Felipe II, el monarca más poderoso de sus días, le reclamó a su Embajador ante el Papa Gregorio XIII, haber creado un incidente con el Vaticano por un asunto que calificó como de mera ceremonia. « ¿Todo esto por una ceremonia?» preguntó, a lo cual el Embajador respondió: ¡Vuestra Majestad es una ceremonia!»
La anécdota ilustra uno de los misterios del gobierno de toda sociedad humana, desde la más primitiva hasta la más avanzada, que hace que cuando una persona, en virtud del dogma de alguna abstracción legal, sea ceremonialmente investida con la facultad de gobernar, los gobernados sienten la obligación de acatarlo, obedecerlo y respetarlo. Los romanos llamaron eso auctoritas. Y la experiencia muestra que cuando la auctoritas se debilita, el misterio del derecho de mandar y la obligación de acatar, respetar y obedecer al que manda, se debilita. De esa debilidad nace el desorden, de allí se pasa a la anarquía y en última instancia, ello lleva al ejercicio del derecho a la rebelión.
Todo orden de gobierno es una ceremonia. El acatamiento y respeto a la Ley Constitucional del Estado es la base de todo orden de gobierno. Y ese «leguleyísmo» se hace visible por medio de símbolos y ceremonias. La leguleya idea abstracta, fundamento de todo orden de gobierno, se transforma mágicamente en símbolos visibles del mando: corona, cetro, bastón, bandera, banda, escudo, himno, etc. Toda ceremonia de gobierno es la muestra visible y externa del respeto y acatamiento que se le deben a la autoridad legítimamente constituida. En el orden de mando militar, más que en ningún otro, los símbolos y las ceremonias son consustanciales a la autoridad y la disciplina, inherentes a la naturaleza de sus funciones. Cuando lo militar se desmilitariza en sus ceremonias de mando, el orden se vuelve desorden.
Como en todas partes, los símbolos y ceremonias del poder presidencial en Venezuela son la materialización de una «leguleyería» constitucional. Todo gobernante que abuse, o irrespete, las ceremonias de su poder constitucional de mando, debilita sus facultades y merma el derecho de hacerse obedecer. Si por un falso sentido de democratismo populachero, un Presidente hace burla de la majestad de su cargo, cava la fosa de la tumba de su autoridad. Si hace burla de su poder, pierde su autoridad. Si abusa de su poder, lo degrada. Si viola la Ley Constitucional que lo legitima, abre las puertas el ejercicio al derecho de rebelión. La legitimidad del derrocamiento de todo gobernante está en relación directa al abuso que este haga de sus poderes y facultades. El camino que lleva allí, suele empezar con la degradación ceremonial de su autoridad. Pues como le dijo el Embajador al Rey: toda majestad es una ceremonia. Si el rey pierde la ceremonia, pierde su majestad. Si pierde su majestad, pierde su autoridad. Y si pierde su autoridad, pierde el poder de mandar y hacerse obedecer.
Ceremonias/Dos visiones de un enigma /Jorge Olavarría/21 de marzo de 1999
La Revolución Olvidada; R.J.Lovera De-Sola