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viernes, 19 de octubre de 2012

Sapere aude: Historia Crítica De La República De Cuba (II) / Carlos Alberto Montaner / Publicado en El Nuevo Herald 16 de mayo de 2004

La república revolucionaria (1933-1958)

¿Por qué llamarle “República revolucionaria” a la Cuba surgida de la caída de Machado? Esencialmente, porque todas las formaciones políticas que contribuyeron al fin de la dictadura reclamaban ese calificativo y se decían herederas de las fuerzas mambisas que lucharon por la independencia, luego traicionadas por los sucesivos gobiernos republicanos. Lo que no era revolucionario era sinónimo de politiquería. Lo revolucionario, en cambio, era el idealismo y la justicia instantánea. Lo revolucionario era la reforma del Estado por decreto, y a veces a punta de ametralladora, como proclamaba Antonio Guiteras ―el más destacado de los revolucionarios de la época―, sin las concesiones al derecho tradicional que exigían las normas republicanas. Lo revolucionario era imponer por la fuerza del Estado la redistribución de la riqueza y el control de los mecanismos económicos, a veces sin respetar los derechos de propiedad o las reglas del mercado. Lo revolucionario era ser nacionalista, antimperialista y anticapitalista, como se desprendía de los programas doctrinarios de todas las agrupaciones políticas con arraigo popular que surgieron durante y tras la caída de Machado.
¿Quiénes eran esos revolucionarios? En general, las personas que se habían opuesto a Machado, y algunos lo habían hecho por medio del terrorismo o el asesinato. En todo caso, poder exhibir un expediente de violencia política era una credencial positiva para abrirse paso en la vida política cubana o para alcanzar posiciones notables dentro de la estructura burocrática o en los cuerpos policíacos. En su momento, especialmente en los anos cuarenta, ese culto por la violencia dará vida a las pandillas de “tira-tiros”, algunas de ellas enquistadas en la Universidad y en los sindicatos.

Tras la huida de Machado, Cuba entró en una etapa aún más convulsa, complicada por el eco lejano de la Guerra Civil española, en la que participó un millar de voluntarios cubanos. En ese periodo, se sucedieron diversos gobiernos, a veces refrendados en las urnas, pero siempre controlados desde los cuarteles por Batista, quien primero se hizo ascender a coronel y luego a general.

Naturalmente, el liderazgo de Batista resultó enérgicamente retado por una oposición que lo acusaba de corrupción y de haber traicionado la revolución del 33, oposición que recurría a los mismos procedimientos empleados contra Machado, a lo que los hombres de Batista respondían con represión y, a veces, con asesinatos selectivos, pero poco a poco la vida pública se fue normalizando.

Finalmente, tras el gobierno del coronel Laredo Brú ―un militar que resultó ser un administrador competente―, en 1940, bajo la dirección enérgica de Carlos Márquez Sterling fue redactada una Constitución de corte socialdemócrata ―como era típico en la época―, y Fulgencio Batista consiguió ser electo en unos comicios razonablemente limpios. Durante cuatro años, sin grandes sobresaltos, aliado a los comunistas, con dos de ellos incorporados al gabinete, Batista gobernó un país que volvía a mostrar síntomas de pujanza.

Parecía que Cuba recobraba la estabilidad democrática.

Los gobiernos auténticos

En 1944 hubo de nuevo elecciones sin fraude y llegó a la presidencia el doctor Ramón Grau San Martín, ex catedrático de Fisiología de la Universidad de La Habana. Batista entregó el poder y marchó al extranjero por recomendación del nuevo presidente, dado que tenía demasiados enemigos. Grau era un líder extraordinariamente popular, seleccionado por los estudiantes revolucionarios del 33 para ocupar la presidencia del país tras la huida de Machado, cargo que ocupó durante pocas semanas, hasta que Batista, probablemente estimulado por Washington, lo obligó a abandonar el gobierno. Tras esa corta experiencia, Grau había contribuido a crear un formidable partido de masas, al que llamó “Partido Revolucionario Cubano (Auténtico)” como un claro recordatorio de que retomaba la tradición política martiana del siglo anterior para llevar a cabo la mítica revolución pendiente. A bordo de ese partido, tal vez el mayor y más entusiasta de la historia de Cuba, Grau había vuelto a la presidencia, pero ahora legitimado en las urnas.

