La República mambisa (1902-1933)
El 20 de mayo de
1902 se inauguró oficialmente la República. El anterior 31 de diciembre había
sido elegido presidente D. Tomás Estrada Palma, ex coronel en la Guerra de los
Diez Años, ex presidente entonces de la República en Armas y sustituto de José
Martí como Delegado en el exilio del Partido Revolucionario Cubano. Era un
maestro cuáquero, honrado, dotado con un carácter fuerte, austero, y, según sus
contemporáneos, demasiado inflexible. Llegó al poder sin hacer campaña y sin
siquiera estar en Cuba, con el apoyo formidable de Máximo Gómez ―entonces la
persona con mayor peso moral en el país― y la preferencia de las autoridades
norteamericanas, pues el otro candidato, el general Masó, se retiró de la
contienda cuando comprobó que no tenía probabilidades de ganar y tampoco gozaba
del respaldo de los factores políticos dominantes.
En ese momento Cuba
vivía un período de inmensa felicidad. Desde el punto de vista material la
intervención militar norteamericana había sido un éxito rotundo y los cubanos
estrenaban un estado razonablemente organizado, que había dejado atrás las
cicatrices de la guerra y se enfrentaba a la reconstrucción y al relanzamiento
de la economía con el auxilio de Estados Unidos, ya entonces la primera
potencia económica del mundo. Por otra parte, también era notable cierta
herencia positiva que dejaba España como, por ejemplo, unos índices de
alfabetización mayores que los de la Península, unas notables estructuras
urbanas y una burguesía educada en la que no faltaba cierto grado de
refinamiento semejante al que podía observarse en Madrid o Barcelona.
Sin embargo, desde
el inicio mismo de la etapa republicana se hicieron presentes varios gravísimos
problemas que contribuyeron a su posterior hundimiento. El primero era la
ausencia de una clara comprensión de lo que es una república por parte de la
clase dirigente cubana. No existía en la tradición cultural del país, salvo en
algunos escritos poco conocidos de Varela, un buen examen del
constitucionalismo y el equilibrio de poderes, y no se entendía muy bien que la
fragilidad institucional del diseño republicano exigía el voluntario acatamiento
de las leyes ― the rule of law― para evitar el desplome de la convivencia, dado
que una democracia es firme no por las leyes que así lo deciden sino por el
comportamiento y los valores de las personas que tienen que cumplir con esas
reglas.
El segundo de los
males venía de la etapa colonial y consistía en entender al Estado como un
botín del partido de gobierno destinado a recompensar a los amigos y aliados o
a castigar a los adversarios. Era el clientelismo en su estado más puro,
exacerbado por la miseria y la falta de horizontes de decenas de miles de
personas empobrecidas por la guerra que sólo encontraban alivio a sus penurias
en los favores oficiales o en la asistencia que podía prestarles el gobernante
de turno. Era, también, la corrupción rampante y ―más grave aún― la
indiferencia de la sociedad ante un tipo de conducta que le parecía inherente
al ejercicio de la política.
El tercero de los
males ocultos que corroían la incipiente república era la violencia. Cuba había
surgido como país independiente bajo la advocación de la guerra y la admiración
por las hazañas de los mambises. Se rendía culto al valor personal, al acto
audaz e incluso al matonismo.
El primer fracaso
La mezcla de estas
actitudes y valores negativos echaron por tierra la república antes de los
cuatro años de haberse constituido. Desde el principio, Estrada Palma
―gobernante honrado que dejó un superávit de veinte millones de dólares en las
arcas― tuvo que enfrentar atentados, alzamientos e intentos de secuestro. Sus
relaciones con los norteamericanos no fueron tan buenas como se prometían,
entre otras razones porque resultó mucho más independiente de lo que Washington
pretendía, y hasta expulsó a un embajador estadounidense―gesto que nadie, ni
siquiera Castro, se atrevió a repetir―, pero su falta más grave fue el fraude
electoral cometido en los comicios de 1905, encaminado a hacerse reelegir, en
detrimento del general José Miguel Gómez.
