Para ese momento, una pequeña pero muy influyente minoría de intelectuales había venido abogando abiertamente por el fin de la monarquía y la creación de un Estado español y aconfesional. Uno de sus principales animadores era el filósofo José Ortega y Gasset, quien con Ramón Pérez de Ayala y Gregorio Marañón formaron en 1930 la "agrupación de amigos de la república". Con todo su talento, ninguno se sospechaba o preveían lo que vendría después. El sistema tenía que cambiar y ellos así lo pedían.
En 1931 se realizaron unas elecciones municipales sin otro propósito que alternar las autoridades del gobierno local. Sus resultados evidenciaron el repudio mayoritario de los españoles por el sistema que los gobernaba, sobre todo en las grandes ciudades. Ello provocó el colapso de las estructuras de un sistema deslegitimado y la fuga de Alfonso XIII. Todo se hizo sin disparar un tiro.
El 14 de abril de 1931, los intelectuales que habían auspiciado la República la proclamaron en la "Puerta del Sol" de Madrid. Un mes más tarde empezó la quema de iglesias y conventos. La forma de gobierno había cambiado pero sin quererlo ni saberlo, el hecho había sacado del fondo de una España sobrecargada de siglos de abusos y frustraciones, un volcán de odios atizados por el fanatismo anticlerical que estallo en contra del fanatismo religioso que era percibido como parte integral del sistema. Por otra parte, la restauración había dejado como enseñanza que los españoles, educados durante medio siglo de frustraciones y engaños a no esperar nada de un cambio que sorpresivamente había parido una República, pusieran en práctica su creencia que el único camino posible para hacer que las cosas cambien de verdad en España, era con la violencia.