¿Por qué llamarle
“República revolucionaria” a la Cuba surgida de la caída de Machado?
Esencialmente, porque todas las formaciones políticas que contribuyeron al fin
de la dictadura reclamaban ese calificativo y se decían herederas de las
fuerzas mambisas que lucharon por la independencia, luego traicionadas por los
sucesivos gobiernos republicanos. Lo que no era revolucionario era sinónimo de
politiquería. Lo revolucionario, en cambio, era el idealismo y la justicia
instantánea. Lo revolucionario era la reforma del Estado por decreto, y a veces
a punta de ametralladora, como proclamaba Antonio Guiteras ―el más destacado de
los revolucionarios de la época―, sin las concesiones al derecho tradicional
que exigían las normas republicanas. Lo revolucionario era imponer por la fuerza
del Estado la redistribución de la riqueza y el control de los mecanismos
económicos, a veces sin respetar los derechos de propiedad o las reglas del
mercado. Lo revolucionario era ser nacionalista, antimperialista y
anticapitalista, como se desprendía de los programas doctrinarios de todas las
agrupaciones políticas con arraigo popular que surgieron durante y tras la
caída de Machado.
¿Quiénes eran esos
revolucionarios? En general, las personas que se habían opuesto a Machado, y
algunos lo habían hecho por medio del terrorismo o el asesinato. En todo caso,
poder exhibir un expediente de violencia política era una credencial positiva
para abrirse paso en la vida política cubana o para alcanzar posiciones
notables dentro de la estructura burocrática o en los cuerpos policíacos. En su
momento, especialmente en los anos cuarenta, ese culto por la violencia dará
vida a las pandillas de “tira-tiros”, algunas de ellas enquistadas en la
Universidad y en los sindicatos.
Tras la huida de
Machado, Cuba entró en una etapa aún más convulsa, complicada por el eco lejano
de la Guerra Civil española, en la que participó un millar de voluntarios
cubanos. En ese periodo, se sucedieron diversos gobiernos, a veces refrendados
en las urnas, pero siempre controlados desde los cuarteles por Batista, quien
primero se hizo ascender a coronel y luego a general.
Naturalmente, el
liderazgo de Batista resultó enérgicamente retado por una oposición que lo
acusaba de corrupción y de haber traicionado la revolución del 33, oposición que
recurría a los mismos procedimientos empleados contra Machado, a lo que los
hombres de Batista respondían con represión y, a veces, con asesinatos
selectivos, pero poco a poco la vida pública se fue normalizando.
Finalmente, tras el
gobierno del coronel Laredo Brú ―un militar que resultó ser un administrador
competente―, en 1940, bajo la dirección enérgica de Carlos Márquez Sterling fue
redactada una Constitución de corte socialdemócrata ―como era típico en la
época―, y Fulgencio Batista consiguió ser electo en unos comicios
razonablemente limpios. Durante cuatro años, sin grandes sobresaltos, aliado a
los comunistas, con dos de ellos incorporados al gabinete, Batista gobernó un
país que volvía a mostrar síntomas de pujanza.
Parecía que Cuba
recobraba la estabilidad democrática.
Los gobiernos auténticos
En 1944 hubo de
nuevo elecciones sin fraude y llegó a la presidencia el doctor Ramón Grau San
Martín, ex catedrático de Fisiología de la Universidad de La Habana. Batista
entregó el poder y marchó al extranjero por recomendación del nuevo presidente,
dado que tenía demasiados enemigos. Grau era un líder extraordinariamente
popular, seleccionado por los estudiantes revolucionarios del 33 para ocupar la
presidencia del país tras la huida de Machado, cargo que ocupó durante pocas
semanas, hasta que Batista, probablemente estimulado por Washington, lo obligó
a abandonar el gobierno. Tras esa corta experiencia, Grau había contribuido a
crear un formidable partido de masas, al que llamó “Partido Revolucionario
Cubano (Auténtico)” como un claro recordatorio de que retomaba la tradición
política martiana del siglo anterior para llevar a cabo la mítica revolución
pendiente. A bordo de ese partido, tal vez el mayor y más entusiasta de la
historia de Cuba, Grau había vuelto a la presidencia, pero ahora legitimado en
las urnas.