Ese fraude provocó
un peligroso levantamiento militar en agosto de 1906 que se extendió por casi
todo el país, a lo que Estrada Palma respondió solicitando la intervención norteamericana
en virtud de la Enmienda Platt. Teddy Roosevelt, a la sazón presidente de
Estados Unidos, trató de mediar entre los dos grupos, pero Estrada Palma, para
forzar la intervención, renunció al gobierno, y ante ese vacío de poder se
produjo la segunda ocupación militar de la Isla a cargo de las tropas enviadas
por Washington.
Otra vez, y durante
tres años, regresaron los norteamericanos a poner orden en Cuba ―en esta
oportunidad con menos aciertos y algún rechazo popular―, y en 1908 organizaron
unos nuevos comicios que le dieron el poder al general José Miguel Gómez y a su
Partido Liberal. La república, pues, tendría una segunda oportunidad, pero
llegaba a esta etapa crispada y con menos ilusiones.
Liberales y conservadores
La presidencia de
Gómez coincidió con el inicio de cierto auge económico, pero se vio empañada
por casos de corrupción y, sobre todo, por la extrema dureza con que en 1912 el
Ejército sofocó una insurrección de cubanos negros, casi todos veteranos de la
guerra de independencia, que exigían se les permitiera crear un partido
político formado por “personas de color”. Tres mil cubanos murieron en aquellos
enfrentamientos, y parece que al menos dos terceras partes de ellos fueron
asesinados tras su detención. La matanza se detuvo por presiones de Washington,
a cuyas puertas llamaron algunos líderes negros horrorizados por lo que estaba
sucediendo.
En 1913 otro
prestigioso general mambí alcanzó la presidencia: el líder del Partido
Conservador Mario García Menocal, ingeniero graduado en Cornell University.
¿Qué diferenciaba a conservadores de liberales? Aunque no había gran
consistencia ideológica en ninguna formación política cubana de esa época, los
conservadores tenían un mayor respaldo de los empresarios, de los españoles y
sus descendientes, y de las clases medias, entonces invariablemente formadas
por personas blancas. Los liberales, en cambio, contaban con los votos de las
clases populares y, mayoritariamente, de la población negra, pese al mencionado
genocidio, conocido por el despectivo nombre de la “guerrita de los negros”.
En las elecciones
de 1916 se repitió el episodio de 1905 y Menocal, aparentemente, fue reelecto
mediante fraude. De nuevo se produjo un levantamiento militar de grandes
proporciones, protagonizado por los liberales, conocido como la rebelión de “La
Chambelona” debido a una popular canción de la época, y otra vez hubo
desembarcos norteamericanos, pero no dirigidos a ocupar el país, sino a
intimidar a los insurrectos, proteger las propiedades e intereses de estadounidenses,
y a respaldar a Menocal, quien había declarado la guerra a Alemania en
solidaridad con Estados Unidos. Ocupada en el frente militar europeo, la
administración de Wilson no quería distraer tropas en Cuba, y, en cambio,
necesitaba del suministro de azúcar para sus tropas, así que prefirió pasar por
alto la vulneración de la legalidad en la isla que tantos trastornos le causaba
espasmódicamente.
El segundo periodo
de Menocal, acompañado del auge enérgico de la inmigración, vio una mezcla de
impetuoso crecimiento económico, conocido como “la danza de los millones”,
provocado por el desbocado precio del azúcar, y crecientes desórdenes laborales
de una sociedad que comenzaba a recibir el impacto del enfrentamiento entre
anarquistas, comunistas y fascistas que tenía lugar en Europa. En esta época,
centenares, quizás miles, de palacetes y viviendas fastuosas surgieron en
diversas ciudades del país, pero en mayor número en La Habana, con barriadas
excelentes como “El Vedado”, que confirmaban la belleza de una de las ciudades
más hermosas de América.
