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jueves, 18 de octubre de 2012

Sapere aude: Historia Crítica De La República De Cuba (I) /Carlos Alberto Montaner / Publicado en El Nuevo Herald 16 de mayo de 2004


La República mambisa (1902-1933)

El 20 de mayo de 1902 se inauguró oficialmente la República. El anterior 31 de diciembre había sido elegido presidente D. Tomás Estrada Palma, ex coronel en la Guerra de los Diez Años, ex presidente entonces de la República en Armas y sustituto de José Martí como Delegado en el exilio del Partido Revolucionario Cubano. Era un maestro cuáquero, honrado, dotado con un carácter fuerte, austero, y, según sus contemporáneos, demasiado inflexible. Llegó al poder sin hacer campaña y sin siquiera estar en Cuba, con el apoyo formidable de Máximo Gómez ―entonces la persona con mayor peso moral en el país― y la preferencia de las autoridades norteamericanas, pues el otro candidato, el general Masó, se retiró de la contienda cuando comprobó que no tenía probabilidades de ganar y tampoco gozaba del respaldo de los factores políticos dominantes.

En ese momento Cuba vivía un período de inmensa felicidad. Desde el punto de vista material la intervención militar norteamericana había sido un éxito rotundo y los cubanos estrenaban un estado razonablemente organizado, que había dejado atrás las cicatrices de la guerra y se enfrentaba a la reconstrucción y al relanzamiento de la economía con el auxilio de Estados Unidos, ya entonces la primera potencia económica del mundo. Por otra parte, también era notable cierta herencia positiva que dejaba España como, por ejemplo, unos índices de alfabetización mayores que los de la Península, unas notables estructuras urbanas y una burguesía educada en la que no faltaba cierto grado de refinamiento semejante al que podía observarse en Madrid o Barcelona.

Sin embargo, desde el inicio mismo de la etapa republicana se hicieron presentes varios gravísimos problemas que contribuyeron a su posterior hundimiento. El primero era la ausencia de una clara comprensión de lo que es una república por parte de la clase dirigente cubana. No existía en la tradición cultural del país, salvo en algunos escritos poco conocidos de Varela, un buen examen del constitucionalismo y el equilibrio de poderes, y no se entendía muy bien que la fragilidad institucional del diseño republicano exigía el voluntario acatamiento de las leyes ― the rule of law― para evitar el desplome de la convivencia, dado que una democracia es firme no por las leyes que así lo deciden sino por el comportamiento y los valores de las personas que tienen que cumplir con esas reglas.

El segundo de los males venía de la etapa colonial y consistía en entender al Estado como un botín del partido de gobierno destinado a recompensar a los amigos y aliados o a castigar a los adversarios. Era el clientelismo en su estado más puro, exacerbado por la miseria y la falta de horizontes de decenas de miles de personas empobrecidas por la guerra que sólo encontraban alivio a sus penurias en los favores oficiales o en la asistencia que podía prestarles el gobernante de turno. Era, también, la corrupción rampante y ―más grave aún― la indiferencia de la sociedad ante un tipo de conducta que le parecía inherente al ejercicio de la política.

El tercero de los males ocultos que corroían la incipiente república era la violencia. Cuba había surgido como país independiente bajo la advocación de la guerra y la admiración por las hazañas de los mambises. Se rendía culto al valor personal, al acto audaz e incluso al matonismo.

El primer fracaso

La mezcla de estas actitudes y valores negativos echaron por tierra la república antes de los cuatro años de haberse constituido. Desde el principio, Estrada Palma ―gobernante honrado que dejó un superávit de veinte millones de dólares en las arcas― tuvo que enfrentar atentados, alzamientos e intentos de secuestro. Sus relaciones con los norteamericanos no fueron tan buenas como se prometían, entre otras razones porque resultó mucho más independiente de lo que Washington pretendía, y hasta expulsó a un embajador estadounidense―gesto que nadie, ni siquiera Castro, se atrevió a repetir―, pero su falta más grave fue el fraude electoral cometido en los comicios de 1905, encaminado a hacerse reelegir, en detrimento del general José Miguel Gómez.

