La desigualdad y el poder
Vivimos el periodo más prolongado de democracia en América Latina. Nunca, desde la independencia, tantos países de nuestra región han vivido en democracia sin interrupciones dictatoriales por tanto tiempo. A su vez, nuestra democracia es singular: somos al mismo tiempo una región democrática y la más inequitativa del planeta. Por eso comenzaremos con el mayor problema de nuestras democracias: las desigualdades de nuestras sociedades y su reflejo en el poder y en el ejercicio de los derechos de los ciudadanos.
En toda sociedad existen fuertes desigualdades y asimetrías de poder. En América Latina, esas desigualdades se reflejan en particular en la pésima distribución del ingreso. En las últimas décadas, 10% del sector más rico de la población ha recibido, en el promedio de la región, 37% del ingreso. Esta proporción es casi tres veces la que ha recibido el 40% más pobre (poco más de 13%).1 Esa desigualdad económica se refleja en muchas otras formas, entre las que destaca la desigualdad en el acceso al poder. Esta concentración de poder, a su vez, puede acrecentar las desigualdades económicas y sociales.
Si no estuvieran reguladas y organizadas, estas desigualdades impedirían la realización de los derechos de los que son portadores los individuos; es decir, la ampliación de la ciudadanía. Nadie entregaría naturalmente a otros partes de los beneficios que disfruta por su posición económica y su acceso al poder si no media una acción redistributiva y equilibradora. Esos derechos no se harían efectivos de manera espontánea y, por ende, la ciudadanía, que consiste precisamente en hacer efectivos los derechos individuales, sería casi nula.
Desde esta perspectiva, la función de la democracia es redistribuir el poder para garantizar a los individuos el ejercicio de sus derechos. Pero, para lograr organizar el poder en la sociedad, la democracia a su vez precisa poder.
En el informe del pnud de 2004, La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos, se decía:
Los criterios que aquí se presentan son un punto de partida, procuran desencadenar un debate, son su inicio no su culminación. Proponemos que esa agenda incluya: cómo pasar de una democracia cuyo sujeto es el elector a una cuyo sujeto es el ciudadano que tiene derechos y deberes expandidos, en los campos político, civil y social; cómo pasar de un Estado de legalidad trunca a un Estado con alcance universal en todo el territorio y cuyo principal objetivo sea garantizar y promover los derechos: un Estado de y para una nación de ciudadanos; cómo pasar de una economía concebida según los dogmatismos del pensamiento único a otra con diversidad de opciones, y cómo construir un espacio de autonomía en la globalización. Se trata, en fi n, de llenar de política a la sociedad y, consecuentemente, de sociedad a la política.2
Esas metas también guían este trabajo.
Discutiremos algunas de las condiciones y necesidades para hacer de América Latina una región donde la democracia perdure, se regenere y se amplíe. Analizaremos la cuestión de la sostenibilidad democrática latinoamericana y promoveremos la incorporación de los temas que surjan de este análisis a la agenda política de nuestras sociedades.
En última instancia, este trabajo indaga cómo la democracia puede convertirse en la organización de la sociedad que plasme los derechos nominales en realidades concretas, cotidianas y vividas, que genere una sociedad democrática donde se amplíe el ejercicio de la ciudadanía política, civil y social.
Partimos de reconocer que no gozamos de la democracia que estamos en condiciones de tener por nuestro nivel de desarrollo y la disponibilidad de recursos. Más allá de las quimeras, hay un grado de desarrollo democrático al cual deberíamos acceder y que sin embargo no se ha alcanzado. ¿Por qué la democracia realizable y exigible no se logra? Indagar las causas de este défi cit motiva nuestro estudio, el cual sostiene, como se ha dicho, que éstas se encuentran en buena medida en la negación o la ignorancia de temas vitales para nuestras sociedades.
En su más reciente obra, Amartya Sen escribió:
“En el pequeño mundo en el cual los niños ven transcurrir su existencia —dice Pip en las Grandes expectativas de Charles Dickens—, no hay nada tan finamente percibido y sentido como la injusticia.” Creo que Pip tiene razón: él recoge intensamente, luego de su humillante encuentro con Estella, la Coerción caprichosa y violenta que sufrió siendo pequeño de parte de su hermana. Pero la fuerte percepción de la injusticia manifiesta también se aplica a los seres humanos adultos. Lo que nos mueve, de forma razonablemente suficiente, no es el convencimiento de que el mundo no alcanza a ser suficientemente justo—lo que pocos de nosotros espera—, sino que existen a nuestro alrededor injusticias claras y remediables que queremos eliminar.3
Es esa percepción de la injusticia, semejante a la que se tiene de la desigualdad, la que debilita el sentido de la democracia.
Nuestras democracias trajeron libertad, la libertad promovió el debate público, nutriente esencial para el desarrollo de la democracia. Sin embargo, ciertos temas y formas de ver algunas cuestiones parecen vedados en el momento de discutir y elegir el rumbo de una sociedad. “De eso no se habla” parece ser la norma tácita que marca los límites de nuestras agendas políticas. Pero si la democracia enfrenta injusticias “claras y remediables”, parecería útil hablar de lo que no se habla, proponer la discusión de lo vedado.
El político francés Pierre Mendès France, quien ocupó el cargo de primer ministro en 1954-1955, dijo: “todo individuo contiene un ciudadano”. Estas palabras sintetizan el principal desafío de las democracias. Mendès France afirmaba, de manera cuidadosa, que el individuo contiene un ciudadano; no decía que es un ciudadano. Le corresponde a nuestras sociedades organizadas democráticamente acercarse al cumplimiento de ese desafío.
1 Con base en datos de CEPAL, base de estadísticas e indicadores sociales.
2 pnud, 2004, p. 182.
3 A. Sen, 2009, p. VII
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