En 1920, al frente
de una coalición entre liberales y conservadores, gestada para cerrarle el paso
a José Miguel Gómez, quien intentaba reelegirse, tras unas elecciones
inevitablemente “contestadas”, llegó al poder el abogado Alfredo Zayas, el
primer gobernante que alcanzaba la presidencia sin haber sido oficial de las
tropas mambisas ―aunque había sido independentista y prisionero político―,
hermano de Juan Bruno Zayas, un general muy popular muerto durante la lucha.
Tomaría posesión en mayo de 1921.
Zayas, cuyo
gobierno padece la triste fama de haber sido el más corrupto de esa primera
República, tuvo que navegar con el viento de frente. Se desplomaron los precios
del azúcar, se redujo a la mitad el presupuesto nacional, lo que produjo una
cadena de impagados que precipitó la quiebra del sistema financiero, y, en
consecuencia, el país sufrió un aumento sustancial de la conflictividad social,
ya entonces con su vértice situado en la Universidad de La Habana, donde se
escuchaban las voces críticas de la más joven e inquieta intelligentsia de la
Isla. ¿Qué pedían los intelectuales y estudiantes? La regeneración de la clase
dirigente, el adecentamiento de la administración pública, y una mejora de los
niveles educativos de la adormilada universidad.
Pero no sólo eso: a
partir de los años veinte, el discurso político ya muestra un fuerte contenido
social, nacionalista y antimperialista, palabra que en ese momento quería decir
antiamericano. El Partido Comunista daba sus primeros pasos, surgían líderes
radicales, vistosos y carismáticos, como Julio Antonio Mella, y llegaba a Cuba
de forma encubierta el primer delegado soviético del Comitern, Fabio GrobartMoto
Fukushima, decidido a echar las bases de una revolución proletaria mundial de
la que Cuba no se vería excluida.
Por primera vez la
lucha política en la Isla no estaría encaminada a cambiar el gobierno, sino a
cambiar el sistema político, puesto que a los “revolucionarios” les parecía que
el capitalismo y la dependencia de Estados Unidos eran responsables de la
pobreza que afligía a una parte importante de la población.
Gerardo Machado y el preludio de la revolución
El descrédito del
gobierno de Zayas, los conflictos sindicales y la crisis económica generada por
el bajo precio del azúcar provocaron en la ciudadanía el deseo de contar con un
gobernante con mano dura capaz de embridar al país. Ese gobernante fue otro
general del Partido Liberal, Gerardo Machado, a quien se le tenía por
eficiente, nacionalista y riguroso. Había sido Ministro de Gobernación en
tiempos de José Miguel Gómez y se sabía que era un hombre de carácter fuerte.
Lo eligieron por una amplia mayoría en las elecciones de 1924, tomó posesión el
20 de mayo del año siguiente, como era la costumbre, y no tardó en demostrar su
profundo desprecio por los derechos de sus adversarios, recurriendo a
atropellos físicos inspirados en los comportamientos fascistas de la Italia de
Mussolini, y hasta ordenando crímenes de Estado contra periodistas incómodos.
No obstante, en los
primeros años Machado fue muy popular por su intenso trabajo de obras públicas,
su discurso nacionalista contra la masiva inmigración española y contra le
Enmienda Platt, y por la avanzada legislación laboral que impulsó. Pero en 1927
cometió el error (o el delito) de modificar arbitrariamente la Constitución
para prorrogar los poderes del Congreso y del Ejecutivo, mientras se le
cerraban las puertas a las nuevas formaciones políticas.
Esta manipulación
de las instituciones de la República desencadenó crecientes protestas a las que
Machado fue respondiendo con un incremento brutal de la represión, lo que, a su
vez, aumentaba la intensidad y la ferocidad de la resistencia, que respondía
con bombas y atentados a las palizas y a los asesinatos selectivos ejecutados
por el gobierno.
A partir de 1930
gobierno y oposición habían abandonado cualquier esperanza de solución pacífica
de sus conflictos. La oposición quería la renuncia de Machado a cualquier
precio, mientras el general aseguraba que permanecería en el poder hasta 1934,
como supuestamente sancionaban las leyes. Lo que no previó Machado es que el
crash norteamericano del 29, que había provocado una aguda recesión mundial,
hundiría a Cuba en una profunda crisis económica que, en su momento, le
impediría al gobierno pagar los salarios de muchos empleados públicos, y, entre
ellos, los de los soldados y policías que sostenían la discutida autoridad del
régimen.