Ese fraude provocó un peligroso levantamiento militar en agosto de 1906 que se extendió por casi todo el país, a lo que Estrada Palma respondió solicitando la intervención norteamericana en virtud de la Enmienda Platt. Teddy Roosevelt, a la sazón presidente de Estados Unidos, trató de mediar entre los dos grupos, pero Estrada Palma, para forzar la intervención, renunció al gobierno, y ante ese vacío de poder se produjo la segunda ocupación militar de la Isla a cargo de las tropas enviadas por Washington.

Otra vez, y durante tres años, regresaron los norteamericanos a poner orden en Cuba ―en esta oportunidad con menos aciertos y algún rechazo popular―, y en 1908 organizaron unos nuevos comicios que le dieron el poder al general José Miguel Gómez y a su Partido Liberal. La república, pues, tendría una segunda oportunidad, pero llegaba a esta etapa crispada y con menos ilusiones.

Liberales y conservadores

La presidencia de Gómez coincidió con el inicio de cierto auge económico, pero se vio empañada por casos de corrupción y, sobre todo, por la extrema dureza con que en 1912 el Ejército sofocó una insurrección de cubanos negros, casi todos veteranos de la guerra de independencia, que exigían se les permitiera crear un partido político formado por “personas de color”. Tres mil cubanos murieron en aquellos enfrentamientos, y parece que al menos dos terceras partes de ellos fueron asesinados tras su detención. La matanza se detuvo por presiones de Washington, a cuyas puertas llamaron algunos líderes negros horrorizados por lo que estaba sucediendo.

En 1913 otro prestigioso general mambí alcanzó la presidencia: el líder del Partido Conservador Mario García Menocal, ingeniero graduado en Cornell University. ¿Qué diferenciaba a conservadores de liberales? Aunque no había gran consistencia ideológica en ninguna formación política cubana de esa época, los conservadores tenían un mayor respaldo de los empresarios, de los españoles y sus descendientes, y de las clases medias, entonces invariablemente formadas por personas blancas. Los liberales, en cambio, contaban con los votos de las clases populares y, mayoritariamente, de la población negra, pese al mencionado genocidio, conocido por el despectivo nombre de la “guerrita de los negros”.

En las elecciones de 1916 se repitió el episodio de 1905 y Menocal, aparentemente, fue reelecto mediante fraude. De nuevo se produjo un levantamiento militar de grandes proporciones, protagonizado por los liberales, conocido como la rebelión de “La Chambelona” debido a una popular canción de la época, y otra vez hubo desembarcos norteamericanos, pero no dirigidos a ocupar el país, sino a intimidar a los insurrectos, proteger las propiedades e intereses de estadounidenses, y a respaldar a Menocal, quien había declarado la guerra a Alemania en solidaridad con Estados Unidos. Ocupada en el frente militar europeo, la administración de Wilson no quería distraer tropas en Cuba, y, en cambio, necesitaba del suministro de azúcar para sus tropas, así que prefirió pasar por alto la vulneración de la legalidad en la isla que tantos trastornos le causaba espasmódicamente.

El segundo periodo de Menocal, acompañado del auge enérgico de la inmigración, vio una mezcla de impetuoso crecimiento económico, conocido como “la danza de los millones”, provocado por el desbocado precio del azúcar, y crecientes desórdenes laborales de una sociedad que comenzaba a recibir el impacto del enfrentamiento entre anarquistas, comunistas y fascistas que tenía lugar en Europa. En esta época, centenares, quizás miles, de palacetes y viviendas fastuosas surgieron en diversas ciudades del país, pero en mayor número en La Habana, con barriadas excelentes como “El Vedado”, que confirmaban la belleza de una de las ciudades más hermosas de América.