El gobierno de Grau coincidió con los últimos años de la Segunda Guerra y eso se tradujo en una clara bonanza económica que permitió una buena labor en el terreno de las obras públicas. Sin embargo, la corrupción, el amiguismo y el peculado, unidos a la violencia de las luchas entre pandillas rivales, desacreditaron notablemente este periodo presidencial. No obstante, otro miembro de su gobierno y de su partido, Carlos Prío Socarrás, abogado y ex líder estudiantil, resultó limpiamente electo en 1948 para formar el segundo y último de los gobiernos “auténticos” que conoció la República. Pero la selección de Prío como candidato del “autenticismo” no resultó sencilla: el senador Eduardo R.

Chibás, un líder apasionado y elocuente, formidable polemista, quien también aspiraba a la candidatura, al no ser preferido por Grau creó una nueva organización política, el “Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo)” y se lanzó al ruedo. Su lema era contundente: “ampliar las cárceles para encerrar a los políticos corruptos”. Su emblema, una escoba con la que barrer la podredumbre.

Era el apóstol de la decencia, mas también había algo de radicalismo jacobino y de demagogia populista en la defensa de su causa.
El gobierno de Prío fue mejor que el de Grau. Prío se rodeó de un buen grupo de tecnócratas y creó unas cuantas instituciones de crédito que aceleraron el crecimiento económico del país y ampliaron el abanico productivo, tanto en el terreno agrícola como en el industrial. No pudo o no supo, sin embargo, terminar con la corrupción y con el gansterismo político, aunque ambas lacras disminuyeron sustancialmente. Pese a ello, a veces con razón ―y otras veces de manera infundada―, Chibás y los ortodoxos mantenían una estridente campaña de denuncias y acoso contra el autenticismo que consiguió hacer mella en la opinión pública.

En 1951 ocurrió un hecho singularísimo: Eduardo Chibás se quitó la vida de un balazo ante los micrófonos de una estación de radio por la que hablaba todos los domingos. ¿La razón? Un confuso estado emocional producto de su frustración por no haber podido probar ciertas denuncias contra un ministro de Prío al que, injustamente, le imputaba una ilegal apropiación y desvío de fondos que no había ocurrido. Pero lo cierto era que su muerte estremeció al país, descabezó momentáneamente al Partido Ortodoxo y, simultáneamente, debilitó a los auténticos.

Batista regresa por la fuerza

Las elecciones generales estaban pautadas para el verano de 1952. El gran enfrentamiento era entre auténticos y ortodoxos. Estos últimos habían conseguido superar la muerte de Chibás y llevaban como candidato a Roberto Agramonte, un intelectual con cierto peso y muchas lecturas, catedrático de Sociología. Los auténticos también contaban con un buen aspirante: el ingeniero Carlos Hevia, persona con fama de honrada. A mucha distancia, con apenas el diez por ciento de apoyo, se encontraba Batista, quien había regresado de su dorado destierro con el beneplácito de Prío.

Pero nunca hubo elecciones. Existía una conspiración militar en marcha y los complotados invitaron a Batista a que la encabezara. ¿Pretextos? La corrupción, las acciones violentas de los gangsters políticos, especialmente el asesinato de Alejo Cossío del Pino, un ex ministro del autenticismo, y, claro, la siempre pendiente revolución. La verdad profunda era que los golpistas respetaban muy poco las instituciones democráticas y deseaban tomar el poder para su propio beneficio. Batista se sumó y dio el golpe el 10 de marzo de 1952.
¿Cómo? Con un pequeño grupo de seguidores, casi todos militares, entró de madrugada a Columbia, el mayor cuartel del país, y sublevó a la guarnición.

Desde ese punto trabó comunicación con todos los mandos militares y los conminó a unirse. La inmensa mayoría se plegó. Al fin y al cabo, muchos oficiales le debían su carrera a los años en que Batista fue la figura dominante en la república.

Tras el golpe, Batista proclamó que Cuba vivía una etapa revolucionaria, y la “revolución era fuente de Derecho”, de manera que le asignó al Consejo de Ministros la facultad de legislar y restauró la pena de muerte, eliminada de la Constitución del 40, salvo para militares que traicionaran al país. En realidad, en los seis años largos que duraría su dictadura nunca se empleó oficialmente, pero ocurrió algo mucho más grave: varias decenas de cubanos opositores responsabilizados con acciones violentas o actos terroristas ―lo que no siempre era cierto― serían torturados y ejecutados extrajudicialmente por los cuerpos represivos.

