Cuarenta años después de la muerte de Fernando VII, el sistema restaurado pretendía derivar su legitimidad de un mecanismo electoral que desde su inicio era intrínsecamente insincero, pues excluyo a los republicanos, los socialistas y los carlistas. Ignorarlos no los hacia desaparecer. A partir de ese falso inicio, los españoles intentaron crear un Estado constitucional legitimado por el sufragio pero nunca lo lograron. La monarquía parlamentaria de la restauración produjo grandes oradores y alguna alterabilidad, pero institucionalizó el fraude electoral, creando la figura estereotipada del cacique que como el experto hacia que los resultados convinieran a quienes tenían el sartén del poder por el mango. Durante medio siglo, la parodia de elecciones trucadas para constituir los gobiernos de una falsa monarquía parlamentaria, se repitió una y otra vez y fue resbalando de crisis en crisis por la pendiente de la trampa electoral hasta que desprestigiada y deslegitimada, colapso en 1923 con la Dictadura del General Miguel Primo de Rivera.
La causa inmediata y aparente del fin de la restauración fue la torpeza con la cual su último gobierno y el rey Alfonso XIII habían manejado la guerra de Marruecos. La causa verdadera era otra. La restauración estaba muerta. La Dictadura de Primo de Rivera no la mato. Su incapacidad para reformarse y reconocer la existencia de grandes sectores políticos e incorporarlos a un sistema electoral honesto la había matado. Y lo que era peor, los odios y frustraciones que había generado estaban vivos y preparados para tomar revancha a la primera oportunidad. El apoyo que el rey Alfonso XIII le dio a la Dictadura termino de quitarle el último vestigio de legitimidad y por ello, fue acusado con razón de violar su juramento de respeto a la Constitución. En 1930, cansado de intentar salir de una calle sin salida, Primo de Rivera dejo el mando y se marchó a morir en un hotel de París.