En 1920, al frente de una coalición entre liberales y conservadores, gestada para cerrarle el paso a José Miguel Gómez, quien intentaba reelegirse, tras unas elecciones inevitablemente “contestadas”, llegó al poder el abogado Alfredo Zayas, el primer gobernante que alcanzaba la presidencia sin haber sido oficial de las tropas mambisas ―aunque había sido independentista y prisionero político―, hermano de Juan Bruno Zayas, un general muy popular muerto durante la lucha. Tomaría posesión en mayo de 1921.

Zayas, cuyo gobierno padece la triste fama de haber sido el más corrupto de esa primera República, tuvo que navegar con el viento de frente. Se desplomaron los precios del azúcar, se redujo a la mitad el presupuesto nacional, lo que produjo una cadena de impagados que precipitó la quiebra del sistema financiero, y, en consecuencia, el país sufrió un aumento sustancial de la conflictividad social, ya entonces con su vértice situado en la Universidad de La Habana, donde se escuchaban las voces críticas de la más joven e inquieta intelligentsia de la Isla. ¿Qué pedían los intelectuales y estudiantes? La regeneración de la clase dirigente, el adecentamiento de la administración pública, y una mejora de los niveles educativos de la adormilada universidad.

Pero no sólo eso: a partir de los años veinte, el discurso político ya muestra un fuerte contenido social, nacionalista y antimperialista, palabra que en ese momento quería decir antiamericano. El Partido Comunista daba sus primeros pasos, surgían líderes radicales, vistosos y carismáticos, como Julio Antonio Mella, y llegaba a Cuba de forma encubierta el primer delegado soviético del Comitern, Fabio GrobartMoto Fukushima, decidido a echar las bases de una revolución proletaria mundial de la que Cuba no se vería excluida.

Por primera vez la lucha política en la Isla no estaría encaminada a cambiar el gobierno, sino a cambiar el sistema político, puesto que a los “revolucionarios” les parecía que el capitalismo y la dependencia de Estados Unidos eran responsables de la pobreza que afligía a una parte importante de la población.



Gerardo Machado y el preludio de la revolución

El descrédito del gobierno de Zayas, los conflictos sindicales y la crisis económica generada por el bajo precio del azúcar provocaron en la ciudadanía el deseo de contar con un gobernante con mano dura capaz de embridar al país. Ese gobernante fue otro general del Partido Liberal, Gerardo Machado, a quien se le tenía por eficiente, nacionalista y riguroso. Había sido Ministro de Gobernación en tiempos de José Miguel Gómez y se sabía que era un hombre de carácter fuerte. Lo eligieron por una amplia mayoría en las elecciones de 1924, tomó posesión el 20 de mayo del año siguiente, como era la costumbre, y no tardó en demostrar su profundo desprecio por los derechos de sus adversarios, recurriendo a atropellos físicos inspirados en los comportamientos fascistas de la Italia de Mussolini, y hasta ordenando crímenes de Estado contra periodistas incómodos.
No obstante, en los primeros años Machado fue muy popular por su intenso trabajo de obras públicas, su discurso nacionalista contra la masiva inmigración española y contra le Enmienda Platt, y por la avanzada legislación laboral que impulsó. Pero en 1927 cometió el error (o el delito) de modificar arbitrariamente la Constitución para prorrogar los poderes del Congreso y del Ejecutivo, mientras se le cerraban las puertas a las nuevas formaciones políticas.

Esta manipulación de las instituciones de la República desencadenó crecientes protestas a las que Machado fue respondiendo con un incremento brutal de la represión, lo que, a su vez, aumentaba la intensidad y la ferocidad de la resistencia, que respondía con bombas y atentados a las palizas y a los asesinatos selectivos ejecutados por el gobierno.
A partir de 1930 gobierno y oposición habían abandonado cualquier esperanza de solución pacífica de sus conflictos. La oposición quería la renuncia de Machado a cualquier precio, mientras el general aseguraba que permanecería en el poder hasta 1934, como supuestamente sancionaban las leyes. Lo que no previó Machado es que el crash norteamericano del 29, que había provocado una aguda recesión mundial, hundiría a Cuba en una profunda crisis económica que, en su momento, le impediría al gobierno pagar los salarios de muchos empleados públicos, y, entre ellos, los de los soldados y policías que sostenían la discutida autoridad del régimen.