En todo caso, tras el golpe de Batista, la reacción de la ciudadanía estuvo más cerca de la apatía y la indiferencia que de la indignación. En alguna medida, los gobiernos auténticos, pese a sus aciertos, habían generado una clara desilusión popular. Se pensaba que muchos de los jóvenes revolucionarios del 33 se habían transformado en políticos corruptos. Seguramente ésta era una generalización injusta, pero las campañas de los ortodoxos la habían convertido en una percepción muy difundida.

Batista, en fin, se hizo con el poder, Prío marchó al exilio con más pena que gloria, y auténticos y ortodoxos se dividieron amargamente en dos líneas de acción: los que propugnaban la búsqueda del retorno a la democracia mediante una evolución política, y los que pretendían, como en los años treinta, echar a Batista del gobierno por medio de una insurrección armada. Entre estos últimos, en las filas de los ortodoxos, estaba Fidel Castro, un joven abogado con antecedentes de pandillerismo político y algunos hechos de sangre en su biografía. Era candidato a la Cámara de Representantes por el Partido Ortodoxo en las elecciones que habían sido canceladas con el golpe de Batista, lo que demuestra los limitados escrúpulos de los partidos en aquella época. Se le tenía por una persona exaltada, radical, inteligente y violenta.

Batista y la insurrección

Curiosamente, Batista, pese a ser un gobernante corrupto, tenía sentido del Estado y bastante experiencia, así que supo congregar a un buen grupo de políticos y burócratas eficientes que alternaban el peculado y la buena administración. Los cubanos, pues, contaban con un gobierno ilegítimo y autoritario, que podía reprimir brutalmente a la oposición, pero razonablemente eficaz en la ejecución de las tareas de gobierno.

Casi inmediatamente comenzó la sublevación contra Batista. El primer intento fracasado lo dirigió el filósofo Rafael García Bárcena. Junto a unos pocos jóvenes, trató, sin éxito, de levantar un cuartel. Había sido profesor de la Escuela de Guerra y tal vez pensó que eso le franquearía las puertas. El segundo intento fue el de Fidel Castro. En 1953, al frente de varias docenas de jóvenes, casi todos provenientes de las filas ortodoxas, aunque sin la bendición de la jefatura del partido, atacó infructuosamente el Cuartel Moncada en Santiago de Cuba, mientras un segundo grupo hacía lo mismo en Bayamo. El asalto se saldó con más de medio centenar de muertos, la mayor parte asesinados después de ser hechos prisioneros por los soldados. García Bárcena, tras ser torturado y condenado a una leve pena de reclusión, casi desapareció de la escena política. Fidel Castro, en cambio, aprovechó su derrota y su condena a prisión para, desde la cárcel, convertirse en una de las primeras figuras de la oposición. Era un experto manipulador de la opinión pública.

La oposición electoralista, acompañada de las “clases vivas”, incluida la jerarquía eclesiástica, trató de buscar salidas pacíficas a la crisis, pero Batista seguía empeñado en no ceder el poder ni accedía a someterse a elecciones realmente limpias y con garantías para todos. Se sentía fuerte y suponía que la insurrección jamás podría derribarlo mientras tuviera el apoyo del ejército y el respaldo de Estados Unidos. Ignoraba que ambos respaldos podían fallarle. Esa terca certeza le permitió ceder ante una campaña periodística y amnistiar a Fidel y a los restantes asaltantes al Moncada tras haber cumplido apenas 21 meses de condena. No había riesgo. Un congresista batistiano llamado Rafael Díaz-Balart, ex cuñado de Fidel y gran conocedor de su psicología, le advirtió de su error: Castro era extremadamente peligroso.

Castro salió de la cárcel y a las pocas semanas viajó rumbo a México para organizar una expedición armada. Allí conoció al joven medico argentino comunista Ernesto Guevara, quien venía de Guatemala, tras el derrocamiento de Arbenz, convencido de que Estados Unidos era el principal enemigo de la humanidad. El proyecto de Castro era hacer coincidir el desembarco con un levantamiento en Santiago de Cuba, donde estaba el eficaz Frank País, que desembocara en una rebelión general en toda la nación. Castro no pensaba en una guerra prolongada. Mientras tanto, pactaba con otros grupos insurreccionales de la oposición. Los estudiantes universitarios y un sector de los auténticos también conspiraban. Carlos Prío le proporcionó dinero. Catro ya tenía, in pectore, el propósito de llevar adelante la verdadera revolución nacionalista, antimperialista y anticapitalista que los cubanos venían predicando desde los años treinta y nunca realizaban, pero se limitaba a repetir un vago y tranquilizante discurso “burgués” limitado a proponer elecciones libres y el regreso a la Constitución de 1940.