El gobierno de Grau
coincidió con los últimos años de la Segunda Guerra y eso se tradujo en una
clara bonanza económica que permitió una buena labor en el terreno de las obras
públicas. Sin embargo, la corrupción, el amiguismo y el peculado, unidos a la
violencia de las luchas entre pandillas rivales, desacreditaron notablemente
este periodo presidencial. No obstante, otro miembro de su gobierno y de su
partido, Carlos Prío Socarrás, abogado y ex líder estudiantil, resultó
limpiamente electo en 1948 para formar el segundo y último de los gobiernos
“auténticos” que conoció la República. Pero la selección de Prío como candidato
del “autenticismo” no resultó sencilla: el senador Eduardo R.
Chibás, un líder
apasionado y elocuente, formidable polemista, quien también aspiraba a la
candidatura, al no ser preferido por Grau creó una nueva organización política,
el “Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo)” y se lanzó al ruedo. Su lema era
contundente: “ampliar las cárceles para encerrar a los políticos corruptos”. Su
emblema, una escoba con la que barrer la podredumbre.
Era el apóstol de
la decencia, mas también había algo de radicalismo jacobino y de demagogia
populista en la defensa de su causa.
El gobierno de Prío
fue mejor que el de Grau. Prío se rodeó de un buen grupo de tecnócratas y creó unas
cuantas instituciones de crédito que aceleraron el crecimiento económico del
país y ampliaron el abanico productivo, tanto en el terreno agrícola como en el
industrial. No pudo o no supo, sin embargo, terminar con la corrupción y con el
gansterismo político, aunque ambas lacras disminuyeron sustancialmente. Pese a
ello, a veces con razón ―y otras veces de manera infundada―, Chibás y los
ortodoxos mantenían una estridente campaña de denuncias y acoso contra el
autenticismo que consiguió hacer mella en la opinión pública.
En 1951 ocurrió un
hecho singularísimo: Eduardo Chibás se quitó la vida de un balazo ante los
micrófonos de una estación de radio por la que hablaba todos los domingos. ¿La
razón? Un confuso estado emocional producto de su frustración por no haber
podido probar ciertas denuncias contra un ministro de Prío al que,
injustamente, le imputaba una ilegal apropiación y desvío de fondos que no
había ocurrido. Pero lo cierto era que su muerte estremeció al país, descabezó
momentáneamente al Partido Ortodoxo y, simultáneamente, debilitó a los
auténticos.
Batista regresa por la fuerza
Las elecciones
generales estaban pautadas para el verano de 1952. El gran enfrentamiento era
entre auténticos y ortodoxos. Estos últimos habían conseguido superar la muerte
de Chibás y llevaban como candidato a Roberto Agramonte, un intelectual con
cierto peso y muchas lecturas, catedrático de Sociología. Los auténticos también
contaban con un buen aspirante: el ingeniero Carlos Hevia, persona con fama de
honrada. A mucha distancia, con apenas el diez por ciento de apoyo, se
encontraba Batista, quien había regresado de su dorado destierro con el
beneplácito de Prío.
Pero nunca hubo
elecciones. Existía una conspiración militar en marcha y los complotados
invitaron a Batista a que la encabezara. ¿Pretextos? La corrupción, las
acciones violentas de los gangsters políticos, especialmente el asesinato de
Alejo Cossío del Pino, un ex ministro del autenticismo, y, claro, la siempre
pendiente revolución. La verdad profunda era que los golpistas respetaban muy
poco las instituciones democráticas y deseaban tomar el poder para su propio
beneficio. Batista se sumó y dio el golpe el 10 de marzo de 1952.
¿Cómo? Con un
pequeño grupo de seguidores, casi todos militares, entró de madrugada a
Columbia, el mayor cuartel del país, y sublevó a la guarnición.
Desde ese punto
trabó comunicación con todos los mandos militares y los conminó a unirse. La
inmensa mayoría se plegó. Al fin y al cabo, muchos oficiales le debían su
carrera a los años en que Batista fue la figura dominante en la república.
Tras el golpe,
Batista proclamó que Cuba vivía una etapa revolucionaria, y la “revolución era
fuente de Derecho”, de manera que le asignó al Consejo de Ministros la facultad
de legislar y restauró la pena de muerte, eliminada de la Constitución del 40,
salvo para militares que traicionaran al país. En realidad, en los seis años
largos que duraría su dictadura nunca se empleó oficialmente, pero ocurrió algo
mucho más grave: varias decenas de cubanos opositores responsabilizados con
acciones violentas o actos terroristas ―lo que no siempre era cierto― serían
torturados y ejecutados extrajudicialmente por los cuerpos represivos.
