… siempre me ha sorprendido advertir que nunca ha sido descrito el estado de alma que, con respecto a la historia, llega a predominar y a extenderse por toda la cultura griega y romana, en el momento en que estos países empezaron a declinar; es decir, cuando tenían a su espalda una experiencia milenaria, cuando las habían visto en el orden político de todos los colores, cuando habían ensayado todas las formas de gobierno, cuando habían vivido, habían amado y habían sufrido todas las formas de la vida. Esto empieza a aparecer en el orden político, como documento, en el libro III de Heródoto, en la famosa conversación de los siete grandes persas cuando, en un instante de vacante del Trono, discuten sobre qué forma de gobierno darían a su país. Pero luego adquiere su primera fórmula clásica en los dos maravillosos libros VI y VII de <<La República>> de Platón, cuya lectura recomiendo a todos, porque así como otros libros de la misma obra se pierden en materias tal vez demasiado sutiles y menos controlables, estos dos libros no hacen sino albergar una experiencia de viejos griegos que saben la historia de las mil ciudades y estados que habían constituido la civilización griega.
Pues bien, en este momento, después de Platón, Aristóteles modela aún más la expresión de esta experiencia, pero no la reforma. No descubre nada nuevo, como Platón tampoco había incluido nada nuevo. Y esto es lo que me extraña, que no se advierta cómo la imagen predominante en los finales del mundo antiguo tiene tan humilde origen. Tras Aristóteles viene un estupendo discípulo, Diceraco, especializado en política, que desgraciadamente no nos ha dejado libros por esa mala fortuna que conserva los ilegibles y aniquila los mejores. Daba una fórmula, probablemente la más completa, a esos pensamientos, que de él recibió Polibio y este comunicó y transmitió a su vez a Cicerón, el cual es la convergencia de todo el saber antiguo, porque este hombre, a pesar de ser político, tenía una capacidad de reflexión incalculable, que pueden ustedes hallar en su <<Tratado de la República>>.
Esta imagen de todo el proceso histórico desde mil y más años se había decantado, precipitado poco a poco en la conciencia griega y romana. Se compone de tres grandes ideas o imágenes. La primera de ellas es esta: la experiencia de que toda forma de gobierno lleva dentro de sí su vicio congénito y, por tanto, inevitablemente degenera. Esta degeneración produce un levantamiento, el cual derroca la Constitución, derrumba aquella forma de gobierno y la sustituye por otra, la cual a su vez degenera y contra la cual, a su vez, se sublevan, siendo también sustituida. Se discutió algún tiempo, pero no mucho, cuál era la línea exacta de precedencia y subsecuencia en este pasar inexorable de una forma de gobierno a otra. Por ejemplo, Aristóteles discute este punto con Platón, pero al fin se llega a una especie de doctrina canónica del pensamiento político, que viene a ser ésta: la institución más antigua y más pura es la Monarquía, pero degenera en el poder absoluto que provoca la sublevación de los hombres más poderosos del pueblo, es decir, de los aristócratas, que derrocan la Monarquía y establecen una Constitución aristocrática. Pero la aristocracia degenera a su vez en oligarquía y esto provoca la sublevación del pueblo, que arroja a los oligarcas e instaura la democracia. Pero la democracia es muy pronto el puro desorden y la anarquía: va movida por los demagogos y acaba por ser la presión brutal de la masa, de lo que se llamaba entonces – no hago sino traducir- el populacho “okhlos” y viene la “okhlocracia”. La anarquía llega a ser tal que uno de esos demagogos, el más acertado o poderoso, se alza con el poder e instaura la tiranía, y si esa tiranía persevera se convierte en Monarquía, y asi se tendrá que las instituciones se muerden la cola y vuelve a empezar el ciclo de evoluciones.
Esto es lo que se llamó el círculo, ciclo o circuito de las formas de gobierno. Supone esto no creer en ninguna forma política, haber experimentado que todas son fallidas y erróneas y, en efecto, tanto en Platón como en Aristóteles, todas esas formas de gobierno concretas, regidas por principios claros y conocidos, son llamadas por Platón “Hermartémata” y por Aristóteles “hamartémata”, dos palabras que significan simplemente errores, pecados y desviaciones. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que estos hombres, por lo visto, al cabo de las centurias, habían llegado a esa experiencia que es la desesperación de la política.
Como el hombre no se entrega ni ante la desesperación frente a esa convicción profunda de que no hay forma de gobierno estable, de que no hay constitución la cual evite la sublevación, la revolución, la inquietud, lo que llamaban <<extasía>> “stásis”, parece que debían renunciar y llegar como a una parálisis; mas el hombre es incapaz, mientras no esté enfermo, de parar. De aquí que empiecen entonces los tratadistas de política: Platón y Aristóteles. Y cuando preguntamos a Aristóteles, como él se pregunta, cuál es el propósito y designio de la ciencia política, nos responde de un modo que, por un instante, van a creer que he perdido el control de mi mismo y que me pongo a hablarles en lenguaje chulesco, cuando sólo voy a citar literalmente a Aristóteles. En efecto, Aristóteles, al preguntarse cuál es el propósito y designio de la ciencia política, se responde no ser otro que hallar los medios para conseguir la <<anastasia>>. La <<anastasia>> no es, como de primera intención pudiera creerse, una buena moza de los Madriles, sino lo contrario de la “extasía”: es la estabilidad.
La reacción a esa opinión desesperada respecto de las posibilidades de las formas políticas consiste entonces en imaginar una constitución que tenga la gracia de reunir los principios de todas las demás, a fin de que unos y otros se regulen y compensen; que haya un poco de Monarquía y otro poco de aristocracia y otro tanto de democracia. De esta suerte tal vez será posible evitar esa permanente inquietud que marcha sobre la historia. Y esta es la segunda idea. La Constitución mixta, que va a dar que hacer a todos los pensadores, desde Platón, que la anuncia, no en “La República” sino en su libro último que escribe siendo casi decrépito, “Las leyes” que luego va a razonar con mucho detalle Aristóteles, como si fuera, en realidad, una idea formal, cuando no es sino un pio deseo con el cual afrontar la desesperación de la política.
UNA INTERPRETACIÓNDE LA HISTORIA UNIVERSAL