se reconstruyó parte de Europa occidental tras la Segunda
Guerra apenas llegó a la cifra de once mil millones de dólares.
El período especial (1991-200...)
Forzado por la
desaparición del Bloque del Este, y ante el súbito descenso de los niveles de
consumo del pueblo cubano, calculado en un 50%, Castro se vio obligado a hacer
unas cuantas concesiones a las que llamó “periodo especial”, como subrayando
con esta denominación el carácter provisional y revocable de las medidas. En
esencia, los cambios fueron seis: se autorizó la circulación de los dólares en
la Isla, principalmente provenientes de las remesas de los exiliados, se
fomentó el turismo, se crearon joint-ventures entre empresas estatales y
empresas extranjeras, se autorizaron ciertas actividades muy restringidas por
cuenta propia, se reabrieron una suerte de mercados campesinos más o menos
libres donde se podía adquirir comida a altos precios pero en pesos cubanos, y
se le dio cierto margen de maniobra a la Iglesia Católica, cambio de actitud
que culminó con la visita del Papa a Cuba en 1997.
Aunque tímidamente,
esas medidas permitieron que, poco a poco, el pueblo cubano encajara el
terrible descalabro del fin del comunismo europeo, pero en el camino quedaron
varios conmovedores episodios, tales como la neuritis óptica y periférica
sufrida por decenas de miles de cubanos, víctimas de la desnutrición, el éxodo
masivo en balsa de unos treinta mil cubanos y los desórdenes callejeros de
1994, y un aumento exponencial de la disidencia interna, presente desde
mediados de los años ochenta, cuando Ricardo Bofill y Gustavo Arcos lanzaron
desde la cárcel el movimiento en defensa de los derechos humanos, resistencia
que alcanzó su momento de mayor notoriedad con iniciativas de personas como
Oswaldo Payá, Oscar Elías Biscet, Vladimiro Roca, Elizardo Sánchez, Raúl
Rivero, Martha Beatriz Roque Cabello, Héctor Palacios y otras decenas de
valerosos demócratas de la oposición, muchos de ellos luego condenados a largas
penas de prisión en el verano de 2003, cuando los cubanos sufrieron una de las
peores oleadas represivas de las últimas décadas.
En su momento,
cuando comenzó el “periodo especial”, no faltaron los comunistas reformistas
que esperaban que el propio Castro encabezara los cambios y los sacara a ellos
y al país del atolladero, pero no les tomó mucho tiempo confirmar que el terco
Comandante no tenía la menor intención de ceder un ápice de poder, o de
permitir transformaciones que pusieran en peligro las líneas maestras
estalinistas de su régimen. A fines de la década de los noventa, en efecto,
comenzó la paulatina involución de las medidas “aperturistas” dictadas unos
años antes.
A mediados de 2004,
la situación es la siguiente: una sociedad mayoritariamente fatigada y
desesperanzada, deseosa de escapar del país, una clase dirigente desmoralizada
que piensa que Castro, lejos de sacarla de la ratonera, morirá dejándole como
herencia un sistema imposible de reformar, y una ínfima y heroica minoría
dispuesta a protestar y a luchar pacíficamente por el rescate de la nación. Los
tres grupos, sin embargo, coinciden en un aspecto de forma casi unánime: con la
muerte de Castro, que pronto cumplirá 78 años, terminará la república
comunista. Entonces la nación, a trancas y barrancas, en medio de mil
dificultades, volverá a la senda de la democracia.