En todo caso, tras
el golpe de Batista, la reacción de la ciudadanía estuvo más cerca de la apatía
y la indiferencia que de la indignación. En alguna medida, los gobiernos
auténticos, pese a sus aciertos, habían generado una clara desilusión popular.
Se pensaba que muchos de los jóvenes revolucionarios del 33 se habían
transformado en políticos corruptos. Seguramente ésta era una generalización
injusta, pero las campañas de los ortodoxos la habían convertido en una
percepción muy difundida.
Batista, en fin, se
hizo con el poder, Prío marchó al exilio con más pena que gloria, y auténticos
y ortodoxos se dividieron amargamente en dos líneas de acción: los que
propugnaban la búsqueda del retorno a la democracia mediante una evolución
política, y los que pretendían, como en los años treinta, echar a Batista del
gobierno por medio de una insurrección armada. Entre estos últimos, en las
filas de los ortodoxos, estaba Fidel Castro, un joven abogado con antecedentes
de pandillerismo político y algunos hechos de sangre en su biografía. Era
candidato a la Cámara de Representantes por el Partido Ortodoxo en las
elecciones que habían sido canceladas con el golpe de Batista, lo que demuestra
los limitados escrúpulos de los partidos en aquella época. Se le tenía por una
persona exaltada, radical, inteligente y violenta.
Batista y la insurrección
Curiosamente,
Batista, pese a ser un gobernante corrupto, tenía sentido del Estado y bastante
experiencia, así que supo congregar a un buen grupo de políticos y burócratas
eficientes que alternaban el peculado y la buena administración. Los cubanos,
pues, contaban con un gobierno ilegítimo y autoritario, que podía reprimir
brutalmente a la oposición, pero razonablemente eficaz en la ejecución de las
tareas de gobierno.
Casi inmediatamente
comenzó la sublevación contra Batista. El primer intento fracasado lo dirigió
el filósofo Rafael García Bárcena. Junto a unos pocos jóvenes, trató, sin
éxito, de levantar un cuartel. Había sido profesor de la Escuela de Guerra y
tal vez pensó que eso le franquearía las puertas. El segundo intento fue el de
Fidel Castro. En 1953, al frente de varias docenas de jóvenes, casi todos
provenientes de las filas ortodoxas, aunque sin la bendición de la jefatura del
partido, atacó infructuosamente el Cuartel Moncada en Santiago de Cuba,
mientras un segundo grupo hacía lo mismo en Bayamo. El asalto se saldó con más
de medio centenar de muertos, la mayor parte asesinados después de ser hechos
prisioneros por los soldados. García Bárcena, tras ser torturado y condenado a
una leve pena de reclusión, casi desapareció de la escena política. Fidel Castro, en
cambio, aprovechó su derrota y su condena a prisión para, desde la cárcel,
convertirse en una de las primeras figuras de la oposición. Era un experto
manipulador de la opinión pública.
La oposición
electoralista, acompañada de las “clases vivas”, incluida la jerarquía
eclesiástica, trató de buscar salidas pacíficas a la crisis, pero Batista
seguía empeñado en no ceder el poder ni accedía a someterse a elecciones
realmente limpias y con garantías para todos. Se sentía fuerte y suponía que la
insurrección jamás podría derribarlo mientras tuviera el apoyo del ejército y
el respaldo de Estados Unidos. Ignoraba que ambos respaldos podían fallarle.
Esa terca certeza le permitió ceder ante una campaña periodística y amnistiar a
Fidel y a los restantes asaltantes al Moncada tras haber cumplido apenas 21
meses de condena. No había riesgo. Un congresista batistiano llamado Rafael
Díaz-Balart, ex cuñado de Fidel y gran conocedor de su psicología, le advirtió
de su error: Castro era
extremadamente peligroso.
Castro salió de la cárcel
y a las pocas semanas viajó rumbo a México para organizar una expedición
armada. Allí conoció al joven medico argentino comunista Ernesto Guevara, quien
venía de Guatemala, tras el derrocamiento de Arbenz, convencido de que Estados
Unidos era el principal enemigo de la humanidad. El proyecto de Castro era
hacer coincidir el desembarco con un levantamiento en Santiago de Cuba, donde
estaba el eficaz Frank País, que desembocara en una rebelión general en toda la
nación. Castro no pensaba en una guerra prolongada. Mientras tanto, pactaba con
otros grupos insurreccionales de la oposición. Los estudiantes universitarios y
un sector de los auténticos también conspiraban. Carlos Prío le proporcionó
dinero. Catro ya tenía, in pectore, el propósito de llevar adelante la
verdadera revolución nacionalista, antimperialista y anticapitalista que los
cubanos venían predicando desde los años treinta y nunca realizaban, pero se
limitaba a repetir un vago y tranquilizante discurso “burgués” limitado a
proponer elecciones libres y el regreso a la Constitución de 1940.