En 1933 la crisis
tocó fondo. Estudiantes y obreros mantenían en las calles un clima de
insubordinación y violencia que presagiaban el colapso del régimen, mientras
los “porristas” y la policía política reaccionaban cruelmente. En Washington
comenzaron a preocuparse seriamente. La Enmienda Platt comprometía a los
norteamericanos en el conflicto, pero había ganado las elecciones un estadista
demócrata, Franklin Delano Roosevelt, que llegó al poder proclamando la
cancelación de la vieja política de las cañoneras y prometiendo que sería
sustituida por la de “buenos vecinos”, forma amable de proclamar la voluntad de
no intervenir en los asuntos ajenos.
Triunfa la revolución del 33
El detonante final
de la caída de Machado fue la insubordinación de los soldados y marineros
porque no cobraban sus salarios. Los estudiantes revolucionarios vieron la
oportunidad de establecer con ellos una alianza política y pedir conjuntamente
la renuncia del dictador. Por una combinación de circunstancias azarosas, el
portavoz de los militares amotinados era Fulgencio Batista, un astuto sargento
taquígrafo que acabó convirtiéndose en líder del grupo y, poco después, en el
“hombre fuerte” elegido por la oposición para dirigir las Fuerzas Armadas.
El Departamento de
Estado llegó a la conclusión de que la salida de Machado era inevitable, así
que envió a Cuba a Sumner Welles, uno de sus mejores diplomáticos, a “mediar”
entre las diversas fuerzas políticas para crear las condiciones de una
transferencia de mando sin que se desplomaran las instituciones republicanas.
Pero la “mediación” de Welles fracasó en medio de graves acusaciones de
“injerencismo” y algún malvado rumor de carácter personal. En agosto, Machado
huyó a bordo de una avioneta y el gobierno que dejara en su lugar tardó pocas
horas en deshacerse en medio de una confusa marea revolucionaria. Con la fuga
de Machado se había hundido la república mambisa y surgía la república
revolucionaria.
En realidad, cuanto
acontecía en Cuba era un reflejo de lo que sucedía en prácticamente todo
Occidente. La democracia había desaparecido o estaba a punto de desaparecer en
casi toda América Latina y en una buena parte de Europa, incluida España. En
todas partes los militares se enseñoreaban en el poder y la visión liberal de
la política y la economía parecía definitivamente enterrada bajo el peso del
comunismo, el fascismo y el socialismo. Era la hora de los Estados fuertes y el
fin del ideal republicano basado en el equilibrio de poderes, el respeto por la
propiedad privada y la supremacía del individuo y de la sociedad civil.
No obstante la
catastrófica caída de Machado y el convulso recorrido político de la República
mambisa, la historia cubana también mostraba algunos notables aciertos. En el
orden tecnológico y económico el país recibía la influencia directa de Estados
Unidos: la radio, el teléfono, la electricidad y la aviación comercial se
habían expandido proporcionalmente más que en casi toda América Latina. Lo
mismo sucedió en el terreno de la salubridad, la educación y el desarrollo
urbanístico. El país tenía grandes bolsones de pobreza rural, pero esa era la norma
de la época más que la excepción. Por aquellas fechas eran muchos más los
europeos, los asiáticos o los caribeños que deseaban emigrar a Cuba que los
cubanos decididos a abandonar el país. Durante ese primer tercio de siglo, pese
a los desórdenes y sobresaltos, la Isla había absorbido a casi un millón de
laboriosos inmigrantes que habían contribuido notablemente a aumentar la
riqueza nacional, mientras las mujeres habían conquistado cierto grado de
igualdad con relación a los hombres, mayor que en casi todos los países del
ámbito hispano, y la trama de la sociedad civil, compleja y rica, exhibía
muestras de cierta solidez cultural en el terreno de la música, las artes
plásticas y la literatura.