En diciembre de 1956 comenzó la aventura de Sierra Maestra. El desembarco casi se convierte en un naufragio y fracasó el alzamiento en Santiago de Cuba. Castro estuvo a punto de perecer en el primer enfrentamiento con el ejército, pero se internó en las montañas y logró sobrevivir con un puñado de inexpertos expedicionarios. Batista lo tenía a su merced. ¿Por qué no lo liquidó? Porque una veintena de jóvenes mal armados, perdidos en la remota Sierra Maestra, a mil kilómetros de La Habana, aparentemente no significan peligro alguno. Por otra parte, servían para irritar y dividir a la oposición electoralista, y, además, eran la perfecta excusa para gobernar mediante decretos de excepción y para votar presupuestos de guerra extraordinarios que no estaban al alcance de las auditorías convencionales. Castro también servía para enriquecer a sus enemigos.

A los pocos meses el panorama comenzó a ser más menos propicio para Batista. Los insurrectos empezaron a dominar el terreno en las montañas y establecieron círculos de apoyo cada vez más amplios. En las ciudades estallaban bombas y se producían algunos sabotajes importantes. Los estudiantes y los auténticos de línea insurreccional atacaron el palacio presidencial y casi consiguieron asesinar a Batista. Se produjeron alzamientos en otras zonas del país a cargo de grupos distintos al de Castro.

Es en ese tenso momento en el que el dictador parece darse cuenta de que enfrenta una peligrosa rebelión popular y decide liquidar el foco guerrillero de Sierra Maestra, pero en seguida descubre que su ejército está tan podrido como el resto del gobierno. Algunos altos oficiales reciben dinero de la oposición y venden información y hasta armas y pertrechos. Tampoco son muy duchos en la guerra. Lanzan unas tímidas ofensivas y, ante la resistencia de los guerrilleros, que pelean duro y les infligen bajas, se repliegan.

En el terreno diplomático a Batista también le iban mal sus planes. El Departamento de Estado norteamericano, presionado por una opinión pública hábilmente manipulada por la oposición radicada en Estados Unidos, decreta un embargo en la venta de armas con el objeto de forzar al dictador a buscar una salida política. Esa era una señal muy desmoralizante para los militares cubanos:

Batista perdía el apoyo de Washington. Comienzan las conspiraciones entre los altos mandos del Ejército. En diciembre de 1958 un enviado del presidente Eisenhower le pide a Batista que abandone el poder, ignore las ilegítimas elecciones celebradas pocas semanas antes y ponga el gobierno en manos de un grupo de notables, acaso presidido por una persona honrada y prestigiosa como Carlos Márquez Sterling. Batista se niega. En ese momento ya sabía que algunos de sus más poderosos generales estaban en contacto con Castro y se disponían a traicionarlo. Así las cosas, prepara discretamente su huida. Va repetir el episodio de Machado veinticinco años después. La familia partirá rumbo a Estados Unidos. Él volará a República Dominicana, donde mandaba Trujillo con mano implacable. Unos años más tarde acabaría sus días exiliados en España.

Batista dejaba tras de sí una curiosa combinación de desastre político y debilidad institucional, junto a cierto notable desarrollo económico y social. El 75 por ciento de la población estaba alfabetizada ―muy alto para la época― y los niveles sanitarios del país eran propios de una nación del primer mundo. La industria fabricaba localmente unos diez mil productos y existía un denso tejido comercial de más un comercio por millar de habitantes. Los gremios y sindicatos contaban con una impresionante organización nacional. El ingreso per cápita era un tercio mayor que el de Chile y el doble del español. Grosso modo, podía afirmarse que el nivel de prosperidad de Cuba era el tercero de América Latina, tras Argentina y Uruguay. Por otra parte, el nivel de distribución de ingresos estaba entre los menos injustos del continente, junto a Costa Rica y Uruguay.

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