En diciembre de
1956 comenzó la aventura de Sierra Maestra. El desembarco casi se convierte en
un naufragio y fracasó el alzamiento en Santiago de Cuba. Castro estuvo a punto
de perecer en el primer enfrentamiento con el ejército, pero se internó en las
montañas y logró sobrevivir con un puñado de inexpertos expedicionarios.
Batista lo tenía a su merced. ¿Por qué no lo liquidó? Porque una veintena de
jóvenes mal armados, perdidos en la remota Sierra Maestra, a mil kilómetros de
La Habana, aparentemente no significan peligro alguno. Por otra parte, servían
para irritar y dividir a la oposición electoralista, y, además, eran la
perfecta excusa para gobernar mediante decretos de excepción y para votar
presupuestos de guerra extraordinarios que no estaban al alcance de las
auditorías convencionales. Castro también servía para enriquecer a sus
enemigos.
A los pocos meses
el panorama comenzó a ser más menos propicio para Batista. Los insurrectos
empezaron a dominar el terreno en las montañas y establecieron círculos de
apoyo cada vez más amplios. En las ciudades estallaban bombas y se producían
algunos sabotajes importantes. Los estudiantes y los auténticos de línea
insurreccional atacaron el palacio presidencial y casi consiguieron asesinar a
Batista. Se produjeron alzamientos en otras zonas del país a cargo de grupos
distintos al de Castro.
Es en ese tenso
momento en el que el dictador parece darse cuenta de que enfrenta una peligrosa
rebelión popular y decide liquidar el foco guerrillero de Sierra Maestra, pero
en seguida descubre que su ejército está tan podrido como el resto del
gobierno. Algunos altos oficiales reciben dinero de la oposición y venden
información y hasta armas y pertrechos. Tampoco son muy duchos en la guerra.
Lanzan unas tímidas ofensivas y, ante la resistencia de los guerrilleros, que
pelean duro y les infligen bajas, se repliegan.
En el terreno
diplomático a Batista también le iban mal sus planes. El Departamento de Estado
norteamericano, presionado por una opinión pública hábilmente manipulada por la
oposición radicada en Estados Unidos, decreta un embargo en la venta de armas
con el objeto de forzar al dictador a buscar una salida política. Esa era una
señal muy desmoralizante para los militares cubanos:
Batista perdía el
apoyo de Washington. Comienzan las conspiraciones entre los altos mandos del
Ejército. En diciembre de 1958 un enviado del presidente Eisenhower le pide a
Batista que abandone el poder, ignore las ilegítimas elecciones celebradas
pocas semanas antes y ponga el gobierno en manos de un grupo de notables, acaso
presidido por una persona honrada y prestigiosa como Carlos Márquez Sterling.
Batista se niega. En ese momento ya sabía que algunos de sus más poderosos
generales estaban en contacto con Castro y se disponían a traicionarlo. Así las
cosas, prepara discretamente su huida. Va repetir el episodio de Machado
veinticinco años después. La familia partirá rumbo a Estados Unidos. Él volará
a República Dominicana, donde mandaba Trujillo con mano implacable. Unos años
más tarde acabaría sus días exiliados en España.
Batista dejaba tras
de sí una curiosa combinación de desastre político y debilidad institucional,
junto a cierto notable desarrollo económico y social. El 75 por ciento de la
población estaba alfabetizada ―muy alto para la época― y los niveles sanitarios
del país eran propios de una nación del primer mundo. La industria fabricaba
localmente unos diez mil productos y existía un denso tejido comercial de más
un comercio por millar de habitantes. Los gremios y sindicatos contaban con una
impresionante organización nacional. El ingreso per cápita era un tercio mayor
que el de Chile y el doble del español. Grosso modo, podía afirmarse que el
nivel de prosperidad de Cuba era el tercero de América Latina, tras Argentina y
Uruguay. Por otra parte, el nivel de distribución de ingresos estaba entre los
menos injustos del continente, junto a Costa Rica y Uruguay.