En 1933 la crisis tocó fondo. Estudiantes y obreros mantenían en las calles un clima de insubordinación y violencia que presagiaban el colapso del régimen, mientras los “porristas” y la policía política reaccionaban cruelmente. En Washington comenzaron a preocuparse seriamente. La Enmienda Platt comprometía a los norteamericanos en el conflicto, pero había ganado las elecciones un estadista demócrata, Franklin Delano Roosevelt, que llegó al poder proclamando la cancelación de la vieja política de las cañoneras y prometiendo que sería sustituida por la de “buenos vecinos”, forma amable de proclamar la voluntad de no intervenir en los asuntos ajenos.

Triunfa la revolución del 33

El detonante final de la caída de Machado fue la insubordinación de los soldados y marineros porque no cobraban sus salarios. Los estudiantes revolucionarios vieron la oportunidad de establecer con ellos una alianza política y pedir conjuntamente la renuncia del dictador. Por una combinación de circunstancias azarosas, el portavoz de los militares amotinados era Fulgencio Batista, un astuto sargento taquígrafo que acabó convirtiéndose en líder del grupo y, poco después, en el “hombre fuerte” elegido por la oposición para dirigir las Fuerzas Armadas.
El Departamento de Estado llegó a la conclusión de que la salida de Machado era inevitable, así que envió a Cuba a Sumner Welles, uno de sus mejores diplomáticos, a “mediar” entre las diversas fuerzas políticas para crear las condiciones de una transferencia de mando sin que se desplomaran las instituciones republicanas. Pero la “mediación” de Welles fracasó en medio de graves acusaciones de “injerencismo” y algún malvado rumor de carácter personal. En agosto, Machado huyó a bordo de una avioneta y el gobierno que dejara en su lugar tardó pocas horas en deshacerse en medio de una confusa marea revolucionaria. Con la fuga de Machado se había hundido la república mambisa y surgía la república revolucionaria.

En realidad, cuanto acontecía en Cuba era un reflejo de lo que sucedía en prácticamente todo Occidente. La democracia había desaparecido o estaba a punto de desaparecer en casi toda América Latina y en una buena parte de Europa, incluida España. En todas partes los militares se enseñoreaban en el poder y la visión liberal de la política y la economía parecía definitivamente enterrada bajo el peso del comunismo, el fascismo y el socialismo. Era la hora de los Estados fuertes y el fin del ideal republicano basado en el equilibrio de poderes, el respeto por la propiedad privada y la supremacía del individuo y de la sociedad civil.

No obstante la catastrófica caída de Machado y el convulso recorrido político de la República mambisa, la historia cubana también mostraba algunos notables aciertos. En el orden tecnológico y económico el país recibía la influencia directa de Estados Unidos: la radio, el teléfono, la electricidad y la aviación comercial se habían expandido proporcionalmente más que en casi toda América Latina. Lo mismo sucedió en el terreno de la salubridad, la educación y el desarrollo urbanístico. El país tenía grandes bolsones de pobreza rural, pero esa era la norma de la época más que la excepción. Por aquellas fechas eran muchos más los europeos, los asiáticos o los caribeños que deseaban emigrar a Cuba que los cubanos decididos a abandonar el país. Durante ese primer tercio de siglo, pese a los desórdenes y sobresaltos, la Isla había absorbido a casi un millón de laboriosos inmigrantes que habían contribuido notablemente a aumentar la riqueza nacional, mientras las mujeres habían conquistado cierto grado de igualdad con relación a los hombres, mayor que en casi todos los países del ámbito hispano, y la trama de la sociedad civil, compleja y rica, exhibía muestras de cierta solidez cultural en el terreno de la música, las artes plásticas y la literatura.

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